domingo, 27 de enero de 2008

Plaza de Mayo, un cuento de Eduardo González Viaña(*)


Me fascinaba el silbido de los dos loritos. Mi amiga
Adriana, su dueña, había dedicado pacientes horas y meses a enseñarles
algunas tomadas del folklore argentino Guitarra en mano y mirando hacia el
mar desde una ventana de Berkeley, repetía para ellos "Luna tucumana",
"Los ejes de mi carreta" y "El arriero". Los loritos después las
silbaban. Una tarde llegué al departamento y la sorprendí, repitiendo muchas
veces que "el camino lamenta ser el culpable de la distancia."


-¡Nostalgia, piba. Eso se llama nostalgia!

-¡Solamente, memoria!- replicó. Volvió a mirar a los loros.

El departamento estaba colmado de trinos. Había más de
veinte avecillas entre canarios, palomas, calandrias y hasta un cardenal de
penacho rojo. Unos cantaban y otros les respondían. Al final, todos
callaban respetuosos ante el virtuosismo de los loritos.


-¿No te parece que cantan como niños?

-Dirás que silban- respondí yo. Creía reconocer la canción
que estaba detrás:


"No puede ser que me vaya del todo cuando
me muera,

No puede ser que me vaya del todo cuando
me muera,

que no quede ni la espera detrás de la voz
que calla."

-Atahualpa Yupanqui por todas partes. Dios mío, piba, ¿no
has pensado en volver a la Argentina?-le pregunté... -Al fin y al cabo,
el pasado ya es pasado. Los criminales están ante el juez, en la cárcel
o perseguidos por su propia sombra.


-¿La Argentina? No, de ninguna manera. Allí el recuerdo me
tendría más a la mano.

Le pedí disculpas varias veces, pero hizo como si no me
escuchara. Los amigos de Adriana habíamos pactado no traerle esas
memorias. Como miles de mujeres, ella también sufrió prisión durante la
dictadura. Su marido y su bebé de meses desaparecieron. De ellos no se supo
nada nunca más. Quise cambiar de tema, pero me interrumpió.

-Les he enseñado a silbar como silbaría mi hijo si
estuviera aquí.-dijo.


Me contó después que había comprado los loritos en una feria callejera
de "Saturday Market" a una vieja guatemalteca.

-Vendía toda clase de aves. Me dijo que los pajaritos son las almas de
los niños que murieron muy temprano.

Todos los monólogos de mi amiga tenían que llegar a ese punto.

-¡Imagínate! Me dijo que estos loritos silbarían como los
niños. Me aseguró que mi hijo silbaría a través de ellos.

Estaba yo en vísperas de hacer un viaje de turismo a la
Argentina y visitaba a Adriana para preguntarle qué quería que le trajera.
Me quedé callado pensando hasta qué punto el dolor maternal
trastornaba de rato en rato a mi amiga y la hacía pensar en ancianas con poderes
sobrenaturales.

Eso era lo que andaba pensando en el largo vuelo nocturno
de San Francisco a Buenos Aires. Por ratos, lograba conciliar el sueño,
pero me despertaba un griterío de niños. Ubicados en los últimos
asientos, avanzaban en puntillas hasta la cabina del capitán y desde allí se
lanzaban corriendo por los pasillos. Pasaban junto a mí zureando y
aleteando como una bandada de palomas. Volvían al fondo de la nave, y no
terminaban de llamar a gritos a sus padres o quizás a sus abuelas.


Lo hicieron varias veces. Al menos, eso es lo que creí, pero tal vez me
equivocaba. Cuando ya flotábamos sobre las nubes purpúreas de
Argentina, la camarera pasó a ofrecerme una bebida caliente y me preguntó por
qué no dormía. Le agradecí por la gentileza y le respondí que los niños
del fondo no me habían dejado descansar.

-¿Niños? ¡Qué curioso! En este vuelo no hay niños.


Me levanté del asiento para mostrárselos, pero allá al fondo sólo se
veían las tonsuras de unos veinte sacerdotes.

-Más bien, diríamos que todo un seminario está volando con nosotros.


