lunes, 29 de septiembre de 2008

Alfredo Di Bernardo: Relato con ómnibus y perro


Los primeros ladridos se escucharon apenas el colectivo arrancó para dejar atrás la parada de Pedro Víttori y Cándido Pujato. Nadie pareció prestarles mayor atención, claro, tan abstraídos estábamos todos en nuestros respectivos universos personales. En ese primer instante fueron sólo un elemento más del paisaje sonoro de la ciudad, un ruido apenas perceptible que surcaba el anochecer, asomado por detrás del murmullo de los pasajeros y la ronquera del motor, mezclándose con el andar de los autos que, en lenta procesión, volvían de la Costanera.
Unos segundos más tarde, sin embargo, mientras el colectivo atravesaba la cuadra siguiente, los ladridos adquirieron mayor nitidez. Quizás porque despertaron un eco desquiciado en otros perros que respondieron con enojo a semejante desorden en sus dominios. Fue como si el ómnibus hubiese quedado por un momento en el medio de una invisible línea de fuego, obstruyendo con su paso el feroz torneo de insultos caninos. "Uh, se alborotó la perrada", comentó jocoso un muchacho a su compañero de viaje. Por reflejo, miré a través de la ventanilla pero fue inútil: la oscuridad del vidrio, sumada a la escasa iluminación del lugar se confabularon para impedir que obtuviera mayores precisiones.
El colectivo dobló hacia la izquierda y una idea fugaz centelleó como al descuido en los márgenes de mi percepción: ahora el barullo quedaría atrás, olvidado para siempre entre las sombras del Paseo del Restaurador. Me equivoqué. Los ladridos originales, ya sin réplica alguna, deaparecieron en el semáforo en rojo de 25 de Mayo y no cesaron siquiera cuando el colectivo volvió a doblar, esta vez hacia el sur. Anulado ya mi ensimismamiento previo, intenté buscarle al episodio una justificación. Imaginé al perro que causaba el alboroto ocupando la parte trasera de
alguna camioneta y supuse que ésta, por una curiosa coincidencia, venía realizando
el mismo recorrido que el colectivo. Sin embargo, ambas hipótesis -la de la casualidad y la de la camioneta- se hicieron añicos apenas escuché al mismo muchacho de antes formular un nuevo comentario, más elocuente que el primero: "Mirá, ahí está el perro". Acerqué mi cara al vidrio y alcancé a divisar una mancha móvil que aparecía y desaparecía según lo bañara o no el resplandor de las luces de sodio, una figura borrosa que quedaba dentro o fuera de cuadro según el ómnibus aumentara o aminorara su velocidad. No, no había azar ni dudas: el perro estaba suelto y venía corriendo al colectivo.
Ni siquiera el cruce del Bulevar logró impedir la continuidad de tan tenaz persecución. Bastaba que el ascenso o descenso de alguna persona inmovilizara momentáneamente nuestra marcha para que, al cabo de unos segundos, el animal volviera a darnos alcance y los ladridos reaparecieran con renovado énfasis. Detrás de su aparente comicidad, el espectáculo tenía algo de inquietante, de dramático, un significado profundo que no resultaba accesible. Era como presenciar un diálogo que se intuye importante pero sin entender el idioma en el que se está sosteniendo.
La situación se prolongó por un buen rato. Cuando me levanté para tocar el timbre, hice una rápida cuenta mental y me asombró comprobar que aquella tensa carrera llevaba ya catorce cuadras. Mientras depositaba mis pies en la vereda, el animal pasó corriendo frente a mí, se detuvo ante la puerta delantera del ómnibus y se puso a ladrar en dirección al interior. Sólo entonces pude verlo bien: era negro, bastante grande y de orejas caídas. No parecía ser un perro de raza, pero había en su porte, en su postura firme y desafiante, esa nobleza que emana de ciertos desamparos. ¿Qué señales vería ese animal en aquel gigantesco monstruo amarillo que
lo estaba eludiendo? ¿Por qué no se resignaba a dejarlo ir? ¿Qué habría detrás de esa obstinación desesperada? ¿Un reproche hacia quien lo abandonó, un reclamo de venganza, la intuición de algún peligro?
El colectivo se puso otra vez en marcha y el perro reanudó su carrera detrás de él. Me quedé mirándolos por pura inercia, sabiendo que no habría de obtener ninguna explicación. Los vi alejarse hacia el oeste, hasta que sus siluetas se fundieron con la oscuridad y se perdieron, juntas, en los abismos del domingo.

Alfredo Di Bernardo
De Crónicas del Hombre Alto (nº 43)
alfdibernardo@ciudad.com.ar

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