Astor Piazzolla (De una nota de "Primera Plana" de 1965)
"Estos cuadros son de Dedé —dice Piazzolla en mitad del vestíbulo—.
Estos libros son de Diana, esta corbata suelta es de Daniel. La letra D me persigue."
Dedé es su mujer y los otros dos sus hijos.
Pero también la casa donde vive, en el barrio de Congreso, tiene la forma de una D.
Está en un décimo piso, sobre la vieja azotea del edificio, y a Piazzolla no le importa eso de la D ni la obligación de trepar hasta su refugio por la escalera; allí está el mundo para él, de un modo mucho más vivo que en los night-clubs donde toca, el mundo todo entero encerrado en su pequeño piano vertical, en su mesa de trabajo y en las fotos autografiadas que tiene delante:
la del director ruso Igor Markhevitch, la de Pablo Casals, la de Nadia Boulanger.
Nadia está con él en ese retrato, sonriéndole.
Y a Piazzolla, la figura seca de esa vieja maestra de Aaron Copland es suficiente para conmoverlo.
"Me tuvo prácticamente un año haciendo contrapunto a cuatro voces", se acuerda Piazzolla, con los labios hundiéndose en una sonrisa.
Era el invierno de 1954/55, y había llegado a París con una beca de la embajada francesa en la Argentina. Arrastró en su equipaje el bandoneón "para juntar algunas rupias más", pero casi no le fue necesario.
Su tango Prepárense, que había escrito en un par de horas, cuatro años antes, estaba tocándose en todas partes.
'Prepáans', como lo llamaban sus amigos, llenaba de un oscuro furor de vida a los franceses, los confortaba tan tristemente como una página de Sartre o un improperio de Jean Génet.
Astor se sintió soplado por ese fuego, compuso en París otros 24 tangos "y los grabé en un long-play".
Había llegado junto a Nadia para emerger como un vencedor en esa música mal llamada (en la versión oficial de SADAIC, al menos) culta o erudita.
Ya en 1950 se decidió a colgar el bandoneón.
"Le puse naftalina y lo metí en el ropero.
No quería el mundo de noche.
Odiaba el cabaret y los cafés.
Pensé dedicarme a escribir solamente".
El ejemplo de George Gershwin parecía condenarlo a la seriedad. Despaciosamente, su nombre se había levantado por encima del tango cuando en 1954 escribió Sinfonía de Buenos Aires, para gran orquesta sinfónica, y obtuvo el premio Sevitzky.
El propio Fabien Sevitzky la estrenó en los conciertos que Radio Nacional efectuaba en la Facultad de Derecho, poco antes de que los Amigos de la Música estrenasen su Sinfonietta y la Suite de Tangos.
Quizá se hubiese hundido para siempre en ese libresco infierno si una tarde, en París,
Nadia Boulanger no le hubiese preguntado:
"¿Qué es lo que usted hace, realmente?"
Piazzolla, soplando sin cansarse las pipas a las que "tengo que recurrir porque me prohibieron el cigarrillo", se acuerda de lo que ocurrió como si estuviese mirando una fotografía:
"Yo no podía decirle a una anciana venerable que tocaba tangos en los night-clubs, pero ella me apremió y respiré hondo, me tapé la nariz como los chicos cuando le dan aceite de castor y le conté todo. Me sorprendió comprobar que conocía perfectamente el bandoneón. Lo había escuchado en la 'Opera de los tres centavos', de Kurt Weill. Intrigada por el relato, me pidió que tocara al piano algún tango mío. Tuve que excusarme; le dije que en realidad mi ámbito instrumental era el bandoneón y no el piano. Quedamos pues en que a la clase siguiente arremetería con mi bandoneón. Así fue. Toqué. Al terminar, me dijo con aquella voz vibrante que imponía miedo: Aquí está lo suyo. Lo demás no es para usted. Lo demás, para ella, era mi Sinfonietta, cuya partitura leyó minuciosamente y en la que halló correctísima escritura, pero despojada de lo que a su juicio me pertenecía por entero."
