Venían avanzando por el barrio. Fue entonces que decidió enrejarse. Primero los Peralta, un mes después le tocó a la familia Rodríguez.
-Es una ruleta rusa –les había comentado Nidia con impotencia a los verduleros de la cuadra contigua una semana atrás. Comenzó con las ventanas, siguió con el balcón, y para no quedarse corta con los miedos, apostó fuerte y cerró toda la casa con rejas negras hasta los dos metros. Ni siquiera “el Apache” (como lo llamaba ella), un ovejero alemán criado a fuerza de duros y pelados huesos, con su estirpe de guardián, podía darle la tranquilidad que tanto buscaba.
Sí, puso las rejas aunque hubiese tenido que gastar incluso el último peso ahorrado en la cajita de los viajes. Nidia tenía dos cajas de ahorro: una de madera para los viajes, que guardaba en la alacena de la cocina entre ollas, sartenes y jarros; y la otra, una de tela, que ella misma había forrado y escondía entre sus ropas en un cajón del ropero, esa, era para los pequeños imprevistos. No creía en los Bancos. La última vez que consiguió ahorrar unos pesitos se los “encorralaron”, y luego la devaluación le comió hasta la esperanza. En los abogados tampoco creía: quién le hizo la sucesión de los padres se quedó casi con la mitad de todo; y el que lo defendió en el conflicto laboral a José -su marido y compañero de toda la vida-, le perdió el expediente y luego emigró a España sin decirle ni hasta luego. Justamente por motivos que ahondaban en la realidad, y por aquellos enraizados en el instinto, mejor cuidaba de sus propios intereses sin depender de nadie.
Romelia, la vecina con quien salía a caminar, ya le había pagado un curso de defensa personal a la hija; y el esposo se había convertido, por obra y gracia de la necesidad, en asiduo frecuentador del Tiro Federal. Sabía además por infidencias de Patricia, la hermana del almacenero de la esquina, que don Carlos también se había armado. Poco a poco, ante la inoperancia de quienes decían velar por la seguridad, habían creado los más osados y decididos una comisión de defensa en la Sociedad de Fomento. Entre algunas propuestas que prosperaron estaba una especie de cadena telefónica: y Nidia se encontraba en el quinto lugar de la lista. Quedaron de pegar los números de teléfono de cada uno: en la heladera, como un imán de propaganda y al primer llamado acudir todos los vecinos al auxilio. Así lo hicieron. Tanto por el ímpetu de responder a la palabra empeñada como para preservar lo más importante que tenían: ellos mismos. Durante un largo tiempo funcionó. Se cuidaban las espaldas, estaban atentos, se movilizaban cuando alguno se encontraba solo.
Dos días antes del hecho, un jueves de Julio, Nidia había recibido una encomienda de su nuera que vivía en Esquel: con dulces de la zona, un abrigo de lana tejido a mano por ella, sumando la infaltable grapa para José. Pese a los regalos, íntimamente nunca ella le perdonaría a Nora, su nuera, que se llevase a su único hijo tan lejos y que sus únicos nietos (Damián y Paula) ha quienes veía cada tres o cuatro años, crecieran casi sin reconocer a sus abuelos. En la cartita que incluía el envío, comentaban que quizás la próxima Navidad la pasasen juntos, estaban pensando en visitarlos para fines de diciembre. Pero Nidia había aprendido con los años a esperar sin desesperar, a entender sin comprender, a creer sin exigir; y más: a amar sin pretender.
