martes, 30 de junio de 2009


Nuestro repudio al golpe militar en Honduras.

martes, 23 de junio de 2009

Los medios y la campaña electoral



Por Luciano Sanguinetti *

Los medios y la campaña electoral

Habría que celebrar esta campaña electoral. Y celebrar dos cosas: el trabajo de los medios de comunicación y el trabajo de la gente.

Vayamos por lo primero: los medios. Desde los que se dedican a la información hasta los que hacen entretenimiento.

En realidad, desde la refundada democracia en el ’83 hasta ahora, probablemente nunca fueron más objetivos. Digo, más objetivos en mostrar y demostrar cuáles eran y son sus intereses. Todos.

¿Es malo eso?

No. Lo que no tiene es remedio.

Porque de algún modo sería ingenuo suponer que, como actores políticos en la sociedad, los medios no tienen (y defienden) sus intereses.

Que sus productos sean noticias (es decir, construcciones simbólicas sobre cómo es el mundo y sus avatares cotidianos) no los excomulga del resto de las otras industrias dedicadas a elaborar mercancías que circulan también en este mundo.

¿No habrá que exigirles a esta altura, como al resto de las otras mercancías, un mínimo de calidad?

Sí. Porque nunca antes actuaron de manera más desembozada. Y juegan con fuego.

“Bueno, no es para tanto; no afectan la salud”, nos dirá exculpándose algún empresario periodístico.

¿Pero las sociedades no se enferman también?

Digresión: la semana pasada un diario porteño tituló en su tapa, para referirse a las colas que había en los hospitales: “Gripe A: colapsan servicios médicos y piden cautela”. Enseguida recordé la Alemania de los años ’30, y aquel film genial de Ingmar Bergman, El huevo de la serpiente. Recordé a Orson Welles y su radioteatro sobre la invasión marciana, del ’38, previo a la Segunda Guerra Mundial. Y recordé también que aquí nomás desaparecieron 30.000 personas y apenas si hubo alguna gacetilla que decía “subversivos caen en un enfrentamiento”.

La pregunta es por qué ahora sí y antes no.

Sencillamente porque antes los partidos políticos no eran tan débiles y la gente no estaba tan expuesta a los medios. Más lo segundo que lo primero.

Que una encuesta diera por resultado que un 15 por ciento de los porteños admitiera que “Gran cuñado” tendrá influencia en su decisión electoral no hace más que confirmarlo.

Que en ese mismo programa, Francisco de Narváez reconociera cuánto lo estaba ayudando el programa, cierra el círculo. A confesión de parte, relevo de prueba.

En los Estados Unidos tienen una práctica saludable: los periódicos informan un tiempo antes de las elecciones a qué candidato apoyan. Eso daría a los medios una mayor transparencia. Porque la transparencia no supone desinterés: nadie está ajeno a las disputas y conflictos que hacen la historia.

Quienes dicen actuar por desinterés, en realidad demuestran que creen estar por encima de los demás.

¿Quién puede estar en una democracia por encima de los demás?

Nadie. O en todo caso, sólo aquellos que saben o suponen que sus intereses no deben estar sometidos al escrutinio público.

¿Y la gente?

La gente porque nunca también como antes se involucró tanto políticamente. Y no solo se involucró sino que armó sus propios medios, especialmente las redes, los celulares, las pantallas de YouTube, los blogs, para hacerse sentir y trabajar, por fuera de la estructura monopolizadora de la información que imponen las grandes corporaciones mediáticas.

La blogósfera se llenó de ciberactivistas, de militantes, de ciudadanos preocupados por el país y por los medios, haciendo una suerte de contrainformación permanente.

Nunca como antes el instrumento político fundamental del juego democrático (la comunicación y los medios que la hacen posible) se ha sometido a ese escrutinio público.

Y más, mucho más, los jóvenes y no tan jóvenes.

Pienso: si la globalización fragmenta la sociedad y concentra poder, no hay otro medio para enfrentarla que transparentando el poder y democratizando la sociedad y sus medios.

Todos.

* Docente e investigador de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.

Cristina Villanueva: Escritos en el jardín



Asunto de palabras

Entonces es así, me pregunté. Se cuenta para espantar el fantasma de la muerte o el de ser tan pequeños y solos, en la historia que nos precede y nos va a continuar, así sin paraíso, casi ciegos, entre templos y ciudades perdidos y ganados. Migajas en la naturaleza que nos aterra y nos consuela. Espejos rotos que se juntan inventando ficciones para llegar a una verdad: verse en la mirada de los otros, un lenguaje para abrigarnos de la nada.


Y los sueños ¿sueños son?

Ella estaba acostada, el ruido de la puerta al cerrarse, las manos que la recorrían.
Freud dijo que uno no es responsable de sus sueños y recordando eso fue más allá de lo que nunca hubiera imaginado...
En la cama encontró una nota al despertarse:
Sueña Ud. que es una maravilla, señorita, que sus sueños no queden solo para su psicoanalista.


Destierro

Destierro
de la casa, del ser,
de los racimos
de la ciudad
de la lavanda
del olor a celeste
del papel de la foto
del costado del cuadro,
de la escena.


El gran Hermano ya vigilaba a Orwell

Un vacío creciente como un mar que arrasa pensamientos.Todos iguales pensando lo que nos instalan en pantallas que nos siguen sin piedad del banco, al bar, al subte, .al recóndito lugar donde no quieren que nos juntemos con nosotros o los otros.Se interviene a la naturaleza y a las personas. Igualados en aceptar la desigualdad, en aceptar que el valor de las personas cambia de acuerdo a su dinero, al lugar del mundo en que nacieron, a su sexo, a su color de piel, a sus rasgos.

Orwell en su Homenaje a Cataluña cuenta que en Barcelona durante la guerra civil española los banquitos de los lustrabotas estaban pintados de rojo y negro, colores del anarquismo, simbolizaban la desaparición de los servilismos y las injusticias.

Sueños que, apagadas las conexiones al Gran hacedor de las mentes, se pueden recobrar inventando nuevas formas de asaltar el cielo.

Cristina Villanueva
libera@arnet.com.ar

Miriam Cairo: Palabra por palabra



Puen Sung ling (1651 1719) fue un escritor y poeta que vivió a comienzos de la dinastía Ching (1368 1911). Era oriundo de la provincia de Shantung, en la China del este, tierra de rica y larga tradición cultural y literaria. Patria, entre otros famosos, de Confucio, Mencio y Sun zu.
En uno de sus relatos cuenta que en la ciudad de Chang An, los hombres evolucionaban o envilecían por el poder de los palabras.
Así, las madres creaban niños hermosos y valientes al prodigarles un beso y una máxima amorosa cada noche, antes de dormir. Los niños crecían con un alto convencimiento de su hidalguía y su hermosura. No le temían ni a las luciérnagas ni a los dragones. Y toda vez que una madre le decía a un niño "has crecido más de dos chi", el niño inmediatamente crecía más de dos chi. Si la madre decía, "memorizarás los poemas de Tíen Hung", el niño memorizaba "El rocío sobre las primeras hojas de ajo", de Tíen Hung. Besos en las noches y palabras en el día, eran los poderes creadores.
En el caso de aquellos niños, cuyas madres severas los regañaban diciéndoles cabeza de mono, cabeza de chorlito, cabeza de zapallo, cabeza hueca, las cosas eran distintas. El poder de esas invectivas acumuladas los hacían crecer con el karma de Kapila y se convertían en monstruos de cien cabezas que más tarde habitarían los ríos y devorarían a los náufragos.
Si estas madres sentenciaban: "Tus manos son torpes para la labranza", inmediatamente las manos eran torpes para la labranza. Estos hábitos destructivos eran utilizados sólo por una minoría tan repudiable como necesaria, ya que la mayoría de los habitantes de Chang An, precisaban de las faltas ajenas para reprobarlas y por comparación, sentirse ejemplares, virtuosos.
Cuando los ejemplares niños amados se hacían muchachos, las novias besaban sus labios añorándolos príncipes y los jóvenes se hacían príncipes: hablaban como príncipes, amaban como príncipes, enfrentaban peligros como príncipes, empuñaban dagas como príncipes. Sus ojos transparentes y sus pasos activos merecían la adoración de las muchachas que comenzaban a soñar con la boda, el traje bordado con hilos de oro, las sandalias de seda, las esencias de sándalo, los banquetes con ojos de codorniz, lenguas de lagarto, escamas de culebra.
Las novias, el día de la boda, tenían la piel iluminada de poder y hermosura pero los labios, tomaban una apariencia dura y los besos no se alternaban ya con bellas palabras. Una transformación perfectamente natural en la región se iba gestando, y el discurso amoroso de los enamorados iba dando lugar al discurso ominoso de los casados.
Día tras día, las palabras que antes nombraban los esplendores principescos, ahora hacían un recuento de flaquezas y reproches domésticos. Los hombres que habían nacido príncipes, palabra por palabra se iban haciendo renacuajos. Pero aún con su corazón y su falo de batracios, los hombres se esmeraban por hacer concebir, en lo posible, un niño macho para que la hembra, durante algunos años, volviera a decir aquellas palabras que a él mismo tan dulcemente lo habían engañado. Ya cuando fuera muchacho, alguna jovencita haría de él un príncipe, hasta que después ella misma lo hiciera sapo.
Según parece, este relato situado en Chang An, fue en cierto modo autobiográfico, ya que por esta tradición presuntamente sórdida, Pu Sung ling conservó un odio imperecedero para con todos los suyos sin distinción de género. Apenas si guardó cierto aprecio por el cordero vegetal de Tartaria, también llamado borametz o polipodio chino, planta cuya forma es la de un cordero, cubierta de pelusa dorada. El poeta, hacedor de irreprochables alegorías, para ejercitar el cariño, eligió un helecho carnívoro que no hablara.
Puen Sung ling, dedicado a la jardinería exótica y la observación del mundo, gestó una frondosa creatividad literaria que florecería en exorcizantes matricidios y ensalmadoras decapitaciones. A la provincia de Shantung no llegó el arte etéreo de las diecisiete sílabas que condensan el esplendor natural del universo, porque el espectáculo de los individuos, que echan mano a cualquier palabra con tal de masacrarse eficazmente, inspiró de manera diferente a Puen Sung ling, quien sólo supo escribir sobre hombres sapos y mujeres serpientes. Sólo de vez en cuando pudo imaginar bellos árboles que se alimentaban de pájaros y a los cuales les crecían plumas en vez de hojas.

