El tipo caminaba aplanado y llevaba una carpeta apoyada en el sobaco, entró al edificio de oficinas, y preguntó por Segman. No está, le dijo la empleada. Dejó la carpeta y se mandó mudar.
Al regresar a la casa se sentó ante la computadora, releyó los testimonios que había reunido y comenzó a redactar el nuevo pedido de la editorial. Esta vez era una historia romántica que debería culminar con la muerte de la mujer y el suicidio del galán. Una noticia policial que él iba convertir en una nota trágica, el amor imposible de una empleada de banco y el gerente. Armó la trama, agregó los ingredientes románticos, una dosis de intriga, el suspenso antes del crimen y le agregó algunas metáforas poéticas. Archivó el documento para dejarlo madurar hasta el día siguiente. La oscuridad del cuarto daba marco a su tarea clandestina, se sentía enfundado en una caparazón de seguridad, protegido de ojos curiosos, de plagiarios y ladrones de textos.
Cotejó las notas previas con lo que alcanzó a redactar. Sabía que ese uso desmesurado de la inspiración al servicio de la editorial drenaba su capacidad para crear los episodios de la novela que venía escribiendo desde hacía cinco años... Usted debe ocuparse de nuestro pedido, Garber –repetía el editor– darle un final acorde con el cuento o lo que fuere, y las otras exigencias de la obra. Y olvidarse del resto del mundo. Incluso de usted...
El trabajo de Garber era silencioso, efectivo y no fallaba nunca. Cada lunes aparecía en la oficina de Segman y le dejaba el fruto de su imaginación, prolijo, detallado, barroco o elíptico según el tema encargado y la inspiración que lo alumbrare en el momento de escribir.
A veces, a su pedido, le pasaban los escritos corregidos por los correctores de la editorial. Allí se masoqueba con frecuencia leyendo −irreconocible− el fruto de su imaginación tajeado, corregido y censurado sin piedad. Entonces traspiraba, los ojos se empequeñecían hasta cerrarse, procuraba evitar las lágrimas, y se aborrecía.
−Sos como un chico, no tenés carácter, cualquiera te engaña, o vos te dejás engañar... –decía la mujer.
−Vivís como un miserable –agregaba con una sonrisa angelical– y por tu culpa yo tengo que amargarme la vida.
Garber bajaba la vista. Los ojos parecían colgarle de las órbitas, la nuez subía y bajaba de su cuello, los labios se afelbaban y se mantenía tieso como una estatua de cascote.
−Mirate, sos un tipo asustadizo. Todo el día frente a la computadora... hasta parece que ésa fuera tu mujer.
Las palabras que Ema repetía mañana, tarde y noche le causaban sensaciones de ahogo. Me ahogo, Ema, creéme que me ahogo, pensaba sin atreverse a abrir la boca. Aunque no se ahogaba. Tampoco se meaba en los pantalones.
Adelantó el cuento, lo releyó y le hizo cambios. El viernes escribió el desenlace. El fin de semana lo pasó en la cama y el lunes entregó la obra en la editorial. Zegman lo llamó. La oficina del editor parecía un agujero esférico. La ventana que daba al patio interior tenía la forma de una lente ojo de pez, un óvalo agudo como un ojo semi-abierto. Las paredes estaban revestidas con tapas de libros y cubiertas de sus revistas, cuyos colores eran irreconocibles por las cagadas de mosca. Una especie de diseño gráfico campechano, cuya espontaneidad se debía a las manchas de la pared o las moscas aplastadas. El escritorio era una pieza de remate adquirido por unos pesos, y el sillón en el que Zegman asentaba sus posaderas parecía una reliquia de los años treinta, o un remanente de utilería comprado en un remate de la Avenida de Mayo
–Siéntese, Garber, quiero hablar con usted.
–Lo escucho, señor Zegman –dijo con perfil de cadáver
–Mire, Garber, usted trabaja con la editorial hace unos cuantos años, las notas, los cuentos y en general todas sus colaboraciones han sido bien recibidas, pero en este último tiempo los correctores se quejan, y el asesor literario de la editorial me dice que sus textos se repiten, como si estuviera saturado, o que se le fueron las ganas de escribir, ¿comprende?