Ante mis dudas, añadió:

-Y como usted bien sabe, éste es un vuelo directo. No hay paradas.

Por todo eso, ya en Buenos Aires, se me cerraban los ojos en el bus de
turistas, apenas dos horas después de ser recogido del aeropuerto.

La guía proclamó a gritos que se llamaba Gabriela, pero que nosotros
podíamos llamarla Gabi. Luego de un corto recorrido desde el hotel, nos
informó que habíamos llegado a la Plaza de Mayo y nos invitó a que
bajáramos a tomar fotos de la Catedral y de la Casa Rosada. Se pegaba al
megáfono y generalmente estaba muy cerca de mí. Tal vez lo hacía para
despertarme del todo y, quizás para lograrlo, me obsequió un alfajor
mientras repetía a todo volumen que los alfajores argentinos eran los
mejores del mundo.

Bajé a regañadientes. Escogí una banca cerca de la Casa Rosada y me
senté allí. El silbido de las aves me hizo entrar en una suave
somnolencia. Tal vez me quedé dormido. El calor veraniego se entreveraba en el
sueño con imágenes suspendidas en ese lugar. Por mis ojos entrecerrados,
una y otra vez pasaban grupos de mujeres, jóvenes y ancianas. Un pañuelo
blanco les cubría la cabeza y las identificaba mientras lanzaban
gritos enlutados y dolientes.

El sol de enero se posó rojo sobre mis pupilas. Sin embargo, todo lo
que yo veía con los ojos cerrados ocurría en la noche. En mis sueños, una
pandilla de hombres feroces saltó de una furgoneta militar y abrió a
golpes la puerta de una casa. Sacaron a empujones a un hombre. Se
llevaron también a una de sus hijas adolescentes. A la madre la golpearon y
le dijeron que volverían por ella.

Alguien me tomó de los hombros y me sacudió.

-¡Despierte! ¡Oiga, despierte! Ya pasó la hora. Lo andaba buscando.

Era la guía. Me puse de pie. En la banca de enfrente, una anciana me
observaba con fijeza. Me pareció que quería preguntarme algo. A lo mejor,
sus nietos se le habían extraviado jugando en el parque. Quise
acercarme a ella, pero la implacable Gaby me conducía por el brazo al microbús
y se quejaba de que yo ni siquiera le hubiera dado un mordisco al
alfajor.


El bus dio dos vueltas en torno del Obelisco. Nos detuvimos en varios
lugares de la ciudad para tomar fotos y en las Galerías Alcorta para
hacer compras. Por fin, fuimos al barrio de La Boca, y la guía nos
advirtió que sólo teníamos una hora para visitar sus coloridas casas
embrujadas.

-Eso sí, los tours no son para dormir - gritó.


Entré en el Rincón del Souvenir, y se me ocurrió una idea. Compré un
largo pañuelo blanco, tan blanco y tan largo que bien podría ser el
cansado sudario de un mártir o el secreto distintivo de un guerrillero. Era
el regalo ideal para Adriana. Entre insignias del Boca Júnior, jerseys
del San Lorenzo, estatuillas del Obelisco, calabacillas de mate,
monturas de cuero y sombreros de Gardel, el pañuelo parecía haber sido
dejado allí por alguna madre de la Plaza de Mayo.

Al pie de la Casa del Inmigrante, un cartón mostraba el retrato en
tamaño real de una pareja bailando el tango. Donde debían ir los rostros,
había agujeros. Un gringo altísimo me entregó su cámara digital. Me rogó
que tomara una foto de él y de su robusta esposa con las cabezas
dentro del cartel de los tanguistas.


Mientras apuntaba, el lente de la cámara me dejó ver -además de los
supuestos bailarines- el rostro de una anciana que se había detenido a
observar la escena. Quise pedirle que se retirara, pero reparé en que era
la misma mujer a quien había visto en la Plaza de Mayo. Pensé que tal
vez ella estaba con nosotros en el grupo de turistas, y sin embargo, de
vuelta en el microbús, no la encontré.