Miriam cairo
cairo367@hotmail.com
Fuente: Contratapa Rosario12
http://www.pagina12.com.ar/

Alfredo Di Bernardo: El descubrimiento de las palabras



Cuando tenía 3 años, me regalaron un alfabeto de plástico, de esos que traen letras mayúsculas de distintos colores. No sé si fue justamente a causa de esa diversidad cromática, o si sólo fue el reflejo de una predisposición innata; lo cierto es que el abecedario en cuestión resultó ser, para mí, un juguete muy atractivo. Según me han contado, yo me echaba de panza al suelo y me entretenía largo rato manipulando las letras, examinando sus formas y disponiendo de ellas a mi antojo como si fueran autitos, soldados o animales imaginarios.
En algún punto imprecisable de mis juegos solitarios -y sin ser consciente de ello, por supuesto- debo haber descubierto que el uso y combinación de las letras podía no quedar necesariamente limitado a mi capricho y responder, en cambio, a un orden externo cuyo ignorado andamiaje me excedía por completo. Así fue como, mediante el simple recurso de observar y copiar, empecé a armar en el piso mis primeras palabras. La leyenda familiar indica que me especializaba en reproducir vocablos extraídos de etiquetas de productos que había en mi casa. "Vino" y "Odex" fueron algunos de aquellos precoces logros. Huelga decirlo, yo concretaba esta escritura de plástico sin saber leer. Es decir, sin entender el significado de aquello que había construido. Claro que, envuelto como estaba en mi absoluta inocencia, tal falta de comprensión acerca de mi propia obra no constituia, para mí, motivo alguno de preocupación.
Debieron pasar todavía varios meses para que tal conflicto se hiciera palpable. Todo sucedió una tarde de frío en que mi mamá volvió del centro y me regaló unos libritos de cuentos comprados en Casa Tía, de esos que vienen con escaso texto y grandes ilustraciones. No sé cuáles eran y tampoco sé si eran los primeros que me compraba. Lo que sí recuerdo, y con asombrosa nitidez, es la frustración -hasta entonces inédita- que sentí al tomarlos en mis manos y abrirlos. Han pasado cuarenta años pero aún puedo revivir claramente la impotencia descomunal que experimenté en aquel momento, cuando advertí que, debajo de esos dibujos tan coloridos, habia unas manchitas negras, ordenadas en fila como hormigas congeladas, unos signos que no lograba descifrar y cuyo desconocimiento me dejaba afuera de algo que presentía importante, malherido por una decepcionante sensación de estar arañando un cristal sin poder traspasarlo.
No sé si, de algún modo, me las ingenié para exponer explícitamente mis inquietudes al respecto, o si habrá bastado con prestarme atención para que cualquier observador pudiera advertirlas. El asunto es que mi mamá decidió estimular mi curiosidad, compró el mítico libro "Upa" y, tomándolo como guía, me enseñó a leer.
No recuerdo gran cosa acerca del contenido de ese libro, ni tampoco de los sucesivos pasos que conformaron mi proceso de aprendizaje, pero es indudable que, después de atravesar victorioso sus páginas, yo fui otra persona. Mejor dicho, me sentí una persona por primera vez. El dominio del lenguaje escrito operó en mi vida un efecto revolucionario: mamá amasaba la masa, yo amaba a ese oso, y mis 4 años se apoderaban de la llave maestra que abría la puerta para ir a jugar. Habia conseguido la clave mágica, el "Ábrete Sésamo" que me franqueaba el paso hacia el conocimiento deseado.
Habrá quienes se asoman al mundo impactados por los números, las imágenes o los sonidos. A mí, el universo se me revelaba poblado de palabras y me lancé con entusiasmo a apropiarme de ellas.
Previsiblemente, para cuando cumplí 5 años y promediaba mi paso por el Jardín de Infantes, yo no sólo leía con fluidez los libritos de cuentos -que me regalaban cada vez con más frecuencia- sino que abordaba con bastante soltura cuanto texto cayera en mis manos. No había antinomia alguna entre el juego y la lectura; leer era otro modo más de jugar. Como consecuencia lógica, mi vocabulario se fue ensanchando en forma vertiginosa, con la misma naturalidad con que una esponja absorbe el líquido en que la sumergen. Había palabras que me gustaban y otras que no, palabras que hacían reír y otras que daban miedo. Había, también, algunas que resultaban completamente ajenas a mi realidad circundante y, tal vez por eso mismo, llamaban mi atención. En sucesivos libros, un niño hacía trabajos en "rafia", un "milano" amenazaba a unas gallinas, y un señor iba a la playa muy contento con un "quitasol". Una revista mostraba la encantadora foto de una familia de "koalas" y otra, el porte adusto de un "dromedario". Un álbum de figuritas educativas presentaba a Helen Keller como "filántropa". De una historieta de Anteojito que se desarrollaba en la Edad Media aprendí lo que era un "escudero" y por otra que transcurría en la Prehistoria me asusté con un "pterodáctilo". Y en las revistas deportivas... bueno, de ellas es tanto lo que saqué, que bien podría dedicarles una crónica aparte.
Las palabras me han ayudado a entender mejor los mundos reales y a disfrutar los imaginarios. El correr de los años me ha develado su intrínseca ambivalencia y también su frecuente ineficacia para lograr que nos entendamos unos con otros, pero la atracción que ejercen sobre mí sigue intacta. Aún me divierte jugar con ellas. Ya no me tiro en el suelo, es cierto, pero todavía acomodo letras tratando de reflejar lo que percibo. Y cuando el azar trae hasta mí una frase que me conmueve o me resulta admirable, siento que vuelvo a ingresar a la cueva del tesoro, y que el tesoro sigue ahí, al alcance de mis ojos.

Alfredo Di Bernardo
Crónicas del Hombre Alto (nº 51)
alfdibernardo@fibertel.com.ar
http://cronicasdelhombrealto.blogspot.com/

Silsh: Matemáticamente



Matemáticamente

vuelca sobre la mesa
tres pedazos de invierno.

En los bolsillos guarda
sólo una soledad.
Revuelve en el café
kilos de bronca.

La mitad de un palillo
busca espacio en su hueco.

De cara a los millones
que le cuentan
desde diez mil carteles
se limpia de panfletos.

Calcifica su sombra
en las vidrieras
ve rematar los sueños

al golpear con un ojo
en la frente de dios.


© Silsh
(Silvia Spinazzola)
-Argentina-
http://www.silsh.com.ar/

Libros: Los hombres que no amaban a las mujeres



LA SOCIEDAD DESNUDA II
LOS HOMBRES QUE NO AMABAN A LAS MUJERES
De Stieg Larsson
(Buenos Aires, Ediciones Destino, 665 páginas, 2008)

Por Germán Cáceres

Ya Henning Mankell en sus brillantes y renovadoras novelas del inspector Kurt Wallander había advertido que Suecia no es la maravilla que se creía: la xenofobia y la violencia han impregnado esa nación otrora pacífica.

Jo Nesbø en su policial negro Petirrojo — conocido aquí en 2008— nos deleitó con su calidad narrativa, pero, además, advirtió que desde la Segunda Guerra Mundial en ese territorio se habían establecido centros de entrenamiento de grupos neonazis, a los cuales concurrieron colaboracionistas noruegos y aliados rumanos. El sueco Stieg Larsson (1954-2004) en su primera novela del tríptico Millennium (las otras dos son La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire) constata la aseveración de Nesbø comentando que muchos líderes nazis son los principales accionistas de los más importantes grupos económicos y que, además, en su país “el cuarenta y seis por ciento de las mujeres han sufrido violencia por parte de algún hombre”. Hay comentarios escalofriantes respecto a ciertos personajes: “no sólo argumentó a favor de la esterilización, sino también de la eutanasia: ayudar a morir a las personas que ofendían sus gustos estéticos y que no encajaban en su imagen del pueblo sueco perfecto”.

El libro trata sobre la extraña desaparición en 1966 de una joven —Harriet Vanger— perteneciente a una familia dueña de una poderosa corporación, cuya investigación inicia a principios del corriente siglo el periodista Mikael Blomkvist, acompañado por la joven Lisbeth Salander y a pedido del anciano Henrik Vanger, abuelo de Harriet y líder indiscutible de la junta directiva empresaria.

Larsson no despliega una prosa literaria rica en imágenes (salvo aislados símiles como “un enredo así, como un misil de crucero incontrolable”), sino una sobria escritura más cercana al buen periodismo, que es muy precisa tanto en la descripción de exteriores como de interiores, pero, en cambio, crea una trama inteligentísima que se abre en varias direcciones y que no puede menos que atrapar. Los hombres que no amaban a las mujeres participa de la clásica novela de enigma como también de la novela negra al suministrar jugosos datos sobre el manejo de la economía, ese maldito tema que tiene en jaque a los habitantes de todo el planeta. Así nos informa “sobre la corrupción y los oscuros trapicheos del mundo empresarial” y denuncia “la gran cantidad de periodistas de economía que, una y otra vez, sin el más mínimo reparo, se contentaban con reproducir las declaraciones realizadas por los empresarios y los especuladores bursátiles, incluso cuando los datos eran manifiestamente engañosos y erróneos” (...) “Verdaderas ratas financieras a las que un reportero algo más valiente debería poner en evidencia e identificar como los traidores del país”. Además, pone de relieve que las lucrativas empresas de seguridad han desarrollado una sofisticada y moderna tecnología que es adoptada con toda normalidad por esa sociedad. Por otra parte, “la intrusión informática ilícita” —como los suecos la llaman— está bastante difundida como hábito. O sea que el espionaje paranoico que denunciaba el sociólogo norteamericano Vance Packard (1914-1996) en sus libros (por ejemplo: Los buscadores de prestigio, La sociedad desnuda, Las formas ocultas de la propaganda) hoy es plena y cotidiana realidad en esa tierra que nos obsequió con el bellísimo cine de Ingmar Bergman.

