domingo, 20 de enero de 2008

Un cuento de Marina Dragonetti

El último libro del mundo

El aire tímido del verano gemía por los recovecos que dejaba entrever la madera de la ventana, y ésta impasible le permitía una entrada entrecortada por un vaivén suave e imperceptible, como el coqueteo de quienes acaban de conocerse y sólo una escueta demostración de sentimientos les es permitida. Las gotas de sudor descendían furiosamente de la frente del Señor K hasta su mentón. Sin embargo éste se negaba con silenciosa indulgencia a quitarse la camisa azul francia que adornaba su pecho caluroso. Era una cuestión de buenas costumbres, más aún, de principios que se rehusaba abandonar aún en las circunstancias más incómodas. Para un caballero como él, la dignidad no era sólo un valor o premisa a seguir, sino más bien, se erigía en estandarte invaluable que no abandonaría sino hasta su muerte. Pero dicho personaje tan impoluto guardaba en secreto desde su más temprana infancia un hábito no menos que curioso. Como todos los hombres de buena cultura los libros eran su principal fuente de alimento, tanto espiritual como fisiológicamente hablando: claro que su práctica resultaba aún más visceral que en otros casos.

Comenzó por degustar algunas páginas por semana, especialmente se deleitaba con relatos policiales ingleses que por ese entonces eran su banquete predilecto. De a poco, la delectación devino obsesión y quien ha transitado por estos senderos, sabe que solo basta adelantar unos pocos pasos para llegar a la tierra de la perversión.

En un principio, se abastecía de la extensa biblioteca familiar que había heredado de la familia de su madre, ilustre y conocida por su fantástica selección de románticos alemanes y por la innumerable cantidad de diarios de viaje ingleses. Más tarde, cuando el legado familiar comenzaba a escasear, tuvo que emprender su búsqueda hacia nuevos lugares de provisión. Comenzó la tarea casi detectivesca de escurrirse por los anaqueles de las librerías en busca de las últimas novedades librescas y asaltaba las bibliotecas municipales de donde devoraba los clásicos rioplatenses. Los principios de los que tanto se había vanagloriado en otros tiempos, eran ahora abandonados en pos de la codicia También solía asistir a remates de importantes bibliotecas privadas de familias otrora aristocráticas en donde podía conseguir obras exóticas y primeras ediciones por minucias pecuniarias. Pero, sin duda, su actividad predilecta consistía en convertirse en sabueso hambriento de manuscritos inéditos, los cuales conseguía mediante viles artilugios, generalmente diciéndose editor en busca de nuevos talentos en bancarrota. En este último caso sentía una satisfacción especial; ya no sólo en el acto caníbal en sí, sino y creo que más aún, en el derrotero que lo llevaba a conseguir el alimento. Se trataba de poner a prueba su astucia, como el cazador experimentado que se deleita en conseguir piezas cada vez más exóticas, intenta nuevas formas de perfeccionar sus destrezas para engañar a su presa, de afinar sus artimañas.

Pero la cacería libresca a la que había dedicado poco más que la mitad de su vida, se hacía cada vez una empresa más dificultosa. Ya no abundaban en las bibliotecas, como solían hacerlo, las letras de Flaubert, Lovecraft, Lope de Vega y Cervantes que tanto deleitaban su selecto paladar. Fatalmente, en la desesperación cundió también su buen gusto y no quedo otro remedio que relegar la calidad literaria a géneros tan diversos como el esoterismo, la sátira burda, y el melodrama más empalagoso y absurdo de la novela romántica. Ya no quedaban muchos banquetes para escoger.