–Señor Zegman, hace seis años que trabajo para usted, nunca se ha quejado, le cumplo rigurosamente, cada lunes le traigo mis escritos, todo variado, le redacto horóscopos, notas policiales, cuentos románticos y policiales: lo que me encarga siempre llega a tiempo.
El editor lo contemplaba desde el podio que la fantasía de Garber había emplazado al otro lado del escritorio.
−No sé si me entiende, hombre, pero se lo voy a decir con más claridad: usted da la impresión de ser un limón que se ha quedado sin jugo. Exprimido. Y no se me ofenda... Ahora no le puedo dar más trabajo. Descanse, Garber, tómese un mes de vacaciones.
¿Qué sensación tendría un tipo que viaja en un tren que descarrila? ¿O que le cae encima una pared, un armario colgado, o la maceta con malvones del balcón de la vecina? Esa fue la impresión que tuvo Garber. Seis años íntegros dedicados a Zeditores, satisfaciendo los encargues más estrafalarios y los caprichos del editor. Usted es un fenómeno, Garber, su pluma es dúctil, prodigiosa... ¡qué haríamos sin sus colaboraciones!
Permanecía callado, traspiraba, sus ojos se empequeñecían hasta atrancarse, procuraba evitar las lágrimas, y se aborrecía.
–¿Porqué me hace esto, señor Zegman? Le fui fiel, dejé otras ofertas para cumplir con la editorial, acepté la peor de las condiciones con tal de que publicara mi labor literaria... ¿y ahora?
–¿A qué se refiere con la peor de las condiciones?
–Nunca me aumentó la tarifa por las notas, jamás me dio un extra, y aunque le rogué que me ayudase a publicar mi libro de cuentos, usted ni me escuchó, se encogió de hombros. Luego que le traje el manuscrito, no merecí una respuesta... y cuando insistí se rió en mi cara.
Zegman dio por terminada la entrevista y le dijo que le iba a telefonear cuando tuviese novedades. Salió de la editorial. Cabizbajo, la testa reluciente, los pies arrastrándose, lagrimones gruesos como lentejas.
Llegó a la casa. Abatido. Se deslizó hasta su cuarto en silencio, casi incrustado en la pared, sorteando cuadros, tapices bordados y todas las porquerías que juntaba la mujer. No le sirvió.
–¿De quién te escondés, Garber? ¿quién te persigue? ¿tu sombra?
El sarcasmo de la mujer le provocó una cólera licuada, los ojos eran como sifones que perdiesen lágrimas de gas. Comenzó a aborrecerse.
Se metió en el cuarto protector, cerró los postigos, se apoltronó frente al monitor e hizo una lista de todo los trabajos que escribió ese año para la editorial. Fue garabateando los nombres y las fechas de cada uno. Eran en total cerca de cincuenta notas entre cuentos, comentarios sobre temas culturales, dos críticas de libros, cuatro horóscopos y una semblanza de la vida de Sharón, yacente como un faraón embalsamado en un hospital de Jerusalén. Abrió las revistas que nunca había leído. Halló los textos, sin faltar ninguno. Todos escritos por él. Ninguno con su nombre...
Sabía que era un espectro de escritor. Un cero. Agarró la pistola del hijo, la observó un largo rato, curioso. Jadeaba. La guardó en el armario y le echó el candado. Luego, largándose a llorar se aborreció.
Dos años después fue visto en el edificio de Telefónica Argentina de Maipú y Corrientes. Pasaba el lampazo por el piso, manejaba la aspiradora quita polvo y la franelita amarilla con destreza de trapecista.
Ahora escribe salutaciones de navidad y año nuevo. La compu la usa para jugar al póquer y el ajedrez. Nada de bohemia. Cara feliz. Pelo corto. Ahhh; y solterito, calvo y sonriente...
Andrés Aldao
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sábado, 10 de noviembre de 2007
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