Aunque la novela no intenta la reconstrucción de personajes fascinantes, logra un retrato conmovedor de Lisbeth, una freak que bordea el autismo, descuella como superdotada hacker y es desprejuiciada en materia sexual. Sin embargo, y a su pesar, el amor le llega, y no puede concretarlo debido a su aislamiento y desprotección en materia de relaciones sociales. Todo un mérito que consigue conmocionar al lector.

El autor parece querer valorar a la mujer con guiños a través de las lecturas de Mikael, todos libros policiales de escritoras (salvo el del sueco Åke Edwardsson), algunas de ellas poco conocidas en nuestro país: Astrid Lindgren, Val McDermid, Sara Paretsky, Dorothy Sayers y Sue Grafton.

Una novela que no se debe dejar de leer, especialmente por aquellos interesados en seguir los derroteros innovadores del género policial.

Germán Cáceres

La poesía de Mario Jorge de Lellis



Mario Jorge de Lellis:
El trabajo de la poesía (vivir en estado manifiesto)

Por Rodolfo Edwards

Hay ciertas obras de arte que dejan cicatrices en el receptor. Quizás porque tocan alguna fibra íntima provocan un estado de exaltación, una ebullición interna y obligan a levantar la vista buscando la línea del horizonte. Se nos infla el pecho y, como en un trance sonambulista, acompañamos al artista y su obra en un sidecar invisible, sintiéndonos parte de la cosa, partícipes y cómplices del acto en cuestión. En el caso de la poesía, las palabras se reproducen en alguna víscera del lector haciendo brotar esos fluidos internos que los fisiócratas llaman emoción. Qué importante que sigue siendo que un poema emocione. Tal vez esto suene desubicado en estos tiempos ostensiblemente anómicos pero qué bueno es emocionarse, escupir una lágrima, ese transparente y caprichoso catarrito del corazón y mandar a paseo al correlato objetivo de Eliot y a los fríos números de las preceptivas y las toscas academias. A un buen poema hay que montarlo a pelo, se deben sentir los ritmos, las palpitaciones, los sonidos que bajan y suben de tonalidades, los pies deben caminar descalzos por el suelo lleno de esos versos largos, medianos o mínimos, que se esparcen desparejos como la vida. Aclaro que no me gusta toda la poesía, es más: me gusta muy poco de la poesía. Pero para la inteligentzia queda bien decir que uno es “ecléctico” o “cosmopolita”. Yo no soy ecléctico, me gusta un solo tipo de poesía: la que conmueve, la que sorprende e importuna, la que shockea, como una buena hembra, como una comida rica, como un trago fuerte. Todo el resto es gabinete, masonería, solipsismo, indoor games. Un poema es un organismo vivo, un artefacto reluciente y decidor que puede lucir en el ajuar de la dama o del caballero, entre los enseres de la cocina o en el revistero del baño, siempre y cuando tenga ese “touch”, “el ángel” que invocaba Lorca.



Del poeta Nicolás Olivari alguna vez se dijo que sus poemas eran “iracundos, sentimentales y populares”. Esos tres calificativos definen campos infinitamente fértiles y productivos que el sistema poético argentino, su rancia estirpe, solemne y estreñida, se ha encargado de marginar desde sus púlpitos nacarados. De ese cúmulo de textos que conforman mis escrituras sagradas, elijo uno que me parece muy relevante e ilustrativo en esta guerra civil: “Canto a los hombres del pan duro”, del poeta Mario Jorge de Lellis, quien escribió la mayor parte de su producción entre las décadas del cuarenta y del cincuenta (se recomienda leerlo muy despacito, saboreando cada palabra).



CANTO A LOS HOMBRES DEL PAN DURO



Nacen, se reproducen, después mueren.

De cobre son y el cobre los golpea.

Llevan de cobre el corazón y la camisa.

Llevan de cobre las mujeres recias.

Llevan de cobre el ojo y los abuelos.

De cobre son y suenan.



Nacen, se reproducen, después, mueren.

Y es de cobre el vapor del caldo escaso,

de cobre el duro tálamo, la higuera,

el defendible hinojo,

la charla sobre el pan, el hasta cuándo,

las mesas de hule roto, la impaciencia

por ver caras alegres, frutillas, casas propias,

amigos bajo el sol, bajo la siesta.



Nacen, se reproducen, después, mueren.

Fueron cadetes de la industria,

albañiles de andamios,

fabricantes de cosas inútiles modernas,

paladines del aire y del martillo,

fregadores de pisos, humo de chimeneas.



Nacen, se reproducen, después mueren.

¿Quién obtuvo sus sangres?

¿Quién destinó sus vértebras?

¿Quién los puso de gallos en la aurora

caminando y gritando, pateando y acatando,

hirviéndoles la sangre compañera?



Yo los he visto hastiados hasta decir no quiero,

los he visto matando en frigoríficos,

matando en primaveras

en que todo nacía sin motivo aparente

como nacen las flores;

lo he visto con bolsas,

moverse, trabajando, cuando era

la hora de comer,

la hora egregia del amor y del descanso;

los he visto trepados a las torres,

trepados a las viejas torres,

dándoles cal, charlando con los ángeles,

mirando un punto de la tierra,

un solo punto vivo

al cual pertenecían

y por el cual hilaban sus días, sus esencias.



Los he visto volviendo a sus hogares

con la honradez al hombro, mirándose las piernas,

detallándose niños y costumbres,

algunas cosas que suceden,

pisándose las huellas,

hollándose los marzos, los octubres,

los panes sin almuerzo, las amargas cosechas

del frío, las amargas recolecciones para otros

y las amargas siembras

del cobre que resuena en el alma

como un gran acordeón tocando a fiesta.



Yo sé que nacen, sí.

Yo sé: se reproducen. Yo sé: se mueren.

Sé que suenan a cobre, sé que suenan

a rasgadoras fiebres, a pan hermoso y triste.

Tienen hijos de cobre, muy sonoros;

tienen mujeres recias,

cigarrillos baratos en los dedos,

hondas causas vitales manchando sus ojeras.



Están aquí y allá.

Suenan, resuenan.



Son de una gama gris.

Andan y trepan.



Naturalmente cobres, naturalmente solos,

tienen el sol cerrado sobre la mano abierta.

Y un día caen trizados por el tiempo,

con unos ojos amplios hacia el norte

y un pan duro indicando sus presencias.



Son esos hombres duros como el cobre.

Suenan, resuenan.





Las cuestiones estrictamente formales quedan en segundo plano cuando la contundencia del mensaje adquiere una absoluta nitidez. Pero igual podemos hablar del impecable fraseo de De Lellis, su sentido musical siempre alerta, la cantarina fluencia, los contrapesos dentro de un mismo verso, las inesperadas asociaciones sustantivas, los adverbios que dinamizan y airean el poema historizándolo, y esos latigazos que hacen de cada verso una sentencia, una proclama. En definitiva un buen poema es aquel que elige las palabras correctas, lo que es muy arduo, no se logra fácilmente. Reaccionarios de toda laya siempre se encargaron de bajar línea en contra de una fuerte tradición de la poesía argentina que privilegiaba el decir popular. Aprovechando sus lugares de poder vienen limando mentes y espíritus de varias generaciones para convertirlos a su credo de vileza y desprecio. Si a un poeta se le ocurre escribir un panfleto, ¿qué hay de malo en ello? Apenas un artista expresa claramente sus ideas en un texto, tocan pito, largan los perros y estas larvas lo condenan a la papelera de reciclaje. Los poetas sociales siguen siendo señalados como parias, como lúmpenes. Y el sacrilegio consiste en haber cambiado el “yo poético” por el “nosotros poético”. La escolar dicotomía entre forma y contenido parece que nunca fue zanjada: los “formalistas” siguen siendo los porongas y a los “contenidistas” le ponen el sayo de “boludos”, cuando esa división es falaz y maliciosa: hay buena poesía y mala poesía, no hay vuelta que darle, pero como los malos son mayoría, suelen ganar por simples cuestiones aritméticas. La resistencia es fatigosa y larga pero siempre aparecerán voces de los subsuelos, bruñidas de bronca y barro. Todo arte que no rebota en los arrabales y en las oscuras tramoyas de la injusticia para erguirse luego, gallardo y cantor, será un arte pobre, para pocos, estéril y misántropo.



“Canto a los hombres del pan duro” es la puesta en acto de una serie de elementos esenciales de toda gran poesía: vivir en estado de manifiesto, aplicar la experiencia del mundo en la obra como una vacuna para inmunizarse de los virus profesorales, de los castradores, de los buchones que señalan a la oveja que se les escapa del rebaño. Meter el dedo en la llaga, buscando la verdad y encontrarla en una calle cualquiera, desnuda, malherida, pero irredenta. Una radical urgencia vibra en el poema “Canto a los hombres del pan duro” y aun hoy puede darse el lujo de hacer un “fuck you” a los cínicos relativistas. Obsérvese las similitudes de este poema de De Lellis con “Construcción”, aquella enorme canción del brasileño Chico Buarque, otro notable poeta que honró a su tribu. Poetizando la ingrata circunstancia de un laburante, Buarque dice como cosas como éstas:



Sentóse a descansar como si fuese un pájaro,

Y flotó en el aire cual si fuese un príncipe,

Y terminó en el suelo como un bulto alcohólico,

Murió a contramano entorpeciendo el sábado.



