La poesía en los bares
Delicado sosiego: su mirada. Expandida quietud sencilla, callando pronuncia, distrae manojos de silencios buscando respuestas.
El aire espeso de la espera.
- No sé, no puedo escribir en los bares. Un montón de tipos pueden, yo no.
Le contesto. Y Silvia finge perderse en la esparcida vaciedad de la tarde. Sonrisas, excesos apenas interiores lastimando un tercio de cualquier cosa. Angustias con alegrías desorganizadas.
Y todo, en la misma criatura.
- Puede ser una manía. Hemingway pescaba, Soriano tenía un gato. Amo el Paraná, pero pescar me parece una boludez. Y nunca tuve un gato. Ni voy a tener.
Aclaro o insisto, no sé.
Es nuestra segunda cita. Ella es una felicidad encandilando y miro por el ventanal esa extraña limpieza de la calle Catamarca. Es inútil, no puedo escapar. No quiero.
-¿Pero nunca escribiste nada, nunca escribiste algo en un bar, una palabra, una frase, una idea?
Dice y recuerdo que sí. Una ambulancia viene del río por Dorrego con sus intermitentes azules.
- Sí. Una vez, estábamos en un boliche de San Telmo con el Paloma y el Colorado Fernández, antes de que se fuera a Tarragona. Habíamos ido a una conferencia de un alemán, que era, me parece, asesor del PC cubano, Heinz Dieterich. Hablaba de la ley del valor. Y más que materialista, parecía esotérico. Hablaba como si se pudiera borrar por decreto filosófico la diferencia entre la construcción de una tuerca y un beso.
- Un beso no se construye …
Me interrumpe. La piel conmovida por el instante Confidencias, insurrecciones, anhelos. Agua sedienta, clara.
- Tenés razón. Pero bueno, a partir de ahí empezamos a discutir el valor de la poesía. Si podíamos pagar con poesía el vino que estábamos tomando.
Digo y me dan ganas de escribirle algo, ahora, ya. Instante calmo, vivaz, inasible. Mujer como azul cobijado en la oscuridad, Silvia. Estrella urgente, lejana, invisible durante el fuego.
- ¿Y pudieron hacerlo, pagarle con un poema?
Dice. Broma de la intensidad. Perfume de sus ojos.
- No, tuvimos que ponernos con billetes y monedas. Y no porque los poemas fueran malos, ni por que ella fuera insensible. Fue un buen intento, habría que profundizarlo. De todas formas, no íbamos a cambiar el sistema ni las relaciones de producción con unas palabras escritas en una servilleta. La chica ésta, la mesera tenía otras imposiciones. Y nos sorprendió confesando que amaba el trabajo de Juanele. Pero los doce pesos del tinto había que pagarlos.
Digo y por la ochava entra un muchacho con una pila de pre-pizzas.
-¿Y nunca leíste en los bares?
- Sí, pero eso es otra cosa. Algo del dominio de Sade, el marqués.
- ¿Por qué?
Me pregunta. Sigilo, ráfagas de timidez, así cautela de llanura
- Porque no soy poeta, me invitan porque les queda un lugar vacío en la mesa. Y encima, hacen bombo, lo publicitan. Entonces, me van a escuchar mi abuelita, mis tres tías solteronas, algunas amigas de noches falsas. Y los acreedores de turno. Me vienen culpas, cargos de conciencia. Leo para el culo y me veo en la obligación de pagarles a todos la cerveza o el café. De ponerme al día con mis deudas.
- Pero, ¿no les pagan nada cuando leen?
Pregunta. Inocencias, levedades, paradojas.
- No, no pagan. Está prohibido, hay un decreto o algo así propuesto por Evaristo Monti. Y a esto Romeu, que se cree que hace la gran gestión porque se referencia con la Lo Celso, lo aplica a rajatabla.
- ¡No me jodás, vos me estás tomando el pelo!
Dice Silvia. Acercándose en el espanto de la felicidad.
- No, es cierto, no pagan. Los funcionarios municipales no pagan la lectura ni los derechos de autor a los poetas para que no se olviden, para que no dejen de tener conciencia que están en las mazmorras del capitalismo.
Digo y ella se sonríe.
- Esperame, voy al baño. Ya vuelvo.
Dice. Y su andar me incita. A escribir.
Un infinito definitivo se abre en los gestos del instante. No desperdicia su existir. Queda en el aire. A través del universo
No hay captura en el dominio de la libertad.
