Ella entra al dormitorio recién bañada, envuelta en un toallón color turquesa, descalza, el cabello ceñido a la altura de la nuca con un elástico negro. No me mira. Abstraída vaya a saber en qué pensamientos propios de un día cansador que se termina, no advierte que yo sí la estoy mirando, que sigo desde la cama cada uno de sus movimientos.
Afuera, marzo se deshace sobre la ciudad en un aguacero noctámbulo y el viento balbucea palabras ininteligibles junto a la ventana. Adentro, sólo los pasos leves de ella y el zumbido del ventilador vulneran el silencio de la casa.
Ella acomoda el toallón húmedo sobre la baranda que rodea el entrepiso y se pone la remera con la que habrá de dormir (una remera que le queda grande porque es mía). Al hacerlo, un mechón ondulado escapa de la prisión de tela que lo retenía y queda suspendido junto a su mejilla izquierda, como un estilizado signo de pregunta que rebota graciosamente en el aire.
A pesar de su simpleza, el hecho logra captar mi atención más profunda y no entiendo por qué la imagen de ese rizo lánguido que se balancea rozándole la cara me conmueve de tal forma. Soy el espectador solitario de un acontecimiento mínimo, sutil, cuyo fugaz fulgor se abre paso entre los pliegues de lo cotidiano y viene a subrayar en mi interior la certeza de que amo a esa mujer.
Ajena por completo a esta epifanía doméstica, ella se sienta en el borde de la cama, programa el despertador, se quita la tira elastica y le devuelve a su pelo la libertad transitoriamente cercenada. Después, se acuesta, apaga la luz y se acurruca junto a mí, tomando mi hombro por almohada.
"Escuchá cómo llueve", murmura, y nos quedamos así, abrazados en silencio, atentos al soliloquio monocorde que la noche derrama sobre las calles y las casas.
Alfredo Di Bernardo
Crónicas del Hombre Alto (n° 61)
http://cronicasdelhombrealto.blogspot.com/
Afuera, marzo se deshace sobre la ciudad en un aguacero noctámbulo y el viento balbucea palabras ininteligibles junto a la ventana. Adentro, sólo los pasos leves de ella y el zumbido del ventilador vulneran el silencio de la casa.
Ella acomoda el toallón húmedo sobre la baranda que rodea el entrepiso y se pone la remera con la que habrá de dormir (una remera que le queda grande porque es mía). Al hacerlo, un mechón ondulado escapa de la prisión de tela que lo retenía y queda suspendido junto a su mejilla izquierda, como un estilizado signo de pregunta que rebota graciosamente en el aire.
A pesar de su simpleza, el hecho logra captar mi atención más profunda y no entiendo por qué la imagen de ese rizo lánguido que se balancea rozándole la cara me conmueve de tal forma. Soy el espectador solitario de un acontecimiento mínimo, sutil, cuyo fugaz fulgor se abre paso entre los pliegues de lo cotidiano y viene a subrayar en mi interior la certeza de que amo a esa mujer.
Ajena por completo a esta epifanía doméstica, ella se sienta en el borde de la cama, programa el despertador, se quita la tira elastica y le devuelve a su pelo la libertad transitoriamente cercenada. Después, se acuesta, apaga la luz y se acurruca junto a mí, tomando mi hombro por almohada.
"Escuchá cómo llueve", murmura, y nos quedamos así, abrazados en silencio, atentos al soliloquio monocorde que la noche derrama sobre las calles y las casas.
Alfredo Di Bernardo
Crónicas del Hombre Alto (n° 61)
http://cronicasdelhombrealto.blogspot.com/
1 comentario:
maravilloso!!!!!
cristina
libera
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