DIAS DE RADIO (*)
Aquella noche venían a cenar el tío Beto y la tía Ramona. Yo los quería mucho, especialmente al tío Beto que, como era mecánico, vestía siempre un mameluco engrasado que alguna vez habría sido azul. Aquel mameluco tenía unos bolsillos enormes que el tío Beto llenaba de caramelos cada vez que venía a visitarnos. A mí me daba rabia tener que repartir esos caramelos con mi hermanita menor -la Cloti-, pero la tía Ramona se encargaba de vigilar que no me quedara con más de los que me correspondían.
La abuela Antonia había amasado tallarines toda la tarde. Me dejó que la ayudara a cortarlos a pesar de las protestas de mi madre, que estaba muy enojada porque mi cuaderno era un desastre, y yo esa mañana había faltado otra vez al colegio para ir a jugar un desafío contra los del barrio de La Quema. También la enojaba tener que cubrirme ante mi viejo, que si se enteraba de mis rateadas agarraba el cinturón o la chancleta y me dejaba de cama.
Como la abuela me defendió y pude cortar los tallarines, mamá se vengó no dejándome escuchar a Tarzán: se pegó a mí como las figuritas al álbum justo en el horario del programa, para vigilar que al menos hiciese los deberes. Mientras tanto la Cloti aprovechó la situación, y junto a esa amiguita narigona que tenía, se puso a jugar con aquellos autitos rellenos con masilla que yo quería tanto, borrando a propósito de a poco, las líneas de tiza con las que yo demarcaba el circuito para las carreras.
¡Pero bien que mi mamá prendió la radio más tarde! Y eso que justo habían llegado el tío Beto y la tía Ramona, pero mamá por nada del mundo se perdía ¡Qué pareja!, con Blanquita Santos y Héctor Maselli.
Esa vez el tío no vino con el mameluco sino empilchado con sombrero y todo, aunque igual trajo chocolatines, que a Clotilde y a mí nos encantaban y que mamá nunca nos compraba porque decía que después nos venía la colitis.
Mi papá llegó como siempre a la hora del Glostora Tango Club, que no dejaba de oír ni cuando le agarraban esos ataques de tos que lo volteaban. Además, él solía decir que tenía 4 amores: su familia, Rácing, los hermanos Gálvez y De Angelis. Con el sentimiento por Rácing y por los Gálvez no había mayores problemas, porque mientras papá escuchaba las transmisiones de Curcu o de Sojit, mi vieja cebaba mate y jugábamos los cinco (la abuela también se prendía) a las cartas o a la Lotería. Pero en cambio con el fanatismo por De Angelis la cosa era distinta, porque a mamá la ponía triste que papá lo usara como excusa para irse cada tanto a milonguear.
Los Varese golpearon la aldaba justo cuando la abuela Antonia estaba por servir los tallarines. Los Varese vivían al lado de casa. No sé que problema habían tenido con su aparato de radio, así que venían a escuchar Los Pérez García con nosotros. Como la abuela siempre cocinaba
de más, los tallarines alcanzaron también para ellos. Los Varese tenían un hijo algo mayor que yo con el que a veces me peleaba, sobre todo si me ganaba a las bolitas, pero esa noche me puso contento compartir la cena con él, y que le gustara como a mí la banana pisada con miel, que
paladeamos mientras oíamos "Son cosas de esta vida".
Después de la cena, como era 29 de junio, salimos todos a la calle, porque ya se había hecho hora de encender la fogata de San Pedro y San Pablo que, como todos los años, se armaba sobre el empedrado a partir del cordón de la vereda de mi casa, que estaba en una esquina. Creo que esa noche no faltaba nadie del barrio rodeando esa montaña de ramas que yo había ayudado a formar y a cuidar. En los días previos había sido mi refugio preferido, y me había sentido un héroe custodiando una fortaleza, cada vez que me había tocado vigilar que nadie se llevara
ramas de allí. No había dejado mi lugar de custodia ni cuando ésta me vino a tocar justo a la hora de "La pensión del campeonato".
Como siempre, algunos vecinos habían llevado papas para ponerlas luego en las brasas, aunque ese año se quedaron con las ganas de asarlas.
La fogata creció majestuosa, hasta alcanzar al enorme muñeco que estaba puesto en la cima. Se reía y se cantaba con una alegría sincera y contagiosa. Don Pepe tenía la guitarra en sus manos. Don Frutos había llevado su bandoneón, y a mí me ponía muy feliz saber que al rato iba a ver bailar a mamá con papá y al tío Beto con la tía Ramona. Pero de pronto, una chispa traviesa se propuso arruinarnos la fiesta, y el grito de ¡fuego!, ¡fuego!, empezó a crecer como la llamarada que salía de mi casa.
