En la maquinaria de la empresa, Susy era sólo una arandela sujeta a los empujones del jefe. Además del bálsamo, le servía té verde y le contestaba con odio las llamadas de su esposa. También llenaba planillas, firmaba formularios y mantenía al día la agenda de las reuniones que se celebraban en el primer piso. Una mirada de su jefe bastaba para que Susy se acollarase el vestido y se pusiese en pose, de panza a la fotocopiadora; él cerraba las puertas, bajaba las cortinas, se aflojaba el cinto y marcaba cien en el contador de copias. Luego se inspiraba con los muslos de Susy achatados contra la pálida pared del aparato; se regodeaba en las caderas ensanchadas por la flexión de la cintura y se dejaba llevar por el instinto que lo aturdía con promisoria eficacia; era tosco y taciturno, apenas sonreía al fervor de la fiesta. En cambio, ella era expresiva, exuberante, espaciosa, y siempre obtenía las cien copias de su propio ombligo que surgían mientras el jefe la estrujaba, yendo y viniendo como la luz de la máquina. Era entonces cuando se sentía más viva, más importante, casi imprescindible, y la vanidad le trepaba el tamaño haciéndole creer que el resto de su vida sería la prolongación de ese instante. Para el jefe, la descarga no era más que un mandado; él tenía una chequera, dos familias, tres pececitos. Pero no negaba que en esos momentos fueran uno, jadeando en una nube de asma con generosa avaricia. Y llegó ese día en el que Susy sintió que no le bastaba asumirse imprescindible, e interpeló a su jefe por un futuro preciso que había fermentado sólo en su cabeza a la caza del favor fantasmal de una falacia. El jefe la despidió de inmediato, en silencio y sin sonrisas le señaló la salida. Ahora ella, con la pasión en coma y el dolor en punto, como si un solvente de odio le licuara la tinta del sentimiento, buscaba otra empresa; mientras tanto, él fotocopiaba otra historia.
Ricardo Rubio
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1 comentario:
Escelente prosa, con muy buenas fotografías para decir lo fuerte.
Gabriela Abeal
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