Poema con maracas.
Que se hombren las maracas
que se hombren
y fracturen con ritmo clandestino
mis caderas de mujer.
Que se hombren las maracas
que se hombren
hoy con música fragosa
y masculinen mi piel.
Camaleón sin lazos.
Ese camaleón que nos habita
cuando estamos tan lejos de la casa
crece, no escatima ni una lágrima
apoyado en la corteza de los hombros.
que se han vuelto un parapeto
en el destierro
doble cárcel con brillo de pellejo verde.
Partir.
Volar con zapatos silenciosos
cuando el trono de mis piernas se desplome
en la inercia alguna vez carruaje
en que se pierda el reflejo
malogrado de mis vueltas.
Saber que floreció el carrusel
en el jardín de mis Evas
cuando todos los ombligos de mis hijos
sean árboles y frondas con sus frutos
y hasta sus nidos de pájaros
me cobijen en la tierra.
Desamparo.
Con vestidura de pestes y escarpines viejos
como sabandija o como verso oscuro
sólo la ruptura tiene don de abrigo.
Y es que la ausencia con su anchura de tiniebla
se desgaja a los pies de cualquier calle
rumiando la llave al carcelero de la eternidad
como el perro de la mala suerte
intentando la limosna
hueso cifrado de tumultos.
Coyunturas.
Cómo sujetar este antifaz
que resbala recorriéndome los huesos
hasta el póstumo grillete de la espalda.
Cómo acentuarle las facciones si se escurre
y en otra carrera inteligible
en que apenas soy un nudo, su garganta
me arrebata la memoria
donde yacen laberintos que recurren.
Cómo posponer la brevedad
en el tracto de las sienes
si un troquel de sombras nos dibuja
y es auténtico ese hueco en la mirada.
Y es tan torpe este latido
sin la máscara
que se funde en el engrudo de mi ser.
Perxistencial.
Aún queda la memoria
piélago interior de tiempo,
y está a salvo aquel lugar donde el olvido
no alcanzará jamás las curvas del reloj,
aunque cierre amargamente la cortina
esa infausta eternidad
que es siempre noche.
Maldición.
Me copia interminablemente
el retoño donde prolifero
hasta los retratos.
Si en el fondo
como esa medida en que corro
- sangre vieja -
no estuvieran
las mujeres que me asaltan,
borraría la arcilla del linaje.
Pero abundo sin saber qué hacer
lluevo sinfín como costumbre
lanzada eternamente sobre los espejos.
Voces.
Esa voz que fractura la sombra
y deja por detrás
un humo tan pesado
como si le crecieran piernas
que nos quieren alcanzar
llega, al parecer, desde la noche.
Un cordón invisible sostiene algo de luz,
pero la carga trazada por el miedo
enfunda en barullos otra voz
y por mucho que intente raspar la telaraña
ese agudo silencio, que es de plomo,
corta intenciones en el aire.
Escrivdente.
Era de un dolor abandonado
la caligrafía, aquella dosis
altamente peligrosa
en que apostaba
como un viento enredándosele al cuerpo
la música garabateada
que le salía de los dedos.
Sólo aquel aterrador silencio
le alentaba.
Velada.
Acaso aclimatarse a la contradicción
que aúlla en un retazo de sus ojos
es dejarse lleva por el acaso.
Arrancar el cadáver de raíz
cuesta larga digestión
y en un mechón de la historia
en que enmudece la piel
tendrá que conformarse
sin que surja entre escombros
el abrazo.
Esmalte.
Era novísima y dichosa
invadida de luz
como Eva derramada
en la carátula de la existencia.
Los dientes del espejo
querían arrancarle el corazón,
lanzarlo al caldo de los días,
clausurarle el paraíso entre las uñas.
La otra.
La otra frente a mí se da la vuelta
y una torre de pájaros colapsa.
En su cabeza la fecha pierde el límite
permitiéndole al fin que sea mañana.
Desde sus manos, mis manos
no cesan de copiar pájaros muertos.
María Eugenia Caseiro ©
buhowriter@hotmail.com
miércoles, 5 de diciembre de 2007
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