El fuelle bienamado
Piazzolla no cree en las predestinaciones porque tal vez nunca, de chico, se había soñado a sí mismo con ese enorme pulmón negro que se encoge y se encorva como una criatura humana, nunca con ese pesado objeto lleno de música al que los porteños prefieren llamar fuelle.
Pero él, sin quererlo, tuvo que empezar la doma de su propio bandoneón a los 8 años.
Nació en 1920, en Mar del Plata, donde su padre era primero dueño de una bicicletería y después de una peluquería, pero no por demasiado tiempo, porque Nueva York se les apareció como una repentina magia, y un día cualquiera partieron hacia allí, a ciegas. Fue una noche de verano cuando el padre de Astor tuvo la revelación: en un escaparate del barrio de las Tres Bolas —una especie de sosías de la calle Libertad de Buenos Aires—, entre otros desechos desvencijados, asomaba un tímido bandoneón, un puro golpe de extravagancia en la ciudad comida por las trompetas y las baterías. El padre lo compró, porque añoraba la Argentina y aspiraba a que Astor, aprendiendo a tocarlo, se la recordase.
"Aprendí solo", dice ahora Piazzolla, pero después de aprender le fue largamente infiel: se inscribió en los cursos de Bela Wilda, discípulo de Rachmaninoff, y se inició en el piano. De vuelta a Buenos Aires, sus manos, alentadas por Raúl Spivak, trataron de dominar ese instrumento ajeno. A la vez, estudió composición.
Fue un largo camino el que lo devolvió al tango, después de tantas idas y venidas. En pleno principio de la guerra, el anónimo Piazzolla se refugió en la orquesta de Aníbal Troilo; a los 24 años abandonó a Troilo para asumir la dirección musical de la orquesta de Fiorentino; en el 46, formó su primer conjunto, en el que introdujo algunas innovaciones fundamentales: variaciones de bandoneones con acentuaciones sincopadas, cambios de tonalidades, solos de violín con trama contrapuntística. Algunos nombres famosos empezaron a crecer a su lado: el de Leopoldo Federico, Atilio Stampone, José Bragato, Quicho Díaz; son los que Piazzolla repitió en 1956, al crear el Octeto Buenos Aires.
Pero no es el bandoneón sino sus tangos los que encienden la pólvora: algunos sienten en ellos los soplos de Mozart, otros los abominan como una irreverencia a la memoria de los Grandes Padres, a las de Canaro y Villoldo. Un critico uruguayo, cuyo seudónimo es Luces, lo acusó, en 1962, de haber plagado la sacra melodía de "contrapuntos, fugas y otras calamidades".
Quizá porque Piazzolla ve el tango "con anteojeras, como a un cadáver que renace. El período intuitivo — piensa— yace en el pasado. Hoy, como ocurre con el jazz, es necesario forzosamente saber música, y bien. El tango empezó a vivir en un ámbito más culto, se desembarazó del cabaret y del piringundín."
Ahora, el tango le crece como una catarata que ya no puede detener: el domingo pasado, Piazzolla llegó a Washington, invitado por la Unión Panamericana; hacia mediados de junio, tocará "claro está, tangos de vanguardia" en el Lincoln Center de Nueva York. Y finalmente, está Borges, Jorge Luis, "que se entusiasmó con la idea de trabajar juntos, y todos los días venía hasta casa a traerme un poema o dos. ¡Imagínense, Borges!" Cuando Piazzolla vuelva de los Estados Unidos, grabará dos milongas del poeta, una milonga tangueada, un tango y una Oda Intima a Buenos Aires. En esta ciudad a la que también el músico juzga "eterna como al agua y el aire", sus melodías ya no son "el suburbio guarango que invadía el centro pisando fuerte", sino algo más simple y secreto, algo para decir en voz baja. "Púdicas y misteriosas", como él dice, y como, en cierto modo, son las criaturas argentinas.