Las palabras de disponen como ladrillos de una construcción hasta lograr la canción perfecta. Las implacables acentuaciones esdrújulas al final de los versos unidas a una música estruendosa y machacante sostenida por una sesión de vientos, derivan en una plegaria laica, redonda y rotunda. Golazo. Es realmente improbable que Buarque haya leído a De Lellis, pero igual el tiempo los hermana, los junta en la misma mesa imaginaria de los justos.



“Pan duro”, se llamó un grupo de poetas formado a mediados de la década del 50 del siglo pasado, donde militaron Juana Bignozzi, Juan Gelman y Humberto Costantini. Mario Jorge de Lellis se llamó un legendario taller literario en el que hicieron sus primeros pasos poetas hoy de fecunda trayectoria como Irene Gruss, Leonor García Hernando, Jorge Aulicino y Daniel Freidemberg. Incluso pasaron por aquel taller narradores como Marcelo Cohen y Jorge Asís. Sin ningún lugar a dudas De Lellis formateó a la denominada “Generación del 60”, por ese incontenible impulso vitalista que se derramó generosamente sobre su obra. Así lo recordó su amigo Isidoro Blaisten: “De Lellis era un estupendo creador verbal, capaz de soliviantar los menudos sucesos, darlos vueltas al revés y producir siempre algo inesperado”. Por más que lo sigan ninguneando, la poesía de Mario Jorge de Lellis siempre se erguirá fresca y lozana sobre estas ruinas.

Rodolfo Edwards

Philip Glass: Lo que sé



Estas son las respuestas del músico de vanguardia Philip Glass a la extraordinaria sección “Lo que sé” de la revista norteamericana Esquire.


Por Philip Glass

Siempre supe lo que quería hacer y lo hice.

A medida que envejecés te pasa una cosa muy interesante. En determinado momento te volvés más viejo de lo que eran tus padres cuando murieron. Mi padre murió a los 65. yo tengo ahora 71. El podría haber vivido más, pero hubo un evento desafortunado, un accidente trágico, lo atropelló un auto. En este momento, soy seis años mayor que mi padre cuando murió. Ahora veo a mi padre como un hombre más joven. El es el ahora el joven Sr. Glass.

Cuando uno se convierte en padre, empieza a entender mejor a sus propios padres. Empezamos a entender lo mucho que les debemos, lo mucho que hemos sido formados por su visión del mundo.

Trabajo todas las mañanas sin falta.

Practicás y te volvés mejor. Es muy simple.

No siempre fui la bombita más brillante del arbolito. Era un tipo trabajador, pero en mi opinión yo no estaba entre los más talentosos en Juilliard. No tenía esa brillantez que alguna gente tiene de verdad, pero tenía un tremendo apetito por el trabajo.

La motivación compensa muchos defectos.

Cuando me fui de la Universidad de Chicago tenía 19 años. Volví a Baltimore y les anuncié a mis padres que iba a estudiar música en Juilliard. No quedaron encantados con la idea. Así que fui a la fábrica de acero Bethlehem Steel y me conseguí un trabajo en la fundición por nueve meses, donde gané dinero suficiente para ir a Nueva York y vivir durante un año y estudiar música. No pensé en aquello como un acto de coraje; puede haber sido más un acto de desesperación que otra cosa.

Cuando emprendí el camino de mi propio lenguaje musical, me desvié del mundo de la música seria, según lo entendía la mayoría de mis profesores. Pero no me importó. Podía remar el bote yo solo. No necesitaba estar a bordo del gran transatlántico con todos los demás.

La autoestima proviene de tus padres. Alguien te dice que podés hacer lo que quieras, y les creés.

La pregunta es: ¿qué es la molienda? No: ¿qué es el molino?

La colaboración es la fuente de inspiración para mí.

Cuando era un chico y trabajaba en la fábrica de acero, si te parabas enfrente de la caldera, el calor que salía era sorprendente. Y siento que Nueva York fue, de muchas maneras, la caldera –la caldera cultural–. Tan sólo quedarte parado en ese calor te mantiene animado.

Cuando escuchás por primera vez la música que compusiste vos mismo, está ese momento sorprendente en que la idea que llevabas en tu corazón y en tu mente regresa a vos en las manos de un músico. La gente siempre pregunta: “¿Es lo que te imaginaste que iba a ser?”. Y ésa es una pregunta muy interesante, porque una vez que lo escuchás en el aire, por así decirlo, es casi imposible recordar qué era lo que te habías imaginado. La realidad del sonido eclipsa tu experiencia. El soñador solitario se pregunta: ¿Sonarán bien los cuernos acá? ¿Sonará bien esta flauta ahí? Pero después lo escuchás de verdad, y te encontrás en un lugar ciertamente diferente. La experiencia de ese momento es mi dios.

Cuando estás trabajando de verdad, jugando al tenis en serio, levantando pesas, jugando al básquet, o lo que sea –pasa en los deportes, en la música, en todo–, cuando estás completamente absorbido en el acto, los testigos simplemente desaparecen. Y por esa razón, cuando alguien pregunta “¿Qué tal salió?”, no te podés acordar, porque la persona adentro tuyo que se ocupa de recordar estaba por lo demás ocupada.

Lo que noté es que la gente que ama lo que hace, sin importar de qué se trata, tiende a vivir más.

Philip Glass
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-5372-2009-06-18.html

Diana Poblet: Poemas



Questionamiento


El amor ya está hecho
y quién lo habrá hecho
tan simple, tan ingenuo, tan espléndido
quién lo habrá hecho

quién pudiera a pesar del romanticismo
contrariar la lógica, los lenguajes, la sintaxis
quién lo habrá hecho

así,
sencillo y sin notarlo
sólo esa espina
ése temor al partir
esa nostalgia que se le parece tanto
pero no debiera ser importante
no tan definitivo ni imperioso
algo pasajero y circunstancial
una necesidad fisiológica
un cepillarse los dientes
que de pronto ocupó todos los espacios.

Quién lo habrá hecho.



Aires de permanencia

Qué forma de quedarse

en este burilar ausencia
volverla sólida, inmanente, mula terca,
desamodazarla y quererla
hacerla casi nuestra,
desajenarla,
liberar vientos y sentencias
ser la voz similar
el sentimiento ardiente
la fogata que salve insomnios y abismo

arrullados por el ¡Presente! que gritó la Plaza
los pañales vuelven a sus cabezas canosas de esperar
no dimensionan las hectáreas de Memoria creciente
hoy se camina sin gravedad de pasado,
miles gritaron negando ausencias
aferrados al mensaje que no fue posible desaparecer


Viento, no por llevarte la contraria
dibujes mis cerraduras
no trabes la caricia sin puerta
asilado en alguna lágrima mansa de frío
observa este desboque de junio
que lloriquea muchedumbre
solitaria quebrada de domingo
hoja suicida arrollada por el colectivo

qué pálida es la tibieza
qué mustia esa cabellera de árbol que abriga el asfalto
indiferente y gélido silba el frío entre mis piernas
sugestión imprevista de renombrar
esta bandada de servilletas sin destino

otras ráfagas azotaron
otra costanera se volatilizó
otro silencio de fuego se volvió antártico
y hasta parece que fue ayer.



Inviernoso


Yo trabajo el silencio
Lo hago llama
Alejandra Pizarnik

Viento, no por llevarte la contraria
dibujes mis cerraduras
no trabes la caricia sin puerta
asilado en alguna lágrima mansa de frío
observa este desboque de junio
que lloriquea muchedumbre
solitaria quebrada de domingo
hoja suicida arrollada por el colectivo

qué pálida es la tibieza
qué mustia esa cabellera de árbol que abriga el asfalto
indiferente y gélido silba el frío entre mis piernas
sugestión imprevista de renombrar
esta bandada de servilletas sin destino

otras ráfagas azotaron
otra costanera se volatilizó
otro silencio de fuego se volvió antártico
y hasta parece que fue ayer.



Declaración

Cuando sonreí
debí decir que te amaba
pero ocurrió todo aquello
casi graniza y al final fue sólo llovizna
cayó el muro que no era de Berlín
se derrumbó un murallón de silencio
un pájaro anidó en la estatua de Mariano Moreno
de tu mano brotó una pluma
tu boca abrió las compuertas del olvido
las bombas de Irak continuaron cayendo
los niños pedían monedas
crucé un gato no tan negro
una columna de piqueteros con banderas
y dos perros del baldío
perdí el 60 por incredulidad
tu banco insistía en solitario
el lustrabotas perfumó la tarde con betún
tu voz sugirió un no importa
mi palabra pulsó el silenciador
grotesca me atraganté con letras sin sonido
en ese momento no se movía ni una hoja
fue imperceptible la mirada empañada
ese limpiaparabrisas del ojo
y cuando apenas sonreí
debí decir que te amaba.


