Si no fuera por todos los crímenes que, en nombre de la economía de mercado, se han perpetrado en los últimos treinta y tantos años. Si no fuera por los golpes de Estado que, con la anuencia estadounidense, se urdieron para permitir la implantación del neoliberalismo en toda América Latina. Si no fuera por los dictadores que lo defendieron a sangre y fuego creyendo, como siempre, que estaban defendiendo otra cosa. Si no fuera por todos aquellos que perdieron su libertad o su vida por oponerse a sus postulados. Si no fuera por los millones de personas que la religión de la libre empresa dejó en la calle sin que a sus cultores los acose el menor remordimiento. Si no fuera por la multitud de pobres que estas políticas regaron sobre el continente con implacable eficacia. Si no fuera por todo eso, el sólo hecho de leer hoy, en las primeras planas de los diarios, que Estados Unidos ha concretado la nacionalización de nueve bancos sería motivo suficiente para inaugurar una carcajada gigantesca, desbordante de sarcasmo. Si no fuera por todo eso, la posibilidad de ver cómo a los gurúes de la economía de mercado les estalla la bomba en el living de sus casas sería una excelente excusa para alzar la copa y brindar.
Pero no, no se puede reír ni festejar. Lo impide no sólo aquello que ya pasó, sino también lo que va a ocurrir. Porque, se sabe, a las crisis las terminan pagando los que menos hicieron por provocarlas. Y esta no tiene por qué ser la excepción. A este derrumbe financiero mundial lo van a pagar los ciudadanos comunes que perderán su empleo, su vivienda, sus ahorros, su futuro, su salud.
Raymond Aron escribió algo así como que es muy difícil que una verdad sea aceptada hasta que no estalla delante de los ojos de los incrédulos y no queda más remedio que afrontarla. ¿Qué dirán ahora los que, con inédita soberbia, propugnaron que había llegado "el fin de la Historia"? ¿Qué dirán los fundamentalistas del achicamiento del Estado, ahora que tienen que salir corriendo para que éste los ampare? ¿Qué dirán los expertos que venían a exigir la aplicación de recetas infalibles (y los gobernantes de turno que gustosamente aceptaron aplicarlas) ahora que esas recetas fracasaron en el Primer Mundo? ¿Qué pensarán los que acostumbraban invadir países que olían a izquierda, ahora que ellos mismos se ven forzados a adoptar una medida propia de un gobierno socialista?
A decir verdad, no sabemos si estamos asistiendo al final de un imperio o no. No sabemos si el capitalismo en su versión más salvaje ha quedado herido de gravedad o no. Y aunque pudiéramos darle respuesta afirmativa a ambas preguntas, tampoco sabemos si lo que venga en su reemplazo será mejor o no. En cualquiera de los casos, se trata de cuestiones en las que, seguramente, no tendremos incidencia alguna (aunque esas cuestiones sí la tengan -y mucha- sobre nosotros). Sin embargo, ahora que el tsunami financiero ha dejado sin discurso a tantos economistas y políticos, convendría recordar que los esquemas neoliberales que rigen nuestra economía tienen también su correlato cultural en la vida privada, que sus consignas, fielmente reproducidas en cada pliegue de las sociedades occidentales, se hallan enquistadas de tal forma en nuestra vida cotidiana, que la atraviesan en cada una de sus capas como si ello respondiera a un orden natural. Convendría recordar que tampoco estos supuestos dogmas son tales, y tratar de desactivar su vigencia omnipresente. Dejar de encarar nuestras relaciones interpersonales como si fueran transacciones. Dejar de creer que todo pero absolutamente todo es una mercancía y que cualquier medio es válido a la hora de venderlo. Dejar de concebir a los individuos como números descartables e intercambiables. Dejar de pensar que el otro es un escollo para nuestras ambiciones y reasignarle su dimensión humana. Recuperar, en suma, nuestro derecho a no ser apenas un engranaje anónimo dentro de un sistema que nos destruye.
De esta tarea, eso sí, tendrá que encargarse cada uno de nosotros. No caigamos en la ingenua comodidad de esperar un plan de salvataje que venga a devolvernos nuestra condición de personas. El humanismo, cualquiera lo sabe, no cotiza en Wall Street.
Alfredo Di Bernardo
de Crónicas del Hombre Alto (nº 44)
alfdibernardo@fibertel.com.ar
Pero no, no se puede reír ni festejar. Lo impide no sólo aquello que ya pasó, sino también lo que va a ocurrir. Porque, se sabe, a las crisis las terminan pagando los que menos hicieron por provocarlas. Y esta no tiene por qué ser la excepción. A este derrumbe financiero mundial lo van a pagar los ciudadanos comunes que perderán su empleo, su vivienda, sus ahorros, su futuro, su salud.
Raymond Aron escribió algo así como que es muy difícil que una verdad sea aceptada hasta que no estalla delante de los ojos de los incrédulos y no queda más remedio que afrontarla. ¿Qué dirán ahora los que, con inédita soberbia, propugnaron que había llegado "el fin de la Historia"? ¿Qué dirán los fundamentalistas del achicamiento del Estado, ahora que tienen que salir corriendo para que éste los ampare? ¿Qué dirán los expertos que venían a exigir la aplicación de recetas infalibles (y los gobernantes de turno que gustosamente aceptaron aplicarlas) ahora que esas recetas fracasaron en el Primer Mundo? ¿Qué pensarán los que acostumbraban invadir países que olían a izquierda, ahora que ellos mismos se ven forzados a adoptar una medida propia de un gobierno socialista?
A decir verdad, no sabemos si estamos asistiendo al final de un imperio o no. No sabemos si el capitalismo en su versión más salvaje ha quedado herido de gravedad o no. Y aunque pudiéramos darle respuesta afirmativa a ambas preguntas, tampoco sabemos si lo que venga en su reemplazo será mejor o no. En cualquiera de los casos, se trata de cuestiones en las que, seguramente, no tendremos incidencia alguna (aunque esas cuestiones sí la tengan -y mucha- sobre nosotros). Sin embargo, ahora que el tsunami financiero ha dejado sin discurso a tantos economistas y políticos, convendría recordar que los esquemas neoliberales que rigen nuestra economía tienen también su correlato cultural en la vida privada, que sus consignas, fielmente reproducidas en cada pliegue de las sociedades occidentales, se hallan enquistadas de tal forma en nuestra vida cotidiana, que la atraviesan en cada una de sus capas como si ello respondiera a un orden natural. Convendría recordar que tampoco estos supuestos dogmas son tales, y tratar de desactivar su vigencia omnipresente. Dejar de encarar nuestras relaciones interpersonales como si fueran transacciones. Dejar de creer que todo pero absolutamente todo es una mercancía y que cualquier medio es válido a la hora de venderlo. Dejar de concebir a los individuos como números descartables e intercambiables. Dejar de pensar que el otro es un escollo para nuestras ambiciones y reasignarle su dimensión humana. Recuperar, en suma, nuestro derecho a no ser apenas un engranaje anónimo dentro de un sistema que nos destruye.
De esta tarea, eso sí, tendrá que encargarse cada uno de nosotros. No caigamos en la ingenua comodidad de esperar un plan de salvataje que venga a devolvernos nuestra condición de personas. El humanismo, cualquiera lo sabe, no cotiza en Wall Street.
Alfredo Di Bernardo
de Crónicas del Hombre Alto (nº 44)
alfdibernardo@fibertel.com.ar
2 comentarios:
Excelente artículo, Alfredo.
Gran saludo.
Muy buen artículo, claro y pra ir pensando...Un saludo de
Silvia Loustau
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