Aquella mañana se presentó soleada. Los nubarrones del día anterior se desvanecieron entre las estrellas y una luna llena testimoniaba un día radiante, cálido. El viento gélido propio de la época parecía haber mudado de escena. En su jardín los árboles de siempre aparecían desnudos y sin vida, como esperando ansiosos lo próximos frutos y el verdor que les devuelve para vestirse la primavera: faltaban dos meses y yapa apenas para la época del año más querida por Nidia, aquella sería su primavera número setenta y siete. Salió entonces a caminar con Romelia. Lo hacía todos los miércoles y sábados temprano adelantándose a la fajina cotidiana con el humor del buen andar. Sus años sólo le pesaban en algunas articulaciones que le marcaban el cambio climático, sobre todo cuando el frío de la mano de la humedad se acentuaba. Almorzó con José como todos los mediodías: verduras, frutas y ocasionalmente algo de carne. Se cuidaban, comían sano y hacían los deberes que les indicaba el médico: nada de sal, poco de azúcar y de grasas. Pero José, en vez de pasear hacia ningún sitio, prefería las bochas y el ajedrez con los viejos amigos del club. A la tarde, retomaron sus actividades: novelón o tejido para Nidia; un libro, la radio o el jardín para José. Cenaron una sopa, se permitieron un helado de postre aprovechando el hermoso día, y unos minutos más tarde bebieron un tecito de tilo: como lo hacían cada noche pretendiendo un buen dormir.
-Acordáte viejo de cerrar la puerta del patio, y dejálo afuera al Apache –dijo Nidia gritando desde su cuarto.
Él solía quedarse un rato más mientras bebía la grapa y completaba las palabras cruzadas. Pero no sintió ruidos extraños. Ni siquiera atinó a ladrar el bravo ovejero -nadie se explica por qué. Tal vez José olvidó otra vez cerrar la puerta pese a los pedidos de su querida compañera. La conjeturas entre los vecinos y curiosos fueron demasiadas después de acontecido el hecho. Que entraron por el patio; quizás por la ventana del baño; que eran conocidos o desconocidos, acaso el pintor o el albañil que les hizo aquél arreglito; o los muchachos de la otra cuadra con pinta de sospechosos; que no funcionó la cadena telefónica… etcétera. En fin, ¡se dijeron tantas cosas!
Ella intuyó algo extraño. Apenas intentó levantarse ya le habían apuntado con el arma diciéndole que matarían a su esposo sino colaboraba. No lo pensó dos veces. Les entregó sus dos cajas de ahorro celosamente atesoradas: una ya estaba vacía gracias a las rejas, sin embargo quedaba la de los imprevistos para saciar la voracidad extraña. Les pidió que se retirasen sin hacerles daño y con los electrodomésticos que quisieran. Uno de ellos se río. Gritaba, cantaba y reía como loco. Los imaginó drogados como decían en las noticias. Porque no entendía la maldad natural, menos las injusticias; más, aún creía en los premios y castigos y en ser artífice de un destino bien cuidado. Cuando ellos huyeron por una bocina oportuna, que dejó de sonar cuando se perdían sus huidizas sombras, encontró a José tendido sobre la mesa como quien se entrega al descanso con el simple desenfado del cansancio. Y, de no ser por el hilo de sangre que recorría sus sienes, nada le hubiera hecho pensar en algo grave.
Nidia lloró con el dolor profundo y agónico del amor mutilado. Se quedó quieta, quebrada de dolor, a su lado, compartiendo un interminable silencio. Lo abrazó. Apoyó la cabeza sobre su brazo inerte extendido en la mesa. Mientras, aturdida en el propio desamparo escuchaba como si viniese de otros mundos el festejo de sueños ajenos, pues la televisión estaba prendida y se sucedían las noticias como un eco: era otro aniversario de la Independencia; todavía continuaba la euforia por el campeonato mundial de fútbol y el festejo de los tanos; una asociación invitaba a una cena de agasajo; y un nuevo desfile de modas se promocionaba para el próximo sábado. ¡El mundo seguía girando tan ajeno a su dolor! Y ella quedó ahí, atrapada junto al mejor sueño que había vivido. A su apache mutilado, a su José dormido, a sus cajas de ahorro pisoteadas, a su vida.
La encontraron los vecinos la tarde siguiente: inexplicablemente tiesa. Sin rastros de herida física y con sus labios sellados sobre las manos de su amor.
Afuera, la tarde bordeaba la noche, los vecinos rumoraban en las esquinas, y las enormes rejas recién pintadas brillaban con el último haz de luz del generoso febo.