(c) Hugo Alberto Ojeda
Enviado para compartir por Rubén Vedovaldi
Delicado sosiego: su mirada. Expandida quietud sencilla, callando pronuncia, distrae manojos de silencios buscando respuestas.
El aire espeso de la espera.
- No sé, no puedo escribir en los bares. Un montón de tipos pueden, yo no.
Le contesto. Y Silvia finge perderse en la esparcida vaciedad de la tarde. Sonrisas, excesos apenas interiores lastimando un tercio de cualquier cosa. Angustias con alegrías desorganizadas.
Y todo, en la misma criatura.
- Puede ser una manía. Hemingway pescaba, Soriano tenía un gato. Amo el Paraná, pero pescar me parece una boludez. Y nunca tuve un gato. Ni voy a tener.
Aclaro o insisto, no sé.
Es nuestra segunda cita. Ella es una felicidad encandilando y miro por el ventanal esa extraña limpieza de la calle Catamarca. Es inútil, no puedo escapar. No quiero.
-¿Pero nunca escribiste nada, nunca escribiste algo en un bar, una palabra, una frase, una idea?
Dice y recuerdo que sí. Una ambulancia viene del río por Dorrego con sus intermitentes azules.
- Sí. Una vez, estábamos en un boliche de San Telmo con el Paloma y el Colorado Fernández, antes de que se fuera a Tarragona. Habíamos ido a una conferencia de un alemán, que era, me parece, asesor del PC cubano, Heinz Dieterich. Hablaba de la ley del valor. Y más que materialista, parecía esotérico. Hablaba como si se pudiera borrar por decreto filosófico la diferencia entre la construcción de una tuerca y un beso.
- Un beso no se construye …
Me interrumpe. La piel conmovida por el instante Confidencias, insurrecciones, anhelos. Agua sedienta, clara.
- Tenés razón. Pero bueno, a partir de ahí empezamos a discutir el valor de la poesía. Si podíamos pagar con poesía el vino que estábamos tomando.
Digo y me dan ganas de escribirle algo, ahora, ya. Instante calmo, vivaz, inasible. Mujer como azul cobijado en la oscuridad, Silvia. Estrella urgente, lejana, invisible durante el fuego.
- ¿Y pudieron hacerlo, pagarle con un poema?
Dice. Broma de la intensidad. Perfume de sus ojos.
- No, tuvimos que ponernos con billetes y monedas. Y no porque los poemas fueran malos, ni por que ella fuera insensible. Fue un buen intento, habría que profundizarlo. De todas formas, no íbamos a cambiar el sistema ni las relaciones de producción con unas palabras escritas en una servilleta. La chica ésta, la mesera tenía otras imposiciones. Y nos sorprendió confesando que amaba el trabajo de Juanele. Pero los doce pesos del tinto había que pagarlos.
Digo y por la ochava entra un muchacho con una pila de pre-pizzas.
-¿Y nunca leíste en los bares?
- Sí, pero eso es otra cosa. Algo del dominio de Sade, el marqués.
- ¿Por qué?
Me pregunta. Sigilo, ráfagas de timidez, así cautela de llanura
- Porque no soy poeta, me invitan porque les queda un lugar vacío en la mesa. Y encima, hacen bombo, lo publicitan. Entonces, me van a escuchar mi abuelita, mis tres tías solteronas, algunas amigas de noches falsas. Y los acreedores de turno. Me vienen culpas, cargos de conciencia. Leo para el culo y me veo en la obligación de pagarles a todos la cerveza o el café. De ponerme al día con mis deudas.
- Pero, ¿no les pagan nada cuando leen?
Pregunta. Inocencias, levedades, paradojas.
- No, no pagan. Está prohibido, hay un decreto o algo así propuesto por Evaristo Monti. Y a esto Romeu, que se cree que hace la gran gestión porque se referencia con la Lo Celso, lo aplica a rajatabla.
- ¡No me jodás, vos me estás tomando el pelo!
Dice Silvia. Acercándose en el espanto de la felicidad.
- No, es cierto, no pagan. Los funcionarios municipales no pagan la lectura ni los derechos de autor a los poetas para que no se olviden, para que no dejen de tener conciencia que están en las mazmorras del capitalismo.
Digo y ella se sonríe.
- Esperame, voy al baño. Ya vuelvo.
Dice. Y su andar me incita. A escribir.
Un infinito definitivo se abre en los gestos del instante. No desperdicia su existir. Queda en el aire. A través del universo
No hay captura en el dominio de la libertad.
(c) Hugo Alberto Ojeda
Enviado para compartir por Rubén Vedovaldi
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