Desde que la internet se transformó en la red que une a algunas personas que se conocen y a millones de personas que no se conocen, creó un lenguaje propio y maneras diferentes de enviar mensajes.
Todo es la remake de viejas usanzas. Los mails son las cartas que antes pasaban por las oficinas de correo y las mochilas de los carteros, que ingresaban por debajo de las puertas y a veces llegaban con los bordes ajados y alguna mancha de humedad. Las viejas cartas tenían la saliva en el pegamento, la letra despatarrada o prolija, la firma dibujada y las posdatas del "justo me acordé ahora".
El chat, conversación telefónica pero sin contar los minutos que sumaban pulsos a pagar el mes entrante.
Los PPS son las tarjetas, las postales. Imágenes elegidas porque no había otra cosa, o para mostrar el puente colgante, el monumento de la plaza, el breve fragmento de la ciudad o el perrito gracioso con mensajes picarescos. Importaba más la intención que la foto, era un "me acuerdo de vos desde estas hermosas playas".
Los PPS suelen ser almibarados, con una música que rezuma miel pasada, unos textos que a Corin Tellado lo hubiesen hecho ruborizar por el romanticismo exagerado. Imágenes de fotoshop donde las flores y los cielos están subidos al máximo de su posibilidad de molestar la vista, como los viejos almanaques de almacén. Cándidos los PPS, ingenuos.
Pero son invariablemente ciertos. Y emocionan.
Generalmente en esas frases obvias y temas recurrentes, dicen, como las telenovelas, las dos o tres cosas en las que estamos de acuerdo. Que la amistad es necesaria, que la solidaridad es imprescindible, que la vejez es más fácil cuando se ha vivido, que la fortaleza no tiene que ver con la fuerza física, que el hoy es el único momento posible, que el amor tiene muchas expresiones pero que siempre, siempre, vale la pena.
Miles de PPS y miles de fotografías y miles de temas musicales de una simplicidad y contundencia que remiten de inmediato a las técnicas publicitarias. Emoción garantida, lágrima a flor de clik, inmediatez y olvido.
Pero ciertos, pero enviados por cariño, compartidos con entusiasmo o borrados de la bandeja de entrada con el hartazgo de lo inabarcable y recurrente.
No me enojan los PPS. Casi nunca los abro, pero no me enojan.
Valoro y disfruto las construcciones arquitectónicas de los textos de Huxley, la expresión escueta de Borges, los juegos de Cortázar con las palabras, esas perras negras. Me maravilla la extrema percepción de lo oculto en Sartre, lo difuso y oscuro en Kafka, el ritmo oceánico de Faulkner, la labor imperceptible de las atmósferas de Virginia Wolf.
Pero lloro con los PPS. Qué lo voy a negar, los PPS me emocionan.
Me emociono aunque sepa que están todos los resortes a la vista. Aunque vengan con la esencia de cebolla que brota de la pantalla. A pesar del sentimentalismo barato.
Los borro sin abrir. Pero cada tanto, un título llamativo o unos minutos muertos me llevan a asomarme al mundo de los textos ilustrados, y mi departamento se llena de aromatizador de ambientes (siempre me recuerdan a los baños públicos), y yo suelto la lágrima necesaria.
Y alguna vez, en la soledad de la tristeza, un insípido PPS me dice que una amiga se acordó de mí, y me alegra, y me hace compañía, y me recuerda que hay gente allá afuera.
Valgan las tarjetas postales, cuando llevan a contestar al remitente.
Todo es la remake de viejas usanzas. Los mails son las cartas que antes pasaban por las oficinas de correo y las mochilas de los carteros, que ingresaban por debajo de las puertas y a veces llegaban con los bordes ajados y alguna mancha de humedad. Las viejas cartas tenían la saliva en el pegamento, la letra despatarrada o prolija, la firma dibujada y las posdatas del "justo me acordé ahora".
El chat, conversación telefónica pero sin contar los minutos que sumaban pulsos a pagar el mes entrante.
Los PPS son las tarjetas, las postales. Imágenes elegidas porque no había otra cosa, o para mostrar el puente colgante, el monumento de la plaza, el breve fragmento de la ciudad o el perrito gracioso con mensajes picarescos. Importaba más la intención que la foto, era un "me acuerdo de vos desde estas hermosas playas".
Los PPS suelen ser almibarados, con una música que rezuma miel pasada, unos textos que a Corin Tellado lo hubiesen hecho ruborizar por el romanticismo exagerado. Imágenes de fotoshop donde las flores y los cielos están subidos al máximo de su posibilidad de molestar la vista, como los viejos almanaques de almacén. Cándidos los PPS, ingenuos.
Pero son invariablemente ciertos. Y emocionan.
Generalmente en esas frases obvias y temas recurrentes, dicen, como las telenovelas, las dos o tres cosas en las que estamos de acuerdo. Que la amistad es necesaria, que la solidaridad es imprescindible, que la vejez es más fácil cuando se ha vivido, que la fortaleza no tiene que ver con la fuerza física, que el hoy es el único momento posible, que el amor tiene muchas expresiones pero que siempre, siempre, vale la pena.
Miles de PPS y miles de fotografías y miles de temas musicales de una simplicidad y contundencia que remiten de inmediato a las técnicas publicitarias. Emoción garantida, lágrima a flor de clik, inmediatez y olvido.
Pero ciertos, pero enviados por cariño, compartidos con entusiasmo o borrados de la bandeja de entrada con el hartazgo de lo inabarcable y recurrente.
No me enojan los PPS. Casi nunca los abro, pero no me enojan.
Valoro y disfruto las construcciones arquitectónicas de los textos de Huxley, la expresión escueta de Borges, los juegos de Cortázar con las palabras, esas perras negras. Me maravilla la extrema percepción de lo oculto en Sartre, lo difuso y oscuro en Kafka, el ritmo oceánico de Faulkner, la labor imperceptible de las atmósferas de Virginia Wolf.
Pero lloro con los PPS. Qué lo voy a negar, los PPS me emocionan.
Me emociono aunque sepa que están todos los resortes a la vista. Aunque vengan con la esencia de cebolla que brota de la pantalla. A pesar del sentimentalismo barato.
Los borro sin abrir. Pero cada tanto, un título llamativo o unos minutos muertos me llevan a asomarme al mundo de los textos ilustrados, y mi departamento se llena de aromatizador de ambientes (siempre me recuerdan a los baños públicos), y yo suelto la lágrima necesaria.
Y alguna vez, en la soledad de la tristeza, un insípido PPS me dice que una amiga se acordó de mí, y me alegra, y me hace compañía, y me recuerda que hay gente allá afuera.
Valgan las tarjetas postales, cuando llevan a contestar al remitente.
2 comentarios:
Bella reflexión del modernismo.
Gabriela Abeal
Gracias Monique, totalmente exacto, y ahora hay unas lagrimitas al terminar de leerte.
Dora Beatriz Repetto.
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