Diana Poblet
Tengo un frasco de luciernagas para iluminar la noche que llevo encima- diana poblet
http://remontandosoles.blogspot.com/
http://enlaclaridadelanoche.blogspot.com/
http://diana-poblet.blogspot.com/

Un cuento de Haroldo Conti



Perdido
Cuento de Haroldo Conti Del libro "Con otra gente",

©Centro Editor de América Latina, 1972


El tren salía a las ocho o tal vez a las ocho y media. Recién diez minutos antes enganchaban la locomotora pero de cualquier forma el tío se ponía nervioso una hora antes. Todos los del pueblo eran así. Apenas llegaban y ya estaban pensando en la vuelta. Su padre había hecho lo mismo. La mitad del tiempo pensaba en las gallinas, que comían a su hora, o en el perro, que había dejado en lo del vecino. Para el Buenos Aires era la Torre de los Ingleses, Alem, la avenida de Mayo y, por excepción, el monumento a Garibaldi, en Plaza Italia, porque la primera vez que vino, con la vieja, se extraviaron y fueron a parar allí. Se sacaron una foto y el tipo de la máquina los puso en un tranvía que los llevó a Retiro. De cualquier forma llegaron una hora antes y con todo estaban tan excitados que casi se meten en otro tren.
Mientras cruzaba la Plaza Británica con aquella torre que de alguna manera presidía su vida, vista o entrevista a cualquier hora del día en que pisó Buenos Aires, y luego los años y toda la perra vida, y ahora esa vieja tristeza que le nacía de adentro, bueno, y la torre siempre allí como el primer día. mientras cruzaba la plaza, pues, vió al tío por anticipado en un rincón del hall del Pacífico (ellos todavía decían Pacífico) encogido dentro del sobretodo que olía a tabaco, con la valija de cartón imitación cuero a un lado y un montón de paquetes sobre las rodillas, manoseando el boleto de segunda dentro del bolsillo para asegurarse de que todavía seguía allí.
Lo había llamado dos o tres veces desde el hotel Universo pero él estaba fuera y la muchacha entendió las cosas a medias. Después trato de llegar hasta la casa, a pie, por supuesto, pues los troles y los colectivos lo espantaban. Se había extraviado en algún punto de Leandro Alem y antes de perder de vista la Plaza Británica prefirió volver a Retiro y esperar el tren.
Hacía un par de años que Oreste no veía al tío pero estaba seguro de encontrarlo igual. La misma cara blanca y esponjosa salpicada de barritos y de pelos con aquellos ojos deslumbrados que se empequeñecían cuando miraba algo fijo, el moñito a lunares marchito y grasiento, el mismo sobretodo negro con el cuello de terciopelo, el chambergo alto y aludo que se calzaba con las dos manos y el par de botines con elásticos.
La estación Pacífico se había empequeñecido con los años. Eso parecía, al menos. En realidad era un mísero galpón con un par de andenes mal iluminados. En otro tiempo, sin embargo, veó a todo aquello coloreado por una luz misteriosa. La propia gente estaba impregnada de esa luz. Era espléndida, leve y gentil, como si no fuera a cambiar ni a morir nunca y la estación lucía como un circo. Pero la gente había cambiado de cualquier forma y la vieja estación Pacífico lucía ahora como lo que era, un mísero galpón de chapas lleno de ruidos y olor a frito.
Vio al tío en un banco, debajo del horario de trenes. Parecía muy pequeño e insignificante. Tenía las manos metidas en los bolsillos, las piernas bien juntas, un paraguas sobre las rodillas y la mirada perdida en el aire.
Miraba en su dirección pero no lo veía. No veía nada.
Reaccionó cuando lo tuvo delante. --!Oreste!
Se abrazaron y se besaron, de acuerdo a la vieja costumbre. Oreste dejó que el tío lo palmeara un buen rato. Tenía ese olor familiar, un olor masculino que evocaba a aquellos hombres reservados de su infancia que le sonreían, con breve indulgencia, como el tío Ernesto, grande como un ropero y delante del cual tragaba saliva invariablemente, o el gran tío Agustín, la única vez que lo vió el día que vino de Bragado en aquel Ford A con cadenas que echaba una nube de vapor por el gollete del radiador, o al propio tío Bautista cuando era el mismo por entero y no apenas esta sombra.
Se apartaron y el tío pregunto sin soltarle los brazos:
---¿Cómo va? --Bien, bien.
Se miraron y sonrieron un rato y después se volvieron a abrazar.
- --¿Y usted, que tal? --Bien, bien.
---¿La tía?
---Y, bien.....
Le puso una mano sobre un hombro y lo miró largamente. Oreste sonrió despacio. Estaba acostumbrado a aquel estilo.
---¿A qué hora sale el tren? --A las ocho y media.
---Son las siete y cuarto. Vamos a tomar algo.
---No... mejor nos quedamos aquí. ¿Adónde vamos a ir? Entre que arriman el tren, y enganchan la locomotora se va el tiempo.
Sí, pero nosotros no tenemos nada que ver en todo eso. Vamos.
---¿Y a dónde? No hagas cumplidos conmigo, hijo.
Estuvieron forcejeando un rato hasta que por fin lo convenció y se metieron en el bar de la estación. Consiguieron un lugar desde el cual, a través de una perspectiva complicada, veían un pedazo del andén número 4.
Oreste pidió hesperidina y el tío, a fuerza de insistir, un Cinzano con bíter.
---¿Cómo se largó hasta aquí?
---¡Eh!... hacia tiempo que lo tenía pensado.
El tío miró el reloj del bar y puso cara de espanto.
---Está parado --dijo Oreste sujetándolo por un brazo.
No parecía convencido. Sacó y examinó el viejo Tissot con agujas orientales.
---¿Que te decía?... ¡Ah, si! Vine a ver a mi primo, Vicente. Hacía seis años que no lo veía. Somos del mismo pueblo, Baigorrita. Le estaba prometiendo siempre. Que hoy, que mañana. Sorbió un traguito de Cinzano.
---Está viejo. Casi no lo conozco.
Permaneció un rato en silencio con el mismo gesto abstraído que tenía cuando esperaba en el hall.
---¿Qué tal? ¿Como va eso?--volvió a preguntar con desgano.
---Bien, bien.
---¿Se progresa?
---Se progresa.
Se miraron con afecto, sonrieron y callaron.
El tío había sido siempre así. El tío y todos ellos.
---Traje una punta de encargues. La tía me pidió unas latas de "Sal de Hunt". Hace mas de un año que anda detrás de eso. Fui a buscarlas a Junín hace dos meses. No... en noviembre. Hace cuatro meses.
---¿Para qué sirve?
---Para el estómago. Es una gran cosa. La gente toma ahora toda clase de porquerías, pero esto es realmente bueno.
Silbó una locomotora y el tío se alarmó.
---Falta todavía.
Volvió a mirar el reloj y sorbió otro poco de Cinzano.
---Bueno, fui a la Franco-Inglesa y conseguí todo lo que quise. Le mostré el tarrito al tipo y me dijo: "Cuantos quiere?". Apenas lo miró. ¿Te das cuenta?
Dentro de un rato iba a desaparecer en la ventanilla de un vagón de segunda y no lo vería hasta dentro de cuatro o cinco años. Había otros cinco antes de ahora. Su viejo desapareció así un día y no lo vió más.
---¿Qué tal todo aquello? --preguntó Oreste después de un rato.
Todo aquello. Era un roce lastimero, un crepitar de años envejecidos, una pregunta hecha a si mismo, a un negro hoyo de sombras.
---Igual.
---¿Los muchachos?
---Siempre igual.
Callaron otra vez.
El tío hizo girar la copa y sorbió el último trago.
---¿Qué hora es?
---Las ocho menos cuarto.
El tío saco el reloj y lo observó inquieto.
---Casi menos diez. ¿Vamos?
Oreste dudó un rato.
Vamos.
Estaban enganchando la locomotora. El tío recogió los paquetes y la valijas y comenzó a caminar apresuradamente hacia el andén número 4. Parecía haberlo olvidado.
Oreste trató de tomarle la valija y el tío lo miró con extrañeza.
---Está bien, muchacho. No te molestés.
---Dele saludos a la tía. A todos.
---Gracias, querido. Gracias.
Corrieron a lo largo del tren tropezando con los tipos de segunda que corrían a su vez como si la estación se les fuera a caer encima y metían por las ventanillas los chicos o las valijas para conseguir asiento. El tío trepó a uno de los vagones cerca de la locomotora y al rato sacó la cabeza por una ventanilla.
---¿Cuándo vas a ir por allá? -preguntó mirando mas bien a la gente que se apiñaba sobre el andén.
---Apenas pueda.
---Tenés que ir, eso es. ¿Cuándo dijiste?
---Cuando pueda.
El tío se apartó un momento para acomodar la valija. Después se sentó en la punta del banco y permaneció en silencio.
Se miraron una vez y el tío sonrió y dijo:
---¡Oreste! . . .
Él sonrió también, desde muy lejos, al borde del andén.
Sonó la campana y el tío asomó apresuradamente medio cuerpo por la ventanilla.
---¡Chau, querido, chau! -dijo y lo besó en la mejilla como pudo.
Trató de besarlo a su vez pero ya se había sentado.
El tren se sacudió de punta a punta. El tío agitó una mano y sonrió seguro.
Oreste corrió un trecho a la par del tren. Corría y miraba al tío que sonreía satisfecho, como aquellos hombres de la infancia.
Luego el tren se embaló y Oreste levantó una mano que no encontró respuesta.

(Del libro "Con otra gente", ©Centro Editor de América Latina, 1972)

Entrevistas: Ana María Bovo



“La sencillez es trabajosa”
Su primer libro, Rosas colombianas, está emparentado con el mundo de las telenovelas y tiene un tono que por momentos remite al folletín. Fiel a su vocación narradora, Bovo cuenta que, en el proceso de escritura, se contaba la novela a sí misma.