Días después yo le haría notar a mi padre que en aquel momento le oí decir todas esas palabras que, bajo pena de severa paliza, nos tenía prohibidas a la Cloti y a mí. Palabras que acompañaron a la orden terminante de no movernos de al lado de nuestro madre, que ya nos cubría con sus brazos.
Así que mamá, Clotilde, la abuela, el hijo de los Varese y yo, apoyados en la cortina del almacén de Don Andrés -que estaba frente a casa-, miramos como todos los vecinos, junto a papá y a los tíos, corrían de aquí para allá con baldes y palanganas. Los bomberos -a los que ví entonces por primera vez de tan cerquita- llegaron pronto, y lo primero que hicieron fue levantar aquella pesada y oxidada tapa de Obras Sanitarias de la Nación que estaba amurada en la vereda (esa misma tapa que, junto a otros chicos, yo levantaba cuando llegaban los Carnavales, porque ni bien la sacábamos salía disparado de allí un enorme chorro de agua, con el que jugábamos hasta que algún vecino llamaba a la Policía). Conectaron inmediatamente una enorme manguera, y entraron a casa por la puerta y las ventanas. En un ratito nomás la llamarada trocó en humareda y luego en historia, y entonces volvieron a la calle y se dedicaron a apagar las llamas de la fogata, desoyendo las súplicas de los más chicos, que tratamos de hacerles entender que ya que el fuego de mi casa se había apagado, la fogata se podría dejar como estaba. Al rato nomás partieron, y tras ellos, volvieron a sus hogares los amigos y vecinos, incluídos Don Pepe y Don Frutos.
En casa el fuego solo había chamuscado unos pocos muebles de la sala; pero de eso me enteré después, porque lo primero que hice al entrar fue ir corriendo desesperado hacia la cocina, para asegurarme de que el aparato de radio no se hubiera quemado, ya que al haberme quedado sin fogata ni fiesta, al menos no quería perderme a Marianito Bauzá en "La virgencita de madera", que esa noche, desde el teatro, transmitía Radio Porteña.
Ernesto Pierro
Aquella noche venían a cenar el tío Beto y la tía Ramona. Yo los quería mucho, especialmente al tío Beto que, como era mecánico, vestía siempre un mameluco engrasado que alguna vez habría sido azul. Aquel mameluco tenía unos bolsillos enormes que el tío Beto llenaba de caramelos cada vez que venía a visitarnos. A mí me daba rabia tener que repartir esos caramelos con mi hermanita menor -la Cloti-, pero la tía Ramona se encargaba de vigilar que no me quedara con más de los que me correspondían.
La abuela Antonia había amasado tallarines toda la tarde. Me dejó que la ayudara a cortarlos a pesar de las protestas de mi madre, que estaba muy enojada porque mi cuaderno era un desastre, y yo esa mañana había faltado otra vez al colegio para ir a jugar un desafío contra los del barrio de La Quema. También la enojaba tener que cubrirme ante mi viejo, que si se enteraba de mis rateadas agarraba el cinturón o la chancleta y me dejaba de cama.
Como la abuela me defendió y pude cortar los tallarines, mamá se vengó no dejándome escuchar a Tarzán: se pegó a mí como las figuritas al álbum justo en el horario del programa, para vigilar que al menos hiciese los deberes. Mientras tanto la Cloti aprovechó la situación, y junto a esa amiguita narigona que tenía, se puso a jugar con aquellos autitos rellenos con masilla que yo quería tanto, borrando a propósito de a poco, las líneas de tiza con las que yo demarcaba el circuito para las carreras.
¡Pero bien que mi mamá prendió la radio más tarde! Y eso que justo habían llegado el tío Beto y la tía Ramona, pero mamá por nada del mundo se perdía ¡Qué pareja!, con Blanquita Santos y Héctor Maselli.
Esa vez el tío no vino con el mameluco sino empilchado con sombrero y todo, aunque igual trajo chocolatines, que a Clotilde y a mí nos encantaban y que mamá nunca nos compraba porque decía que después nos venía la colitis.
Mi papá llegó como siempre a la hora del Glostora Tango Club, que no dejaba de oír ni cuando le agarraban esos ataques de tos que lo volteaban. Además, él solía decir que tenía 4 amores: su familia, Rácing, los hermanos Gálvez y De Angelis. Con el sentimiento por Rácing y por los Gálvez no había mayores problemas, porque mientras papá escuchaba las transmisiones de Curcu o de Sojit, mi vieja cebaba mate y jugábamos los cinco (la abuela también se prendía) a las cartas o a la Lotería. Pero en cambio con el fanatismo por De Angelis la cosa era distinta, porque a mamá la ponía triste que papá lo usara como excusa para irse cada tanto a milonguear.