La voracidad de su empresa hacía cada vez más incierto el panorama, y la inevitable escasez no tardó en llegar. Tenía que encontrar una solución y pronto a su acuciante problema, ya no podía depender de la inspiración de otros para calmar su apetito, su situación era de una urgencia extrema, caería pronto en la locura de la inanición sino resolvía su situación pronto, sería víctima de visiones espectrales e imborrables para su frágil memoria y…. ¡Silencio! Ya lo tenía, sería más sencillo de lo pensado; necesitaba papel y una pluma o unos cuantos lápices, y algunas ideas ingeniosas y circunstanciales y sí, el Señor K podría autoabastecerse de tal manera que no necesitara recurrir nunca más al genio de otros, y quien mejor juez de los gustos personales que uno mismo.

Ansioso por emprender la reciente aventura, se dirigió a la tienda más cercana en busca de los artículos necesarios: todo lo material para llevar a cabo lo inmaterial. Después de una breve meditación, resolvió que a su personalidad más expeditiva y pragmática, le sería incómoda la escritura manual y por el contrario, más acorde a su carácter, adquiriría una máquina de escribir usada que había sido publicada el día anterior en los clasificados. Ya dispuesto y provisto de todos los materiales necesarios, sólo quedaban por revisar algunas ideas que había entrevisto en alguna que otra ocasión y que aunque le habían resultado apropiadas para ser llevadas al papel nunca había tenido la templanza necesaria para hacerlo.

La empresa idealizada se convirtió después de cinco noches en tortura intolerable. Bastara que comenzara una línea brillante para abandonarla al instante y aborrecerla minutos después. Comprendía al fin lo dificultosa que resultaba la tarea emprendida, el valor que implicaba cualquier escrito, aunque su finalidad más no fuera que la de entregarse al acto digestivo horas más tarde.

Era jueves y se encontraba en medio de una aburrida disquisición entre un marino ruso y un sacerdote polaco sobre la moralidad cristiana cuando de repente una idea aterradora cruzó por su mente: qué pasaría si no quedaban más escritores, qué sería del destino si el porvenir no diera a luz a la próxima generación literaria, qué sucedería si las que escribía él serían las últimas líneas de la historia. Poco a poco, fue comprendiendo la infinita responsabilidad que recaía bajo sus hombros: era el encargado involuntario de escribir el último libro del mundo. Era una tarea que no le hubiera gustado asumir conscientemente y sobre la que, si se hubiera percatado con anterioridad, hubiera reprimido sus instintos caníbales, o los hubiera destinado a otro objeto. Imposible. Se enfrentaba ahora ante una tarea monumental, insostenible: escribir sobre él, y sobre todos los hombres, manifestar el amor y la tristeza, describir con alabanzas la furia de las tempestades y los vicios metropolitanos, descubrir la quietud y magnificencia de la naturaleza, renegar del hombre y reivindicar los dioses profanos, imaginar tierras desconocidas e imposibles, venerar la belleza femenina, luchar guerras inexistentes, naufragar sobre goletas perdidas en el fondo de los océanos, maravillarse con la sincronía matemática, investigar crímenes irresueltos, contar aquella historia que nunca había sido contada y escribir lo que otros ya habían escrito… lo que el mundo jamás conocería.

Pasó, luego del aterrador descubrimiento, otras dos semanas de un insomnio insoportable, interrumpido únicamente por un sueño recurrente que fatigaba sus pensamientos aún más. Todas las noches aparecía su muerte, cálida, apática, mediocre. Su cuerpo era seguido por carnavales fúnebres que no festejaban tanto su persona como su prematuro tránsito. Sus manos entumecidas guardaban lo que habrían sido restos de papel incinerado y la piedra tallada de su epitafio sentenciaba: “I´m just like any other man, triying to catch the universe in the prision of a sentence”.


Marina Dragonetti
marinadragonetti@yahoo.com.ar

1 comentario:

Anónimo dijo...

Creo que el cuento no esta mal escrito (si es que puede llamarse cuento) pero me parece totalmente ridicula la idea de que se acaben los libros o autores. Creo que justamente la literatura de eso trata, de la riqueza y su historia. Mejor guardar estas ideas en el frezzer. Saludos.