LA CITY
Ellos, de riguroso luto,
camisas blancas abiertas,
quizás una cruz,
o quizás nada.
Tienen el pelo sorprendido por el terror
que les produce la gente
que camina despacio.
Hablan rápido por el celular,
no tienen tiempo que perder,
comen rápido,
cruzan rápido la avenida
sorteando humos, autos cactus,
colectivos orcos, gente sonámbula.
Todo rápido, muy rápido,
se dan cuerda a la mañana, mientras
toman un yogur, parados,
que los hace fuertes y divinos,
para enfrentar el desafío de las mañanas.
Ellas, recién salidas del colegio,
vestidas con líneas rectas, maletines
como armas, celulares anexados
a sus orejas como aros extravagantes,
,trajecitos sastre, pantalón y saquito
de colores sobrios
y pechos locos buscando escabullirse
en algún momento de esa blusa de
monja arrepentida.
Comen bajas calorías rápido, hablan rápido,
caminan rápido. Miran para adelante.
Todos quieren llegar rápido
para aferrarse a sus escritorios y sentirse seguros
en el gran útero de la oficina, que los contiene
y los vuelve dioses rubios, mientras giran
en sus sillas con rueditas y
huyen al baño para contarse
los romances,
las novedades de los ascensos
y las caídas en desgracia.
Las mezquindades.
El horror al vacío.
La oficina, esa gran familia
que después los escupe, impiadosa.
Y afuera, la vida,
a la que no le importa nada de nada.
LA MUERTE HACE TRAMPA
La vida, para él,
era un profundo pozo,
un infinito pozo lleno de acechanzas.
Por eso quería matarse.
No le importaba el cielo,
ni las charlas cotidianas,
ni el sabor del chocolate.
Por eso quería matarse.
Siempre.
Quiso colgarse,
pero la cuerda arrastró una viga
que se desmayó arriba de su cabeza.
Pero no murió.
Después, rodeado de velas
y con música de Bach
trepando por las paredes
se cortó las muñecas.
Y mirando al techo de su dormitorio,
esperó.
Y se durmió.
Despertó a la mañana
y pensó que estaba allá.
Pero seguía acá.
En su dormitorio.
Con el ventilador de techo mareado,
la cómoda y el elefante con dinero en su trompa,
y las muñecas cicatrizadas.
Había heredado de su madre
la coagulación perfecta.
Desesperado, intentó, en la oficina,
el recurso final:
un frasco de pastillas de nunca jamás y
tres whiskies.
Cuando cayó bajo su escritorio,
los compañeros, que conocían
su adicción a la muerte
lo cubrieron con el sobretodo
y lo dejaron irse.
Pero no se fue.
La mujer de la limpieza
lo encontró babeando y arrastrándose
entre cables y computadoras.
Un día, en la más aburrida
de las colas de pago,
en la más triste cola de facturas de servicios,
en la más gris moratoria,
vio unos ojos.
Y vio una boca que le sonreía.
Tan luego a él!
Tan luego a él que no era más que un insecto.
Un nada.
Y se enamoró como un adolescente.
Y fue feliz.
Tan feliz que no podía creer
la dulzura, la comprensión,
la belleza, el amor.
Amor, con aes de asombro y oes de orillas de mar.
Y entonces,
entonces la muerte recordó
los reiterados pedidos
y le tocó el rojo corazón feliz.
Alicia Márquez
amarquez.alicia@gmail.com
Ellos, de riguroso luto,
camisas blancas abiertas,
quizás una cruz,
o quizás nada.
Tienen el pelo sorprendido por el terror
que les produce la gente
que camina despacio.
Hablan rápido por el celular,
no tienen tiempo que perder,
comen rápido,
cruzan rápido la avenida
sorteando humos, autos cactus,
colectivos orcos, gente sonámbula.
Todo rápido, muy rápido,
se dan cuerda a la mañana, mientras
toman un yogur, parados,
que los hace fuertes y divinos,
para enfrentar el desafío de las mañanas.
Ellas, recién salidas del colegio,
vestidas con líneas rectas, maletines
como armas, celulares anexados
a sus orejas como aros extravagantes,
,trajecitos sastre, pantalón y saquito
de colores sobrios
y pechos locos buscando escabullirse
en algún momento de esa blusa de
monja arrepentida.
Comen bajas calorías rápido, hablan rápido,
caminan rápido. Miran para adelante.
Todos quieren llegar rápido
para aferrarse a sus escritorios y sentirse seguros
en el gran útero de la oficina, que los contiene
y los vuelve dioses rubios, mientras giran
en sus sillas con rueditas y
huyen al baño para contarse
los romances,
las novedades de los ascensos
y las caídas en desgracia.
Las mezquindades.
El horror al vacío.
La oficina, esa gran familia
que después los escupe, impiadosa.
Y afuera, la vida,
a la que no le importa nada de nada.
LA MUERTE HACE TRAMPA
La vida, para él,
era un profundo pozo,
un infinito pozo lleno de acechanzas.
Por eso quería matarse.
No le importaba el cielo,
ni las charlas cotidianas,
ni el sabor del chocolate.
Por eso quería matarse.
Siempre.
Quiso colgarse,
pero la cuerda arrastró una viga
que se desmayó arriba de su cabeza.
Pero no murió.
Después, rodeado de velas
y con música de Bach
trepando por las paredes
se cortó las muñecas.
Y mirando al techo de su dormitorio,
esperó.
Y se durmió.
Despertó a la mañana
y pensó que estaba allá.
Pero seguía acá.
En su dormitorio.
Con el ventilador de techo mareado,
la cómoda y el elefante con dinero en su trompa,
y las muñecas cicatrizadas.
Había heredado de su madre
la coagulación perfecta.
Desesperado, intentó, en la oficina,
el recurso final:
un frasco de pastillas de nunca jamás y
tres whiskies.
Cuando cayó bajo su escritorio,
los compañeros, que conocían
su adicción a la muerte
lo cubrieron con el sobretodo
y lo dejaron irse.
Pero no se fue.
La mujer de la limpieza
lo encontró babeando y arrastrándose
entre cables y computadoras.
Un día, en la más aburrida
de las colas de pago,
en la más triste cola de facturas de servicios,
en la más gris moratoria,
vio unos ojos.
Y vio una boca que le sonreía.
Tan luego a él!
Tan luego a él que no era más que un insecto.
Un nada.
Y se enamoró como un adolescente.
Y fue feliz.
Tan feliz que no podía creer
la dulzura, la comprensión,
la belleza, el amor.
Amor, con aes de asombro y oes de orillas de mar.
Y entonces,
entonces la muerte recordó
los reiterados pedidos
y le tocó el rojo corazón feliz.
Alicia Márquez
amarquez.alicia@gmail.com
1 comentario:
Ali leerte es un placer, ya te dije que eres un descubrimiento personal.
Un abrazo Gus.
Publicar un comentario