Revista Primera Plana
25 de mayo de 1965
"Estos cuadros son de Dedé —dice Piazzolla en mitad del vestíbulo—.
Estos libros son de Diana, esta corbata suelta es de Daniel. La letra D me persigue."
Dedé es su mujer y los otros dos sus hijos.
Pero también la casa donde vive, en el barrio de Congreso, tiene la forma de una D.
Está en un décimo piso, sobre la vieja azotea del edificio, y a Piazzolla no le importa eso de la D ni la obligación de trepar hasta su refugio por la escalera; allí está el mundo para él, de un modo mucho más vivo que en los night-clubs donde toca, el mundo todo entero encerrado en su pequeño piano vertical, en su mesa de trabajo y en las fotos autografiadas que tiene delante:
la del director ruso Igor Markhevitch, la de Pablo Casals, la de Nadia Boulanger.
Nadia está con él en ese retrato, sonriéndole.
Y a Piazzolla, la figura seca de esa vieja maestra de Aaron Copland es suficiente para conmoverlo.
"Me tuvo prácticamente un año haciendo contrapunto a cuatro voces", se acuerda Piazzolla, con los labios hundiéndose en una sonrisa.
Era el invierno de 1954/55, y había llegado a París con una beca de la embajada francesa en la Argentina. Arrastró en su equipaje el bandoneón "para juntar algunas rupias más", pero casi no le fue necesario.
Su tango Prepárense, que había escrito en un par de horas, cuatro años antes, estaba tocándose en todas partes.
'Prepáans', como lo llamaban sus amigos, llenaba de un oscuro furor de vida a los franceses, los confortaba tan tristemente como una página de Sartre o un improperio de Jean Génet.
Astor se sintió soplado por ese fuego, compuso en París otros 24 tangos "y los grabé en un long-play".
Había llegado junto a Nadia para emerger como un vencedor en esa música mal llamada (en la versión oficial de SADAIC, al menos) culta o erudita.
Ya en 1950 se decidió a colgar el bandoneón.
"Le puse naftalina y lo metí en el ropero.
No quería el mundo de noche.
Odiaba el cabaret y los cafés.
Pensé dedicarme a escribir solamente".
El ejemplo de George Gershwin parecía condenarlo a la seriedad. Despaciosamente, su nombre se había levantado por encima del tango cuando en 1954 escribió Sinfonía de Buenos Aires, para gran orquesta sinfónica, y obtuvo el premio Sevitzky.
El propio Fabien Sevitzky la estrenó en los conciertos que Radio Nacional efectuaba en la Facultad de Derecho, poco antes de que los Amigos de la Música estrenasen su Sinfonietta y la Suite de Tangos.
Quizá se hubiese hundido para siempre en ese libresco infierno si una tarde, en París,
Nadia Boulanger no le hubiese preguntado:
"¿Qué es lo que usted hace, realmente?"
Piazzolla, soplando sin cansarse las pipas a las que "tengo que recurrir porque me prohibieron el cigarrillo", se acuerda de lo que ocurrió como si estuviese mirando una fotografía:
"Yo no podía decirle a una anciana venerable que tocaba tangos en los night-clubs, pero ella me apremió y respiré hondo, me tapé la nariz como los chicos cuando le dan aceite de castor y le conté todo. Me sorprendió comprobar que conocía perfectamente el bandoneón. Lo había escuchado en la 'Opera de los tres centavos', de Kurt Weill. Intrigada por el relato, me pidió que tocara al piano algún tango mío. Tuve que excusarme; le dije que en realidad mi ámbito instrumental era el bandoneón y no el piano. Quedamos pues en que a la clase siguiente arremetería con mi bandoneón. Así fue. Toqué. Al terminar, me dijo con aquella voz vibrante que imponía miedo: Aquí está lo suyo. Lo demás no es para usted. Lo demás, para ella, era mi Sinfonietta, cuya partitura leyó minuciosamente y en la que halló correctísima escritura, pero despojada de lo que a su juicio me pertenecía por entero."