-El tour de día ha terminado. Por la noche, pasaremos para llevarlos a
un festival de tango en Palermo. Ustedes también podrán bailar o
recibir clases de tango.


Por mi parte, hubiera preferido descansar, pero no podía replicar a
Gaby. Me había ocurrido una pequeña desgracia. Había perdido el pañuelo
que comprara, y lo estaba buscando sin éxito cuando la guía me dirigió la
palabra:

-No se preocupe. Usted puede quedarse en el hotel esta noche. Se nota
que todavía no se ha recuperado del vuelo. Duerma bien porque mañana
vamos a caminar duro.


Le obedecí. Apenas llegué al hotel, subí a mi habitación y prendí el
televisor que estaba dando las noticias del día. La más comentada era el
triunfo de la socialista Michelle Bachelet en las elecciones
presidenciales de Chile. Un periodista relataba que, durante la dictadura,
Michelle estuvo presa al lado de su madre. En la celda, recibió la noticia
de que su padre había muerto a consecuencia de las torturas.

-Como ustedes recordarán- decía el periodista- durante los años
setenta, en diversos países del continente, y en la Argentina, hace 30 años,
los militares tomaron el poder. Adujeron que lo hacían para proteger a
sus países contra el comunismo. Para lograrlo, se consagraron al
exterminio de decenas de miles de personas a quienes se acusaba de adherir a
esa idea filosófica. Con ese mismo designio, formaron una alianza
llamada el Plan Cóndor. Si un ciudadano escapaba de un país del Cono Sur, lo
capturaban en el otro y era devuelto a sus perseguidores. No tenían
escapatoria alguna. En realidad, el Cono Sur estaba también en las otras
direcciones cardinales, en las casas de sus antiguos amigos y vecinos
que de súbito se volvieron cobardes y colaboradores. Estaba en todas
partes.


Me pregunté si alguien podía escapar de Buenos Aires y llegar siquiera
hasta Lima, pero el Cono Sur llegaba también hasta esa ciudad.

Por coincidencia, en ese momento, la televisión mostró imágenes del
Perú. Según la voz en off, el Perú no era solamente Cusco y Macchu
Picchu.


"...también hay una pujante vida urbana, y calles donde usted podrá
comprar lo mismo que en la Quinta Avenida de Nueva York. No tenemos nada que
envidiar a otras ciudades del continente como Santiago de Chile o
Buenos Aires"

La cámara se enamoró enseguida de varios edificios ultramodernos e hizo
un barrido por la calle Larco de Miraflores.

"Aquí puede usted caminar con tranquilidad. Aquí ya no hay terroristas.
Tampoco hay pobres ni mendigos. Una eficiente patrulla municipal se
encarga de ellos."-remarcó con sorna el locutor.


"Aunque muchos en el extranjero no lo sepan, los peruanos no somos
gente de color." La cámara persiguió a una familia de rasgos europeos. El
padre sonreía a la cámara. Los niños alzaban los brazos. La abuela se
puso muy nerviosa.

Después, los camarógrafos apuntaron hacia una hilera de carros del año
y se posaron sobre un vehículo de lunas oscuras. De allí salieron tres
hombres rubios y altos. Uno de ellos se acercó a la cámara y guiñó el
ojo a los espectadores.

-¡Bingo!- gritó.

Entonces los tres rubios se lanzaron contra el grupo familiar. La mujer
que parecía la abuela arrancó en dirección opuesta.


Para mí, y para cualquier espectador del comercial, ésa era una broma.
Supuse que en algún momento la anciana se acercaría a la cámara
acompañada de los rubios para promocionar alguna marca de cerveza o pisco de
exportación. No fue así; más bien el rostro asustado de la anciana
llenó la pantalla y quiso decir algo que no fue grabado. Era muy parecida a
la dama que yo había visto en varios lugares de Buenos Aires.

Quizás entonces me quedé dormido, y sólo desperté al día siguiente
cuando el teléfono de mi habitación resonó. Era Gaby, y me anunciaba que
eran las ocho de la mañana y que llegaría dentro de cuarenta y cinco
minutos.

Cumplió su palabra. Estuvo a las 8 y 45 en el lobby del hotel, y no me
dejó siquiera apurar una bebida caliente.