Por Silvina Friera
En el living de Ana María Bovo no podían faltar las rosas colombianas de color pastel. No son un decorado más en ese departamento de la calle Balcarce, que conserva las puertas y buena parte de los azulejos y cerámicas originales de 1928. Esas rosas, contraseña de las adictas a la telenovela Café con aroma de mujer, que llevaba la heroína, Ga-viota, en su corona de novia, son un elemento clave en la vida de Inés, la protagonista de Rosas colombianas (Emecé), la primera novela de Bovo. “Nunca me había entusiasmado tanto con una telenovela. Durante ocho meses tuve una certeza al despertarme: entre las tres y las cuatro de la tarde iba a sentirme bien”, admite Inés, que prefiere hundirse en el sopor de los cafetales, en un clima de pura ilusión, para desentenderse de las cosas que no funcionan, como su matrimonio. Para esquivar esa tristeza típica de un divorcio anunciado que no se quiere asumir, ella se dedica a solucionar los problemas de su plomero italiano.
Estructurada en tres partes y con un tono por momentos cercano al folletín, la trama invita a sumergirse en tres momentos de la vida de la protagonista marcados por las pérdidas –el marido, la desaparición de su prima Elena– y los viajes a España, donde conocerá a sus tías andaluzas, Emilia y Anica, dos personajes inolvidables que parece que se hubieran escapado de un film de Almodóvar, sobre todo Anica. Aunque dejó de estudiar porque tenía la “inteligencia dormida”, esa anciana de “gracia fina” es una maestra por su manera de hablar, por esa oralidad que es una delicia para el oído de los lectores. “Y ahora vienes tú, como una paloma que trae el olivo en el pico para decirme que yo, del otro lado del mar, también tenía familia”, le dice Anica a su sobrina.
Como si necesitara de la protección y la sabiduría de Anica, a quien conoció realmente en un viaje a España, para esta nueva etapa en la que estrena “tímidamente” el oficio de escritora, Bovo tiene una fotografía de la anciana donde aparece sentada a la mesa de la cocina de la casa de su ama con vestido negro, un mantón de lana y el pelo tirante sujeto en un rodete. Actriz, docente, narradora oral y flamante escritora, con humor zumbón desmiente el mito de lo tenebrosa que puede resultar la experiencia de la escritura. En la entrevista con PáginaI12 cuenta que el proceso de pasar de la oralidad a la letra impresa fue un espacio de felicidad. “Yo tenía entendido que a veces la escritura es muy tortuosa, que la página en blanco genera angustia, pero por recomendación de mi médico salía a caminar tres veces por semana. Al principio me daba pereza, pero aproveché esas caminatas para rumiar la novela en mi cabeza. Primero concebí la estructura y, cuando la armé, supe cómo empezaba y terminaba cada una de las partes que eran bastante autónomas entre sí. Toda la concepción de la novela se dio del mismo modo en que concibo los textos para mis espectáculos”, explica Bovo. “Muchas adaptaciones literarias todavía no las llevé al papel, las sigo teniendo en el disco rígido de mi memoria. Después de rumiarla en silencio, me contaba la novela a mí misma, la decía en voz alta; por momentos la escribía en borradores, a mano, porque no manejo el teclado, y después gracias a mis asistentes, Lourdes y Gabriela, aparecía escrita en la pantalla de la computadora. Luego la imprimía, la corregía, volvía a rumiarla y volvía al papel.”
Bovo, que actualmente está presentando un espectáculo de narración oral, Relatos. Nuevas y viejas historias, en Clásica y Moderna (ver aparte), señala que por su oficio de narradora buscó deliberadamente escribir la novela de esa manera. “Quería conservar para la voz de Inés una impronta fuerte de oralidad, que hubiera más panorama de la acción que panorama de la conciencia, que los personajes se mostraran a partir de lo que hacían y decían, que se presentaran así mismos como se presentan los personajes en el cine.”
–¿Qué fue lo que más le costó en ese pasaje entre la oralidad y la escritura?
–Hacer la mediación, que la novela estuviera bien escrita, preservando la sencillez y la impronta de oralidad. La sencillez fue lo más trabajoso para mí, porque por momentos me tentaba ponerme más compleja. Renunciar a “mostrarse inteligente” me costó un poquito, quizá porque tenía una platea temida de lectores, otros escritores, que a lo mejor podían pensar que simplificaba demasiado la escritura. Pero finalmente me afiancé en algo que a mí me ha dado mucha satisfacción a lo largo de mi trabajo como narradora que es, como dice Truman Capote, “escribir claro como un arroyo que corre por el campo”.
–Además de sus tías andaluzas, ¿qué otros materiales autobiográficos utilizó?
–Yo viajé con mi plomero italiano a Italia para que se reencontrara con su madre; fue un personaje muy entrañable para mí y para mi hija, sólo que cuando vi la telenovela Café con aroma de mujer, él ya había muerto. A partir de experiencias autobiográficas desplegué todo un mundo de ficción que a la vez me otorgó nuevos recuerdos, como si ahora dudara un poquito de la verdad que se puede verificar de la verdad verosímil de la ficción. Cuando un 22 de septiembre de hace veintidós años atrás conocí a mis dos tías andaluzas, no sabía que ahí tenía el germen de una novela ni que iba a ser escritora, si es que me puedo llamar así a partir de esta primera novela. Las rosas colombianas llegaron a mi vida después, un poco a través de la telenovela y de mis visitas al mercado de flores. Yo añoraba mucho las rosas de los jardines de los barrios, o de los fondos de las casas de los inmigrantes, que son unas rosas más desprolijas. Se fueron mezclando vivencias personales con la ficción, y la novela fue adquiriendo autonomía por fuera de mi experiencia personal.
–¿Rosas colombianas es un homenaje a la telenovela?
–No pretendía hacer un homenaje a la telenovela, pero sí quería darle el lugar que tiene en la construcción del ideal amoroso, de los amores para toda la vida. El divorcio de Inés es la ruptura del final feliz que ella esperaba para su vida, de un amor para siempre, y a partir de eso empieza esa travesía en busca de una nueva identidad. No me propuse un homenaje, pero a partir de la energía, de la alegría que me dio a mí Café con aroma de mujer, hay un acto de gratitud hacia esa felicidad de suspender el espacio de la siesta, como dice Cecilia Absatz en su ensayo, dejar atrás el malhumor de los colectiveros, las corridas bancarias y sumergirse en ese lugar de sensualidad y de ensoñación que proponen las telenovelas.
–¿La telenovela es un elemento de socialización entre las mujeres?
–Sí, de empatía, de conversación. Compartir una telenovela es el brote de una conversación. Con Café con aroma de mujer me pasó que la alegría de la protagonista, a pesar de su desventura, me resultaba muy sanadora, como un acto de reparación. Inés hace el recorrido de la heroína de una telenovela porque va superando muchas adversidades y termina sabiendo quién es en el final. Cecilia Absatz dice en Mujeres peligrosas: la pasión según el teleteatro que muchas veces en las telenovelas hay un señuelo amoroso detrás del cual va la heroína, pero que fundamentalmente está conociéndose a sí misma. Inés no quiere renunciar a los finales felices, yo tampoco quería que renunciara...
Bovo confiesa que “tímidamente” empieza a sentirse escritora. “Creo que empecé a serlo hace tiempo, cuando escribía mis propios espectáculos, pero como los iba rumiando en mi cabeza, no les otorgaba entidad literaria. Ver la novela publicada empieza a devolverme la imagen de escritora. Adivino ahí un porvenir interesante. Cuando sea muy mayor y no pueda salir a escena, seguiré escribiendo”, bromea. La tía Anica, que vivió en el pueblo Alsodux y murió a los cien años, se devora literalmente la tercera parte de Rosas colombianas. Bovo recuerda que aunque Anica fue sólo tres meses al colegio, tenía una impronta poética muy arraigada en el decir popular. “La gente te regala unas frases maravillosas, la copla sigue estando a flor de piel, en boca de todos; te sumergís en agua fresca y surge a borbotones lo que ellos llaman la ‘gracia fina’. Las vecinas decían de Anica que era ‘fina como los corales, detallosa como ninguna’. Elaboraban frases con una naturalidad enorme, escuchabas literatura oral todo el tiempo, sin que se propusieran ser inteligentes.”
–Una de esas frases maravillosas que repetía Anica es que tenía “dormida la inteligencia...”
–Ella contaba que la habían retirado de la escuela porque la maestra le había dicho a su patrón que su inteligencia estaba dormida. Anica me preguntaba si creía que la inteligencia podía despertarse alguna vez (risas). Ese encuentro fue muy enriquecedor para mí. Como tengo el entrenamiento de oír, traté mucho de captar desde el oído. Muchas veces me detenía en las puertas de las casas, cuando recorría el pueblo de-sierto a la hora de la siesta, porque las mujeres cantaban mientras lavaban los platos o tendían la ropa. Eran unas voces conmovedoras... Cuando Emilia abría las puertas del cementerio, decía, como Gabi, Fofó y Miliki: “¡Cóomo están ustedeees!...”, esa manera tan festiva de entrar a un cementerio era muy loca y hermosa.
–Se nota en la novela que la relación de sus tías con la muerte es muy natural, no es algo trágico...
–Me fascinó que la muerte fuera como un tránsito más. Había una espera de la muerte que la sobrellevaban no diría con ilusión, sino con mucha naturalidad. La única ambición que tenía Anica era tener una tumba propia, era su único lugar de obstinación, no había tenido casa propia y quería una tumba a estrenar (risas).

Silvina Friera
Entrevista publicada el 10/06/2008 por Página12
http://www.pagina12.com.ar/

Marta Pizzo: Un nuevo tango



A cielo Partido (tango) 2008
Letra y Música: Marta Pizzo

A mi ciudad le están prohibiendo todo el cielo
con una fría cachetada de hormigón;
monstruos de hierro se le oxidan en el pecho,
bloques de olvido van clavando su aguijón.

A mi ciudad le están saqueando el arco iris
y ya no queda ni un silencio por robar.
Se van los pájaros, el verde se hace humo,
la urbanidad le muerde un sol por madrugar.

Estribillo

No tengas miedo, hay brazos bien alerta
no es tu destino ser trasto de ocasión.
Somos tu vuelo, aquel tejido de un abuelo,
un poco origen, un poco inmigración.
A vos te tiembla la piel de la memoria
y a mí me sobra coraje y decisión;
los típicos verdugos de tu historia
son sólo torres, vos reina y corazón.

A mi ciudad le están jaqueando los recuerdos.
En cada ochava llora el duende de un buzón,
desorientado esquiva el viento tanta reja,
la plaza estéril dominguea su prisión.

Ay Buenos Aires, si te fraguan tanto muro
la identidad de tu canción va a sucumbir.
Entre pilares, pavimentos, tabiques y tormentos
mi voz será quien te haga resistir.

Repite Estribillo

Entre pilares, pavimentos, tabiques y tormentos
mi voz será quien te haga resistir.


laMart@ngo
http://www.puertopalabras.blogspot.com/
http://www.myspace.com/martapizzo

Cincuenta años sin Scalabrini Ortiz



El intelectual desgarrado

Intelectual central para entender una época, hizo la autopsia de la economía británica en Argentina, defendió la neutralidad en la guerra, continuó la elaboración de una metafísica de la Patria y su gente. De Forja a su larga continuidad, dos reflexiones sobre un personaje necesario.