Miryam Arcerito
-Es una ruleta rusa –les había comentado Nidia con impotencia a los verduleros de la cuadra contigua una semana atrás. Comenzó con las ventanas, siguió con el balcón, y para no quedarse corta con los miedos, apostó fuerte y cerró toda la casa con rejas negras hasta los dos metros. Ni siquiera “el Apache” (como lo llamaba ella), un ovejero alemán criado a fuerza de duros y pelados huesos, con su estirpe de guardián, podía darle la tranquilidad que tanto buscaba.
Sí, puso las rejas aunque hubiese tenido que gastar incluso el último peso ahorrado en la cajita de los viajes. Nidia tenía dos cajas de ahorro: una de madera para los viajes, que guardaba en la alacena de la cocina entre ollas, sartenes y jarros; y la otra, una de tela, que ella misma había forrado y escondía entre sus ropas en un cajón del ropero, esa, era para los pequeños imprevistos. No creía en los Bancos. La última vez que consiguió ahorrar unos pesitos se los “encorralaron”, y luego la devaluación le comió hasta la esperanza. En los abogados tampoco creía: quién le hizo la sucesión de los padres se quedó casi con la mitad de todo; y el que lo defendió en el conflicto laboral a José -su marido y compañero de toda la vida-, le perdió el expediente y luego emigró a España sin decirle ni hasta luego. Justamente por motivos que ahondaban en la realidad, y por aquellos enraizados en el instinto, mejor cuidaba de sus propios intereses sin depender de nadie.
Romelia, la vecina con quien salía a caminar, ya le había pagado un curso de defensa personal a la hija; y el esposo se había convertido, por obra y gracia de la necesidad, en asiduo frecuentador del Tiro Federal. Sabía además por infidencias de Patricia, la hermana del almacenero de la esquina, que don Carlos también se había armado. Poco a poco, ante la inoperancia de quienes decían velar por la seguridad, habían creado los más osados y decididos una comisión de defensa en la Sociedad de Fomento. Entre algunas propuestas que prosperaron estaba una especie de cadena telefónica: y Nidia se encontraba en el quinto lugar de la lista. Quedaron de pegar los números de teléfono de cada uno: en la heladera, como un imán de propaganda y al primer llamado acudir todos los vecinos al auxilio. Así lo hicieron. Tanto por el ímpetu de responder a la palabra empeñada como para preservar lo más importante que tenían: ellos mismos. Durante un largo tiempo funcionó. Se cuidaban las espaldas, estaban atentos, se movilizaban cuando alguno se encontraba solo.
Dos días antes del hecho, un jueves de Julio, Nidia había recibido una encomienda de su nuera que vivía en Esquel: con dulces de la zona, un abrigo de lana tejido a mano por ella, sumando la infaltable grapa para José. Pese a los regalos, íntimamente nunca ella le perdonaría a Nora, su nuera, que se llevase a su único hijo tan lejos y que sus únicos nietos (Damián y Paula) ha quienes veía cada tres o cuatro años, crecieran casi sin reconocer a sus abuelos. En la cartita que incluía el envío, comentaban que quizás la próxima Navidad la pasasen juntos, estaban pensando en visitarlos para fines de diciembre. Pero Nidia había aprendido con los años a esperar sin desesperar, a entender sin comprender, a creer sin exigir; y más: a amar sin pretender.