-No se preocupe. Tomaremos el desayuno en un café de Corrientes.

El carro nos dejó otra vez cerca de la Plaza de Mayo, y desde allí
comenzamos a recorrer la famosa avenida. Mis compañeros de tour se habían
disfrazado de argentinos. Casi todos habían comprado sombreros de cuero.
Los pantalones del gringo lo convertían en gaucho. Del cinturón para
arriba, era un malevo. Abierta y arrabalera, la falda negra de su esposa
mostraba al mundo los palpitantes volúmenes de su carne extensa y
puritana.

Nos detuvimos a conocer los teatros San Martín y Lola Membrives.
Entramos en el Gran Rex. Mientras observábamos los retratos de la entrada,
otro grupo se acercó hasta nosotros. Los pensé turistas, pero no tenían
cámaras fotográficas. Más bien, podían ser argentinos caminando con
los ojos cerrados. Parecían muy cansados. Se diría que los habían sacado
de casa a medianoche. Se deslizaban sin hacer ruido, como lo hacen los
difuntos. Daban la impresión de haber comido mucha tierra y de haber
sido enterrados a la mala. En vez de sombra dejaban sobre la alfombra,
huellas de un barro bermejo. Al final de ellos, se encontraba la anciana
que yo veía en todas partes.


-¡Serán artistas ensayando!- replicó la guía cuando le pregunté quiénes
eran. Añadió:- Pero yo no los he visto.

Por la tarde, Gaby nos llevó al Cementerio de la Recoleta. Ante la
puerta de altas columnas griegas nos hizo prometer no dispersarnos.
Avanzamos hacia la bóveda de Evita. Nos detuvimos, después, junto al
mausoleo del almirante Guillermo Brown.


Leímos decenas de nombres ilustres que iban acompañados de batallas,
universidades, foros, ministerios y obispados. Tropezamos con la pirámide
que guarda los restos del gobernador de Buenos Aires, Manuel Dorrego.
Más allá, estaba la bóveda de José C. Paz, fundador de "La Prensa".
Es un pedestal cúbico de granito negro en donde se posan dos ángeles.
Uno de ellos se postra ante una mujer desfalleciente mientras que el
otro está a punto de volar.

En ese momento quise salir del cementerio. Me abrumaba la seguridad de
que iba a encontrarme otra vez con la anciana, pero estaba equivocado.
Los enterrados en la Recoleta era verdaderos difuntos. La dama y las
personas que la acompañaban en el teatro tenían rostros de difuntos que
no lo son del todo.

Más tarde, decliné la invitación para las lecciones de tango e hice lo
mismo que la noche anterior. Caí rendido en el lecho de mi habitación y
cuando prendí la tevé, escuché las noticias. El locutor informó que el
nuevo Museo de la Memoria recordaría a los argentinos ejecutados
durante la dictadura militar. Se alzaría en la Escuela de Mecánica de la
Armada donde eran conducidos los prisioneros políticos para ser
torturados.

La televisión recordaba que los miles de niños desaparecidos nacieron
en el hospital de esa institución. Allí se trasladaba a las presas
embarazadas para que dieran a luz. Apenas nacidos, los hijos eran
arrebatados y luego se dejaba a la madre sufriendo hasta la muerte. Después,
para escarmiento de los suyos, la descuartizaban y dejaban sus restos en
algún rincón de Buenos Aires. Algunos torturadores apresados, cuando
pasó ese tiempo, declararon después que ése era único tratamiento
adecuado para una mujer terrorista. Aseveraron que habían dado clases acerca
de esos métodos a policías y militares de otros países sudamericanos.

El noticiero fue interrumpido, como la noche anterior, por la
propaganda turística del Perú. La cámara, que volaba sobre las líneas de Nazca,
se detuvo en el descomunal diseño de la araña. Desde allí apareció la
imagen superpuesta de las calles elegantes de Miraflores. El locutor
repitió su discurso:

"Aquí puede usted caminar con tranquilidad. Aquí ya no hay terroristas.
Tampoco hay pobres ni mendigos."