Por Horacio González

OPINIÓN

Scalabrini manejaba teodolitos y aparatos de mensura. Un remoto temple positivista reinaba en su conciencia literaria. ¿Dónde y cuándo, como si fuera un narcótico salvador, se aloja en su profesión de agrimensor el tema del “hombre colectivo”? Se diría que siempre en Scalabrini convivieron los humores del positivismo paleontológico –herencia paterna– y los arrebatos del escritor sorprendido por el mito, la “creencia como magia de la vida”, cuestión que toma de Macedonio Fernández.

Pudo haber sido un aguafuertista, como Arlt. Algo de eso hay en La manga, sus cuentos de la década del veinte. Pero Raúl Scalabrini Ortiz abandonaría muy pronto su tributo a una literatura influida por aires decadentistas. Allí estaban la angustia de las muchedumbres, la relación de la locura con el genio y las memorias en primera persona de escritores desesperados.

Se equivocaría con él Hernández Arregui cuando festeja el discurso de la economía política crítica que informa la obra de Scalabrini, pero intenta separarlo de lo que llama las “neblinosas concepciones” tomadas de la obra macedoniana. No es así, una cosa está enlazada inseparablemente a la otra. Sin el autor de Papeles de Recienvenido no hay Scalabrini. Ni hay tampoco Borges o Marechal. Y tampoco hay Scalabrini sin el extraño telurismo que obtiene de la obra de Ameghino, apenas trasladándolo del naturalismo evolucionista hacia el cariz vitalista de un encierro moral que un día obtiene su resarcimiento súbito.

Scalabrini tuerce destinos literarios y científicos, de todo se impregna y todo reutiliza bajo su sello original, su revelada arrogancia. Con esas herramientas de desobediencia no solo leyó la historia de una postración nacional, sino que puso las bases para que no se pudiera hablar de imperialismo sin postular un sujeto moral en permanente convulsión. Esas “muchedumbres” que ya estaban en su obra juvenil, que recibe de la literatura social modernista. También presentes en El hombre que está solo y espera, lo que lo acerca aunque sea alusivamente al hombre social que surge de la venerable leyenda de la tierra poseída en común, que habían postulado los populistas rusos en el siglo XIX.

No es que Scalabrini manejara estos materiales de mezcla sin conciencia de lo que hacía, pues su idea del subsuelo es precisamente la de una fragua enterrada que mixtura lo artístico, lo social y la praxis de un mito reparador. Pero acaso sin percibirlo, ese vida subterránea encantada mantenía a la distancia un aire lugoniano en el estilo de su conciencia agónica y en la mención, no ocasional, de un personaje de la épica intelectual de todos los tiempos. Se trataba de un personaje dispuesto a mostrar en todo momento el honor desesperado de sus verdades: el escritor seducido por un arte de inmolación.

Para Scalabrini, el sujeto que garantizaba el sentido profundo de las cosas tenía un rostro compartido entre el jacobinismo de ínfula romántica y la investigación del archivo sigiloso de las fuerzas que generan el vasallaje nacional. Los investiga con la garra de un científico de las ciencias exactas, en la soledad empírica de su laboratorio.

Por otro lado, le importaba el lado agreste y revolucionario del misterioso secretario de la Primera Junta. El era un morenista. En cambio, no le importaba Rosas, a diferencia de tantos otros hombres de su generación y de su credo.

Aquel sujeto scalabriniano –en conmoción– tenía diversas traducciones. Para Jauretche asumía la figura de un payador de filo, contrafilo y punta. Para Hernández Arregui la de un proletario con conciencia nacional. Para Cooke la de un partisano lector de “manuscritos juveniles” un tanto luckacsianos. Pero para Scalabrini era propiamente el intelectual agonístico siempre al borde de ofrecerse en sacrificio público por la causa de una nación. Una causa que podía ir de la nada a la profecía. Este rasgo no lo toma Scalabrini del nacionalismo de alta escuela sino que lo encuentra en su propia concepción sacrificial. En un padecimiento novelado, con el que quería significar la alegoría misma de la desdicha nacional. Se atormenta una conciencia lúcida individual cuando ve sufrir al cuerpo nacional, antiguo tema del lirismo trascendentalista.

Sin embargo, Scalabrini es alegórico donde Lugones, en su suicidio, es resolutivo. Y es historicista con una visión progresista de la historia, allí donde los Irazusta o Ernesto Palacio son explícitos hombres de honor, duelistas declarados, tanto como eufóricamente lo fue Jauretche.

Todo esto ya está insinuado en El hombre que está solo y espera, un escrito absolutamente modernista al que solo la metafísica que absorbe de su maestro Macedonio Fernández le impide el giro carnavalesco que el mismo tema tiene en Brasil en la figura de Macunaíma o de la antropofagia de Oswald de Andrade. En el siempre recordable Hombre de Corrientes y Esmeralda se halla el arquetipo de una redención amorosa y fraternal, tallada en la inocencia de las multitudes argentinas de las que ya se había ocupado el ensayismo nacional de todas las épocas. Pero en Scalabrini se encuentran volcadas a una epopeya melancólica, a una epifanía de la que surgiría un hombre social emancipado, a partir de los planos internos de una naturaleza mítica. Saldría ese hombre del interior de la geografía, de los ríos, la fauna. De las piedras de las ciudades. Así, Scalabrini va recorriendo un camino. Desde lo inanimado del mineral iniciático, hasta al soplo de la vida liberada.

La famosa descripción del 17 de octubre del ‘45 implica una literatura mitológica, creacionista, con elementos tectónicos y políticos a la vez. Por otro lado, presenta de la manera más original posible, con simultáneo envoltorio mítico, social e histórico, el recorrido de un frente nacional obrero-campesino y criollo-inmigratorio. Hermanados, van el “peón de campo”, el “obrero de las hilanderías”, el “rubio inmigratorio”, el “morocho de overol engrasado”. Es la marcha de los mismos funámbulos que aún hoy –en estos mismos días– son interrogados por literaturas que quizá no consiguen alzar vuelo, aunque se presentan en el afán de dar reinicio a otro ciclo de la memoria crítica nacional.

Martínez Estrada había visto lo mismo, esa gran marcha de espectros, pero como primero creyó que debía condenarla para luego ir él mismo, ¡en persona! a salvarla, logró ser un verdadero incomprendido pues quedó tan solo la primera parte del argumento y no la que le seguía y lo justificaba. Injustamente se lo consideró así un antagonista de Jauretche y Scalabrini cuando en realidad era su complemento secreto. Una suerte de no declarado forjista en la Buenos Aires vista como “cabeza de Goliat”.

Scalabrini es hijo de una irrepetible conjunción. Pensó la economía política con las categorías del Lenin del Imperialismo, fase superior del capitalismo, pero lanzó su escritura como si fuera una réplica macedoniana de los papeles de recienvenido. Este era un hombre macedoniano burlesco, pero también un personaje que estaba solo y esperaba. Sólo que su humor patafísico originario es reconvertido por Scalabrini en un estilo grave y dolorido, del que denuncia en tanto humillado, en tanto perseguido. Entonces, Scalabrini no se privó de la justa altanería del profeta en el desierto, aunque a su alrededor crecían los lectores, que al mismo tiempo que se informaban sobre las formas imperiales de dominio, sentían que se operaba un llamado “desde el subsuelo”. Era la voz que intranquilizaba y urgía. Faltan hoy esos llamados.

Halperin Donghi se equivoca al relativizar a Scalabrini por prácticas que llama “demonológicas” en el lugar que debía haber análisis histórico–sociales. Este tema vale la pena debatirlo. Las de Scalabrini no son tanto demonologías como un capítulo esencial de la historia intelectual argentina, solo que definiendo al intelectual no como un ser irónico –-como lo hace de Halperin– sino con un ser intenso, turbado y agonal.

Una de las piezas maestras scalabrinianas, la “Destitución de Aramburu y Rojas”, publicada en la revista frondizista Qué, permite evaluar al paradoja del intelectual crítico. Frente al mismo Perón intenta rectificar los rumbos que juzga equivocados del gobierno surgido de las agitaciones del ‘45, mientras aquellos militares golpistas en su momento recibirían prebendas y medallas. Luego del golpe, es el intelectual que se había declarado disconforme el que saldrá a defender al gobierno derrotado por esos almirantes y generales, los mismos que en su momento habían sido parte del “sistema”. Como intelectual “descarnado” Scalabrini deberá mostrar que no pertenece ni pertenecerá a los dominios del Estado sino a una república utópica de revelaciones intelectuales y catacumbas pasionales. No hace demonología sino vivisección social con datos estadísticos sobre ferrocarriles y petróleo. No hace sociología política sino que se implica en una rara suerte de mesianismo realista, un patriotismo de cuadros estadísticos y democracia radicalizada.

Como nacionalista popular, Scalabrini esgrimió una economía de emancipación; como escritor amante de alegorías, fue poseído por una metafísica vitalista. Esta explosiva fusión es aún un ejemplo para los tiempos que corren. Verdaderos materiales faltantes en una vida nacional embotada que es menester recrear y despertar. Con ellos, Scalabrini sigue ofreciendo su pócima moral. La soledad junto a la esperanza. No las dos cosas separadas, como querrían los apenas ensimismados y los solamente bienhechores. Sino esas dos éticas actuantes en común. La del anacoreta en su cartuja avizora y la del expectante con su manojo de papeles de requerimiento y advertencia. Con ellos se dirige a las multitudes que siempre se hacen presentes, y siempre hacen notar un dolorido rasgo de ausencia.