Los Varese golpearon la aldaba justo cuando la abuela Antonia estaba por servir los tallarines. Los Varese vivían al lado de casa. No sé que problema habían tenido con su aparato de radio, así que venían a escuchar Los Pérez García con nosotros. Como la abuela siempre cocinaba
de más, los tallarines alcanzaron también para ellos. Los Varese tenían un hijo algo mayor que yo con el que a veces me peleaba, sobre todo si me ganaba a las bolitas, pero esa noche me puso contento compartir la cena con él, y que le gustara como a mí la banana pisada con miel, que
paladeamos mientras oíamos "Son cosas de esta vida".
Después de la cena, como era 29 de junio, salimos todos a la calle, porque ya se había hecho hora de encender la fogata de San Pedro y San Pablo que, como todos los años, se armaba sobre el empedrado a partir del cordón de la vereda de mi casa, que estaba en una esquina. Creo que esa noche no faltaba nadie del barrio rodeando esa montaña de ramas que yo había ayudado a formar y a cuidar. En los días previos había sido mi refugio preferido, y me había sentido un héroe custodiando una fortaleza, cada vez que me había tocado vigilar que nadie se llevara
ramas de allí. No había dejado mi lugar de custodia ni cuando ésta me vino a tocar justo a la hora de "La pensión del campeonato".
Como siempre, algunos vecinos habían llevado papas para ponerlas luego en las brasas, aunque ese año se quedaron con las ganas de asarlas.
La fogata creció majestuosa, hasta alcanzar al enorme muñeco que estaba puesto en la cima. Se reía y se cantaba con una alegría sincera y contagiosa. Don Pepe tenía la guitarra en sus manos. Don Frutos había llevado su bandoneón, y a mí me ponía muy feliz saber que al rato iba a ver bailar a mamá con papá y al tío Beto con la tía Ramona. Pero de pronto, una chispa traviesa se propuso arruinarnos la fiesta, y el grito de ¡fuego!, ¡fuego!, empezó a crecer como la llamarada que salía de mi casa.
Días después yo le haría notar a mi padre que en aquel momento le oí decir todas esas palabras que, bajo pena de severa paliza, nos tenía prohibidas a la Cloti y a mí. Palabras que acompañaron a la orden terminante de no movernos de al lado de nuestro madre, que ya nos cubría con sus brazos.
Así que mamá, Clotilde, la abuela, el hijo de los Varese y yo, apoyados en la cortina del almacén de Don Andrés -que estaba frente a casa-, miramos como todos los vecinos, junto a papá y a los tíos, corrían de aquí para allá con baldes y palanganas. Los bomberos -a los que ví entonces por primera vez de tan cerquita- llegaron pronto, y lo primero que hicieron fue levantar aquella pesada y oxidada tapa de Obras Sanitarias de la Nación que estaba amurada en la vereda (esa misma tapa que, junto a otros chicos, yo levantaba cuando llegaban los Carnavales, porque ni bien la sacábamos salía disparado de allí un enorme chorro de agua, con el que jugábamos hasta que algún vecino llamaba a la Policía). Conectaron inmediatamente una enorme manguera, y entraron a casa por la puerta y las ventanas. En un ratito nomás la llamarada trocó en humareda y luego en historia, y entonces volvieron a la calle y se dedicaron a apagar las llamas de la fogata, desoyendo las súplicas de los más chicos, que tratamos de hacerles entender que ya que el fuego de mi casa se había apagado, la fogata se podría dejar como estaba. Al rato nomás partieron, y tras ellos, volvieron a sus hogares los amigos y vecinos, incluídos Don Pepe y Don Frutos.
En casa el fuego solo había chamuscado unos pocos muebles de la sala; pero de eso me enteré después, porque lo primero que hice al entrar fue ir corriendo desesperado hacia la cocina, para asegurarme de que el aparato de radio no se hubiera quemado, ya que al haberme quedado sin fogata ni fiesta, al menos no quería perderme a Marianito Bauzá en "La virgencita de madera", que esa noche, desde el teatro, transmitía Radio Porteña.
Ernesto Pierro
ernestopierro@hotmail.com
(*) Días de Radio obtuvo una Mención Especial en el Certámen de Cuentos de Utedyc 2009.
(*) Días de Radio obtuvo una Mención Especial en el Certámen de Cuentos de Utedyc 2009.
1 comentario:
Muy bien pintado este óleo de época, no tan lejana pero casi imposible de imaginar para quienes no la vivieron.
Grande Ernesto!!!!!
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