Yo conocí a Cachito y a Dorita. Son pobres, son ancianos, viven en una casa cerca del río, lejos del pueblo más cercano, y se ayudan a sobrevivir con una quinta y un gallinero. Ella cose ropa para afuera aunque la vista ya le falle, y los ojos enrojecidos se quejen de este esfuerzo suplementario, este esfuerzo de seguir trabajando cuando deberían descansar.Cachito era ferroviario. No tiene estudios, pero tiene la educación del sindicato, cuando los italianos trajeron junto a las propuestas comunistas y anarquistas, la curiosa idea de que un operario tenía que leer, informarse, comprender no sólo su país sino el mundo. Los sindicatos tenían bibliotecas, eran fraternidades, tenían el ansia de formar hombres libres trabajando con dignidad.
La meta no era enriquecerse, no era lograr un puestito cómodo, no era acomodar a los hijos, nietos y sobrinos. Su ideal era que los compañeros o camaradas tuviesen una vida digna y estuviesen orgullosos de construir una sociedad igualitaria.
Cachito dobla la espalda sobre la tierra arenosa, tan poco proclive a la dádiva, para recoger las verduras y llevarlas a la mesa. Dorita riega las plantas con flores que adornan el jardín delantero. Los perros arman barullo alrededor. No son ricos pero encarnan la mayor riqueza que puede haber, la riqueza onerosa de quien tiene la conciencia limpia. Y es hacia el final cuando se hacen las sumas y las restas para conocer el resultado.
De qué riqueza gozarán los gremialistas que envejecen en mansiones, qué conciencia dormirá sus noches cuando usan la mentira para perpetuarse en el poder, cuando celebran el embrutecimiento de sus afiliados, lo potencian, y utilizan discursos anodinos que llenan el vacío con palabras efímeras. Quién recordará sus nombres con emoción, si sus nombres están unidos a negociados innombrables, dobles sueldos, diezmos. Si cada acto, cada discurso, aún los correctos, esconden intenciones confundidas con réditos personales.
Y qué aporte habrán hecho a nuestra patria. Enseñar a la gente a tener miedo, a callar, a tomarse del pasamanos del colectivo sin saber que el colectivo les pertenece. Los gremialistas de la política del vasallaje enseñan constantemente que el sindicato es del sindicalista, que hay un padre que premia o castiga, y que los afiliados reciben dádivas. Enseñan a no hacer preguntas molestas, enseñan que no hay que cuestionar al cuerpo directivo, porque pueden enojarse y retirar los regalos que ofrecen. Y no proponen debates, los clausuran con un portazo ofendido.
Dicen, cuando están apurados, que todos somos iguales; para que lo canallesco, al difundirse, se torne borroso y nos abarque.
Reafirman nuestra cultura colonialista con patrones y siervos dóciles. Desde los pequeños ámbitos crean las células que forman el organismo político de nuestra nación.
Morirán en sus mansiones bajo sábanas limpias. No hay dudas. Pero la cama simple de Cachito y Dorita es más fuerte que sus cuentas de banco. Y si alguna vez el automóvil de un secretario general se cruza con la bicicleta de Cacho, deberá detenerse y hacer una reverencia, avergonzado de su brillo superficial a fuerza de cera y paño.
Mónica Russomanno
russomannomonica@hotmail.com
martes, 1 de mayo de 2007
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