Aquella mañana se presentó soleada. Los nubarrones del día anterior se desvanecieron entre las estrellas y una luna llena testimoniaba un día radiante, cálido. El viento gélido propio de la época parecía haber mudado de escena. En su jardín los árboles de siempre aparecían desnudos y sin vida, como esperando ansiosos lo próximos frutos y el verdor que les devuelve para vestirse la primavera: faltaban dos meses y yapa apenas para la época del año más querida por Nidia, aquella sería su primavera número setenta y siete. Salió entonces a caminar con Romelia. Lo hacía todos los miércoles y sábados temprano adelantándose a la fajina cotidiana con el humor del buen andar. Sus años sólo le pesaban en algunas articulaciones que le marcaban el cambio climático, sobre todo cuando el frío de la mano de la humedad se acentuaba. Almorzó con José como todos los mediodías: verduras, frutas y ocasionalmente algo de carne. Se cuidaban, comían sano y hacían los deberes que les indicaba el médico: nada de sal, poco de azúcar y de grasas. Pero José, en vez de pasear hacia ningún sitio, prefería las bochas y el ajedrez con los viejos amigos del club. A la tarde, retomaron sus actividades: novelón o tejido para Nidia; un libro, la radio o el jardín para José. Cenaron una sopa, se permitieron un helado de postre aprovechando el hermoso día, y unos minutos más tarde bebieron un tecito de tilo: como lo hacían cada noche pretendiendo un buen dormir.
-Acordáte viejo de cerrar la puerta del patio, y dejálo afuera al Apache –dijo Nidia gritando desde su cuarto.
Él solía quedarse un rato más mientras bebía la grapa y completaba las palabras cruzadas. Pero no sintió ruidos extraños. Ni siquiera atinó a ladrar el bravo ovejero -nadie se explica por qué. Tal vez José olvidó otra vez cerrar la puerta pese a los pedidos de su querida compañera. La conjeturas entre los vecinos y curiosos fueron demasiadas después de acontecido el hecho. Que entraron por el patio; quizás por la ventana del baño; que eran conocidos o desconocidos, acaso el pintor o el albañil que les hizo aquél arreglito; o los muchachos de la otra cuadra con pinta de sospechosos; que no funcionó la cadena telefónica… etcétera. En fin, ¡se dijeron tantas cosas!
Ella intuyó algo extraño. Apenas intentó levantarse ya le habían apuntado con el arma diciéndole que matarían a su esposo sino colaboraba. No lo pensó dos veces. Les entregó sus dos cajas de ahorro celosamente atesoradas: una ya estaba vacía gracias a las rejas, sin embargo quedaba la de los imprevistos para saciar la voracidad extraña. Les pidió que se retirasen sin hacerles daño y con los electrodomésticos que quisieran. Uno de ellos se río. Gritaba, cantaba y reía como loco. Los imaginó drogados como decían en las noticias. Porque no entendía la maldad natural, menos las injusticias; más, aún creía en los premios y castigos y en ser artífice de un destino bien cuidado. Cuando ellos huyeron por una bocina oportuna, que dejó de sonar cuando se perdían sus huidizas sombras, encontró a José tendido sobre la mesa como quien se entrega al descanso con el simple desenfado del cansancio. Y, de no ser por el hilo de sangre que recorría sus sienes, nada le hubiera hecho pensar en algo grave.
Nidia lloró con el dolor profundo y agónico del amor mutilado. Se quedó quieta, quebrada de dolor, a su lado, compartiendo un interminable silencio. Lo abrazó. Apoyó la cabeza sobre su brazo inerte extendido en la mesa. Mientras, aturdida en el propio desamparo escuchaba como si viniese de otros mundos el festejo de sueños ajenos, pues la televisión estaba prendida y se sucedían las noticias como un eco: era otro aniversario de la Independencia; todavía continuaba la euforia por el campeonato mundial de fútbol y el festejo de los tanos; una asociación invitaba a una cena de agasajo; y un nuevo desfile de modas se promocionaba para el próximo sábado. ¡El mundo seguía girando tan ajeno a su dolor! Y ella quedó ahí, atrapada junto al mejor sueño que había vivido. A su apache mutilado, a su José dormido, a sus cajas de ahorro pisoteadas, a su vida.
La encontraron los vecinos la tarde siguiente: inexplicablemente tiesa. Sin rastros de herida física y con sus labios sellados sobre las manos de su amor.
Afuera, la tarde bordeaba la noche, los vecinos rumoraban en las esquinas, y las enormes rejas recién pintadas brillaban con el último haz de luz del generoso febo.
Miryam Arcerito
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