Cacho no quiere terminar el té que nos regaló en Euskadi Amaia. Amaia trajo el té desde Ámsterdam, un té con pimienta negra y cardamomo, con lúpulo y canela, con jengibre y cáscara de naranja, con albahaca y regaliz. Un té picante y dulce, un té con las especies de oriente y el largo viaje desde otros mundos a los nuevos mundos, hasta este lugar al final del globo donde los ríos son anchos como mares y albergan peces de estatura prodigiosa.
En esta noche en que la brisa es dulce y se perfuma con las flores millonarias del jazmín del Paraguay, en que la noche es negra y se aromatiza con el óleo fragance, en esta noche en que hablamos del Yuyo y de Hernández, de la serie de Fibonacchi y del devenir de las bolsas.
Cacho no quiere acabar con los saquitos que ya casi no quedan en una caja de cartón que promete con su nombre la “Felicitá”. Porque después ya no habrá, porque toda felicidad es pasajera, porque la historia, lo dijo Borges, crece, atroz, sobre nosotros. Porque Ámsterdam queda muy lejos, porque el hermoso gesto de Amaia sacando de su bolso la cajita con papel de mariposas ya fue, ya se perdió en la acumulación de días, y no habrá más tés con nombres engañosos y sin embargo tan certeros.
Cacho, como todos, como todos los hombres que fueron y serán, quiere prolongar la delicia, el pasado que se termina, lo que está próximo a desaparecer en la nebulosa frontera, en la difusa zona de los recuerdos.
Cacho, como Atget, como ese fotógrafo que era viejo cuando nuestro mundo conocido era joven, quiere rescatar la vida de la muerte. Quiere conservar lo que es perecedero, lo que es fugaz, lo que por destino propio e impuesto debe morir.
El fotógrafo Atget en París, con técnicas que ya estaban perimidas, sumando sin saberlo muerte a la muerte, con placas de vidrio, con cámaras perimidas, con el ansia inconducente de extraer imágenes a la decadencia, el fotógrafo Atget fotografiaba incansablemente, o cansado quizás, quizás muy cansado, quién sabe, pero el fotógrafo Atget con su trípode y su cámara negra y aparatosa tomaba las imágenes finales de una París que se difuminaba en la sombra negada de un siglo, que nuevo y hermoso se daba a derruir las viejas edificaciones para crear una París eficiente y moderna.
Cacho duda frente al saquito de té que puede ser último. Atget incansablemente, cansado quizás, muy cansado, ya un hombre viejo, fotografiaba hermosos pasajes de una historia que se derruía, que se despedazaba, que se sustituía en nuevas construcciones sin fantasmas. Al dorso de un cartón escribió con hermosa letra inclinada hacia la derecha “a derruir”. Y era un edificio sin interés, una ventana, una puertecita, un empedrado, un cielo en blanco y negro. Apenas un testimonio de los que vivieron, odiaron, murieron, lucharon. Todos muertos.
La imposible necesidad de los guardadores, de los historiadores en fin, de los memoriosos, de los que congelan en su mente perecedera un momento perecedero.
Y las pirámides que se desgastan con el viento del desierto, y las murallas que momento a momento pierden una piedrecita insignificante pero decisiva, y los ejércitos que se despeñan en la sucesión del mar que embate sin tregua ni sosiego.
Cacho paladea el té que puede ser último, Atget sacó la última fotografía de los ladrillos que hoy son relleno de calzada, el mundo cambia, la tierra se estremece, los continentes gritan en la noche. El hombre se pierde, también, en la noche.
Benditos los que creen en la belleza de resguardar por un breve, maravilloso, necesario momento, la mínima llama de una candela en el inconmensurable universo.
Mónica Russomanno
russomannomonica@hotmail.com
En esta noche en que la brisa es dulce y se perfuma con las flores millonarias del jazmín del Paraguay, en que la noche es negra y se aromatiza con el óleo fragance, en esta noche en que hablamos del Yuyo y de Hernández, de la serie de Fibonacchi y del devenir de las bolsas.
Cacho no quiere acabar con los saquitos que ya casi no quedan en una caja de cartón que promete con su nombre la “Felicitá”. Porque después ya no habrá, porque toda felicidad es pasajera, porque la historia, lo dijo Borges, crece, atroz, sobre nosotros. Porque Ámsterdam queda muy lejos, porque el hermoso gesto de Amaia sacando de su bolso la cajita con papel de mariposas ya fue, ya se perdió en la acumulación de días, y no habrá más tés con nombres engañosos y sin embargo tan certeros.
Cacho, como todos, como todos los hombres que fueron y serán, quiere prolongar la delicia, el pasado que se termina, lo que está próximo a desaparecer en la nebulosa frontera, en la difusa zona de los recuerdos.
Cacho, como Atget, como ese fotógrafo que era viejo cuando nuestro mundo conocido era joven, quiere rescatar la vida de la muerte. Quiere conservar lo que es perecedero, lo que es fugaz, lo que por destino propio e impuesto debe morir.
El fotógrafo Atget en París, con técnicas que ya estaban perimidas, sumando sin saberlo muerte a la muerte, con placas de vidrio, con cámaras perimidas, con el ansia inconducente de extraer imágenes a la decadencia, el fotógrafo Atget fotografiaba incansablemente, o cansado quizás, quizás muy cansado, quién sabe, pero el fotógrafo Atget con su trípode y su cámara negra y aparatosa tomaba las imágenes finales de una París que se difuminaba en la sombra negada de un siglo, que nuevo y hermoso se daba a derruir las viejas edificaciones para crear una París eficiente y moderna.
Cacho duda frente al saquito de té que puede ser último. Atget incansablemente, cansado quizás, muy cansado, ya un hombre viejo, fotografiaba hermosos pasajes de una historia que se derruía, que se despedazaba, que se sustituía en nuevas construcciones sin fantasmas. Al dorso de un cartón escribió con hermosa letra inclinada hacia la derecha “a derruir”. Y era un edificio sin interés, una ventana, una puertecita, un empedrado, un cielo en blanco y negro. Apenas un testimonio de los que vivieron, odiaron, murieron, lucharon. Todos muertos.
La imposible necesidad de los guardadores, de los historiadores en fin, de los memoriosos, de los que congelan en su mente perecedera un momento perecedero.
Y las pirámides que se desgastan con el viento del desierto, y las murallas que momento a momento pierden una piedrecita insignificante pero decisiva, y los ejércitos que se despeñan en la sucesión del mar que embate sin tregua ni sosiego.
Cacho paladea el té que puede ser último, Atget sacó la última fotografía de los ladrillos que hoy son relleno de calzada, el mundo cambia, la tierra se estremece, los continentes gritan en la noche. El hombre se pierde, también, en la noche.
Benditos los que creen en la belleza de resguardar por un breve, maravilloso, necesario momento, la mínima llama de una candela en el inconmensurable universo.
Mónica Russomanno
russomannomonica@hotmail.com
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