El fuelle bienamado
Piazzolla no cree en las predestinaciones porque tal vez nunca, de chico, se había soñado a sí mismo con ese enorme pulmón negro que se encoge y se encorva como una criatura humana, nunca con ese pesado objeto lleno de música al que los porteños prefieren llamar fuelle.
Pero él, sin quererlo, tuvo que empezar la doma de su propio bandoneón a los 8 años.
Nació en 1920, en Mar del Plata, donde su padre era primero dueño de una bicicletería y después de una peluquería, pero no por demasiado tiempo, porque Nueva York se les apareció como una repentina magia, y un día cualquiera partieron hacia allí, a ciegas. Fue una noche de verano cuando el padre de Astor tuvo la revelación: en un escaparate del barrio de las Tres Bolas —una especie de sosías de la calle Libertad de Buenos Aires—, entre otros desechos desvencijados, asomaba un tímido bandoneón, un puro golpe de extravagancia en la ciudad comida por las trompetas y las baterías. El padre lo compró, porque añoraba la Argentina y aspiraba a que Astor, aprendiendo a tocarlo, se la recordase.
"Aprendí solo", dice ahora Piazzolla, pero después de aprender le fue largamente infiel: se inscribió en los cursos de Bela Wilda, discípulo de Rachmaninoff, y se inició en el piano. De vuelta a Buenos Aires, sus manos, alentadas por Raúl Spivak, trataron de dominar ese instrumento ajeno. A la vez, estudió composición.
Fue un largo camino el que lo devolvió al tango, después de tantas idas y venidas. En pleno principio de la guerra, el anónimo Piazzolla se refugió en la orquesta de Aníbal Troilo; a los 24 años abandonó a Troilo para asumir la dirección musical de la orquesta de Fiorentino; en el 46, formó su primer conjunto, en el que introdujo algunas innovaciones fundamentales: variaciones de bandoneones con acentuaciones sincopadas, cambios de tonalidades, solos de violín con trama contrapuntística. Algunos nombres famosos empezaron a crecer a su lado: el de Leopoldo Federico, Atilio Stampone, José Bragato, Quicho Díaz; son los que Piazzolla repitió en 1956, al crear el Octeto Buenos Aires.
Pero no es el bandoneón sino sus tangos los que encienden la pólvora: algunos sienten en ellos los soplos de Mozart, otros los abominan como una irreverencia a la memoria de los Grandes Padres, a las de Canaro y Villoldo. Un critico uruguayo, cuyo seudónimo es Luces, lo acusó, en 1962, de haber plagado la sacra melodía de "contrapuntos, fugas y otras calamidades".
Quizá porque Piazzolla ve el tango "con anteojeras, como a un cadáver que renace. El período intuitivo — piensa— yace en el pasado. Hoy, como ocurre con el jazz, es necesario forzosamente saber música, y bien. El tango empezó a vivir en un ámbito más culto, se desembarazó del cabaret y del piringundín."
Ahora, el tango le crece como una catarata que ya no puede detener: el domingo pasado, Piazzolla llegó a Washington, invitado por la Unión Panamericana; hacia mediados de junio, tocará "claro está, tangos de vanguardia" en el Lincoln Center de Nueva York. Y finalmente, está Borges, Jorge Luis, "que se entusiasmó con la idea de trabajar juntos, y todos los días venía hasta casa a traerme un poema o dos. ¡Imagínense, Borges!" Cuando Piazzolla vuelva de los Estados Unidos, grabará dos milongas del poeta, una milonga tangueada, un tango y una Oda Intima a Buenos Aires. En esta ciudad a la que también el músico juzga "eterna como al agua y el aire", sus melodías ya no son "el suburbio guarango que invadía el centro pisando fuerte", sino algo más simple y secreto, algo para decir en voz baja. "Púdicas y misteriosas", como él dice, y como, en cierto modo, son las criaturas argentinas.
Revista Primera Plana
25 de mayo de 1965
1 comentario:
Que tiempos aquellos! iran a volver?
Marta Zabaleta.
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