En Europa leí "Cometas en el cielo", de Khaled Hosseini. La historia transcurre en Afganistán, y entre muchas cosas se ve al pueblo de los hassaras como un pueblo de sirvientes. Son los caras chatas, su fisonomía advirtiendo sin necesidad de presentación que sus ocupaciones serán las más bajas. Servir las mesas, limpiar lo que reste de los banquetes de los otros.
En el libro, el protagonista vuelve a Afganistán luego de mucho tiempo, para encontrar a su ciudad convertida en cementerio, en paredes derruídas, en los escombros que dejaron la ocupación soviética y la furia de los talibanes. Él recuerda una Kabul con olor de cordero asado, con aromas especiados, con risas, con niños jugando felices en las colinas. Un hombre le dice que, sin embargo, esa ciudad feliz que recuerda y añora solamente existió para él; para él que tenía un padre poderoso y vivía en una casa
señorial. Le hace notar que ahora ve al país como un extranjero, pero que verdaderamente siempre fue un extranjero. La clase acomodada es extranjera en su patria, ve un segmento, vive y siente una pequeña porción de la realidad.
Y en Europa sentí, cada vez que hablaba con acento sudamericano, que probablemente la gente instantáneamente me ubicase del lado de la servidumbre. En Europa los latinoamericanos son quienes sirven las mesas y limpian lo que resta de los banquetes de otros. Y era una sensación incómoda y vergonzosa.
Al volver a la Argentina, en Santa Fe, vi hoy a un niño de cara chata llevando, o más bien arrastrando, un palo más grande que él repleto de juguetes inflables que vendía en la calle. No es un hassara, es un niño americano con sangre aborigen. Moreno, bajito, de cara chata. Lleva en el rostro la señal de la servidumbre y del oficio modesto.
Me sentí hoy, en Santa Fe, tan extranjera como el afgano que regresó a su tierra arrasada. Como el afgano que dirá "si, soy afgano, pero cuidado, mirenmé bien que no soy hassara". Mi propio rostro no porta las señales del oprobio, no me coloca en la otra casta. Mirenmé bien, por favor, si no parezco latinoamericana.
En Europa tuve una sensación incómoda y vergonzosa.
Mónica Russomanno
russomannomonica@hotmail.com
En el libro, el protagonista vuelve a Afganistán luego de mucho tiempo, para encontrar a su ciudad convertida en cementerio, en paredes derruídas, en los escombros que dejaron la ocupación soviética y la furia de los talibanes. Él recuerda una Kabul con olor de cordero asado, con aromas especiados, con risas, con niños jugando felices en las colinas. Un hombre le dice que, sin embargo, esa ciudad feliz que recuerda y añora solamente existió para él; para él que tenía un padre poderoso y vivía en una casa
señorial. Le hace notar que ahora ve al país como un extranjero, pero que verdaderamente siempre fue un extranjero. La clase acomodada es extranjera en su patria, ve un segmento, vive y siente una pequeña porción de la realidad.
Y en Europa sentí, cada vez que hablaba con acento sudamericano, que probablemente la gente instantáneamente me ubicase del lado de la servidumbre. En Europa los latinoamericanos son quienes sirven las mesas y limpian lo que resta de los banquetes de otros. Y era una sensación incómoda y vergonzosa.
Al volver a la Argentina, en Santa Fe, vi hoy a un niño de cara chata llevando, o más bien arrastrando, un palo más grande que él repleto de juguetes inflables que vendía en la calle. No es un hassara, es un niño americano con sangre aborigen. Moreno, bajito, de cara chata. Lleva en el rostro la señal de la servidumbre y del oficio modesto.
Me sentí hoy, en Santa Fe, tan extranjera como el afgano que regresó a su tierra arrasada. Como el afgano que dirá "si, soy afgano, pero cuidado, mirenmé bien que no soy hassara". Mi propio rostro no porta las señales del oprobio, no me coloca en la otra casta. Mirenmé bien, por favor, si no parezco latinoamericana.
En Europa tuve una sensación incómoda y vergonzosa.
Mónica Russomanno
russomannomonica@hotmail.com
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