Como la noche anterior, hubo un zoom-in sobre el rostro del hombre
rubio que gritaba "!Bingo!" y por fin sobre la anciana que huía. Entonces
me di cuenta que yo conocía a esa mujer. Era la misma que me perseguía
en Buenos Aires, y la que yo había visto anteriormente en los periódicos
y revistas del Perú.

Se parecía a Esther Gianotti de Molfino, a quien los servicios de
seguridad argentina secuestraron en una calle de Lima el 14 de junio de
1980. Ese mismo día, los policías peruanos detuvieron a María Inés Raverta,
Julio César Ramírez y Federico Frías, todos argentinos. Se los
vendieron a los agentes rubios y se olvidaron del caso.

El teléfono de mi habitación sonó con estridencia. Gaby me
preguntó si al día siguiente iba a acompañar al grupo hasta Puerto
Madero. Me excusé.

-¿Le ocurre algo?... Ni siquiera ha usado la Tarjeta de
descuentos para el Shopping Alto Palermo o Patio Bullrich. Le advierto a
usted que en Buenos Aires puede encontrar el mejor cuero del mundo, y el
más tierno. Descuartizan a la vaca, y allí nomás le están sacando el
cuero. ¿No se anima a comprar cuero?

-A lo mejor, no.

-Tampoco quiere divertirse. No parece usted un turista.

-A lo mejor, no lo soy. Tal vez soy sólo un peregrino.


- En todo caso, tengo un encargo para usted. Me lo dejaron
en la oficina. Mañana, temprano, cuando vaya por el hotel se lo
entregaré. Hmm.parece que usted hizo amistades.

No le pregunté cuál era el encargo. Sabía cuál tenía que
ser.


Después, me dirigí a la Plaza de Mayo. Era una tarde silenciosa sin
turistas ni paseantes, pero escuché que los pájaros silbaban y silbaban
hasta desaparecer.

No puede ser que me vaya del todo cuando
me muera.

No puede ser que me vaya del todo cuando
me muera,

que no quede ni la espera detrás de la voz
que calla.

Cuando llegó la oscuridad, los pájaros cantaban en voz muy queda como
niños estudiando la tabla de multiplicar. Pensé en mi amiga Adriana y
en sus loritos que silbaban como niños. Decidí regresar al hotel, pero
antes busqué a las avecitas escondidas entre los árboles.

-¡Ey. chicos, ¿están ustedes allí?- grité frente a las
ramas de un ombú enmarañado de donde salían las voces.


Apenas lo dije, centenares de aves emergieron de entre los
árboles y ascendieron por el cielo escarlata de Buenos Aires.


Me encaminé al hotel.

-La guía de turistas le dejó este encargo -me informó el
hombre del lobby.

Sabía que era un largo pañuelo blanco y, luego de sacarlo
de la envoltura, me lo até al cuello para no perderlo. De vuelta en
Berkeley, en una casa colmada de pájaros y trinos, se lo entregaría a
Adriana.

Avancé hacia el patio del hotel y me senté junto a una mesa a pensar
cómo terminaría lo que estaba viviendo y soñando. A lo mejor, la abuela
encontró a los niños que buscaba. A lo mejor, aquéllos se fueron
volando con el resto de las aves. A lo mejor, este relato no tiene fin. La
luna emergió del Río de la Plata y, después de llegar al cenit, empezó a
descolgarse del cielo como un prolongado pañuelo blanco. Una hilera
interminable de pájaros la cruzaba.

Eduardo González Viaña

(*)Recibido del autor, peruano en Oregón, por Cristina Castello.
Es el cuento PLAZA DE MAYO que formará parte de un nuevo libro de
relatos sobre inmigrantes en USA.
Cristina castello
http://www.cristinacastello.com/
Fuente: UTOPOESÏA - 25/10/2008
utopoesia@gruposyahoo.com.ar

1 comentario:

trujilloteve.com dijo...

Puedes ver la presentación del último libro de Viaña "Maestro Mateo" en video.

http://www.trujilloteve.com/2009/04/presentacion-del-cuento-maestro-mateo.html