Horacio González
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-125865-2009-05-31.html

Osvaldo Bayer: El Gringo Tosco y sus circunstancias



Por Osvaldo Bayer

Otra vez más la Etica triunfa en la Historia. He estado en Córdoba para llevar al público joven mis recuerdos del Cordobazo. Cuarenta años después. Quedó en claro en todos los actos el desprecio profundo hacia los dictadores de turno de aquella época y de sus obedientes uniformados. Y por supuesto de sus civiles que llegaron a cualquier traición a los principios éticos con tal de alcanzar poder. Y límpidos, así, límpidos, con la fuerza de esa palabra, los herederos del pueblo. Los que pusieron el rostro en la primera fila de la gente en la calle. La voz, el coro, la protesta como única arma, pero la razón de esa protesta contra los represores, los defensores de los intereses sucios del egoísmo. Ese Onganía, ese general estreñido, el monumento al egoísmo y de la orden del grito y el cuerpo a tierra.

Los trabajadores y los estudiantes, qué conjunción. El basta a la dictadura militar, el sí al derecho a la libertad, el sí a la vida digna, el no al mandoneo, a las rejas, a la humillación diaria. Y en todos los actos, en todos los seminarios surgió una figura. Agustín Tosco, el Gringo. Allí, con su traje de trabajo en el medio de la primera fila haciendo frente a los lanzagases y a los siniestros bastonazos de aquella policía.

Me pidieron que relatara mi experiencia con el Gringo cuando por el gremio periodístico delegado ante los congresos de la CGT. Y allí estaba él. Siempre sabíamos que se iba a poner de pie para hacer escuchar su protesta o su propuesta. Un idioma distinto. Lo vi trenzarse con Vandor, cuando éste recibía el apoyo del dictador Onganía y Tosco sabía que al salir lo podían esperar para el puñetazo o las esposas. O más tarde, en sus trenzadas con Rucci, el metalúrgico obediente y cauteloso. El mejor documento fue esa discusión en Canal 7, entre los dos, donde quedaron claras las posiciones. Rucci, que no quería meterse con el sistema, y Tosco, que veía como única salida digna una lucha para cambiar esa sociedad plena de promesas, de modificaciones para no cambiar nada y niños con hambre. Sí, esas expresiones textuales dichas ante la pantalla: Tosco: “El Movimiento Nacional Intersindical es socialista, levanta la bandera de la liberación nacional y social”. Rucci: “El peronismo plantea la unidad de todos los sectores, no plantea la lucha de clases. Bien lo ha dicho el general Perón”. Tosco: “Nuestra visión del socialismo nace incluso en el programa de Huerta Grande, del manifiesto del 1º de mayo de la CGT de los Argentinos y del documento de octubre del Movimiento Nacional Intersindical. Nosotros queremos rescatar los medios de producción y de cambio que están en manos de los consorcios capitalistas, fundamentalmente de los monopolios, para el pueblo, socializarlos y ponerlos al servicio del pueblo. Nuestro punto de vista es que deben desaparecer las clases y que debe existir una sola clase, la de quienes trabajan. Y no como ahora que existe la de los explotados que trabajan y las de los explotadores que sólo viven del esfuerzo de los demás”. Rucci: “Eso no es socialismo sino marxismo”. Es cuando el locutor le progunta a Rucci: “¿Usted le tiene mucho miedo al marxismo?”. Y Rucci le responde: “No, no le tengo miedo. Pero considero que el marxismo ya no tiene más vigencia en el mundo”.

La lucha del Gringo Tosco fue contra la burocracia sindical. Lo demostró con su ejemplo. Han salido muchos libros ya con testimonios de los que lo conocieron y hablan de su total humildad en su forma de vivir y de vestir. En el libro Tosco, grito de piedra, el doctor Habichayn relata que cuando estuvo preso, Tosco se opuso a que el sindicato de Luz y Fuerza le hiciera llegar a su familia un dinero para cubrir las necesidades inmediatas. No aceptó eso de ninguna manera. Lo rechazó de plano. Planteó que jamás se debía sacar dinero del sindicato y que, en todo caso, si algunos compañeros querían aportar voluntariamente, lo aceptaría. Eso le parecía lo correcto. Apelaba a la conciencia de los trabajadores.

La solidaridad. Lo mismo ocurrió cuando estaba preso en Trelew y el ERP hizo el operativo para liberar a los detenidos. El propio Gorriarán Merlo, uno de los presos participantes, le ofreció un lugar a Tosco en el auto que los iba a llevar al aeropuerto y de allí volar hacia Chile, y de esa manera quedar libre. Tosco, le agradeció pero dijo: “No, yo quiero que me liberen los trabajadores con sus acciones solidarias pidiendo mi libertad”. Y se quedó.

Su compañero de prisión, Suárez, dirigente obrero, relata: “El Gringo Tosco era uno más lavando los platos en la cárcel, sin aceptar cualquier ventaja que le pudiera dar su nombre o el respaldo de todo un gremio y todo un pueblo que estaba detrás de él. No permitía ningún privilegio, al contrario, exigía que se lo tratara exactamente como se nos trataba a nosotros”.

Me tocó en suerte también esta vez presentar el bello libro de fotos de Tosco y sus acciones llamado Tosco, la calle tiene memoria, de Adrián Jaime. Es el mejor testimonio del coraje civil y la humildad de este héroe, de este Hijo del Pueblo: siempre adelante en las marchas, siempre dirigiendo la palabra en las manifestaciones. El Cordobazo queda ahí mostrado desde sus aspectos más emocionantes.

La muerte del Gringo iba a desbordar todos los cánones de la tristeza. Morirá perseguido por las Tres A. Estaba muy enfermo de cáncer. Pero no lo pudieron internar en un hospital para su tratamiento porque allí lo iría a buscar la banda de asesinos de López Rega. Igual, sus amigos hicieron todo lo posible para atenderlo. Un médico amigo lo visitaba. Finalmente falleció de un tumor. Lo que nunca podrán explicar los sindicalistas del oficialismo de entonces es cómo ellos no le ofrecieron ayuda, lo internaron en uno de sus hospitales y le pusieron una guardia especial. Pero no. Fue más fácil lavarse las manos diciendo “fueron las Tres A” y no nosotros los que le hicimos la vida imposible.

Nos imaginamos ésa su última soledad. Su sepelio convocó a veinte mil personas. Pero en determinado momento atacó la policía y la gente fue golpeada y perseguida. Muchos se tuvieron que refugiar entre las tumbas del cementerio. Por haber ido a despedir a un hombre honesto. Pero la verdadera Historia no perdona. Pese a a su persecución, hoy Tosco es uno de los héroes máximos de los trabajadores y del pueblo todo. Comparable con aquellos que en el siglo XIX comenzaron a organizar las “sociedades de oficios varios” para lograr una vida un poco más digna, a pesar de la cruel ley 4144, de Julio Argentino Roca, por la que se expulsaba a todos los extranjeros que impulsaran ideologías “contrarias al ser nacional”. Como decían los oradores salidos de las “casas bien” de aquel entonces.

Después de regresar de Córdoba, al día siguiente fui a visitar la cárcel de Ezeiza, de mujeres. Presas “comunes”. Les hablé a ellas de los ideales de mayo y de aquella increíble asamblea del año trece que prohibió “para siempre” el uso de tormentos en la averiguación de delitos. 1813. Ciento veinte años después el militar Uriburu oficializaba de facto el uso del invento argentino: la picana eléctrica del comisario Lugones. Y 160 años después, Videla, Massera y Agosti la utilizaron como utensilio diario en los lugares de detención. Y ya en nuestros días el occidental y cristiano, Bush oficializaba la tortura en Guantánamo. Cuando me oyen, las presas de Ezeiza despuntan una sonrisa burlona como diciendo “todo sigue igual”. Tres de ellas muy jóvenes me hablan para decirme que no se les permite estar con sus pequeños hijos porque ellas son menores de edad. Una de ellas es ya madre de tres niños. Se quejan porque los organismos de derechos humanos nunca las visitan. Tienen urgencia de confiarles sus sufrimientos. “Por aquí, nunca vienen”, me dicen y me miran con ojos muy tristes, sin esperanzas.

Hace mucho frío. He tenido que darles la clase en un salón sin calefacción, pese a la temperatura. Tengo luego que caminar por los playones de la cárcel más de un kilómetro hasta la salida porque no hay servicio de transportes. El diablo debe estar gozando, me digo. Y pienso en las largas prisiones que sufrió el gringo Tosco en estas tierras de las espigas de oro.

Osvaldo Bayer
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-126178-2009-06-06.html

Agustín Tosco: El nombre del cordobazo



29 de Mayo 1969 -29 de Mayo 2009

"Agustín Tosco es uno de los más nítidos Hijos del Pueblo. Ese nombre se les daba, a principios del siglo XX, en las organizaciones obreras, a quienes había dedicado toda su vida a la solidaridad, a la dignidad. Su retrato tendría que colgarse en todos los sindicatos del país y más aun, por sus manos limpias y la pureza de su pensamiento, en todos los colegios y universidades del pueblo."

Osvaldo Bayer


AGUSTÍN TUMULTO

Sí Tosco, sí Agustín,
como hace la madera,
con la tenacidad de la flor que no cesa,
de ese modo Agustín, Tosco como la tierra
en donde el Cordobazo alzó su polvareda,
como ese grito tuyo que sale de las fábricas,
de los talleres grises y las villas miseria.

Sí Agustín tumulto, de esa manera entera,
avanzamos contigo y con la clase obrera.
Nadie sabe en qué aire te volviste bandera
transparente Agustín de overol primavera.

Toscamente Agustín, sangre de sangre nuestra
córdobamente hermano para que el día vuelva
contigo en cada nido, en cada campanario.
Y el motín de palomas que de tu sangre vuela.

Nadie se ha detenido, nadie te ha dicho me rindo;
a cada santo y seña tu multitud regresa,
con los puños en alto hacia la vida nueva,
y tu overol azul de patria en primavera.

Armando Tejada Gómez

Enviado por:
Marita Ragozza de Mandrini
Para poder vivir
muero varias veces.