domingo, 21 de febrero de 2010

Mario Capasso: Dos Cuentos



Fotocopia

Cuando a Vicente ya le dolían las piernas, escuchó la voz del hombre apostado del otro lado de la ventanilla. La pregunta lo sorprendió y, algo apesadumbrado, contestó que no, que no tenía una fotocopia, que cuando él preguntó no le habían dicho nada al respecto, que entonces dónde se podía sacar una. Y luego agregó, que por favor lo esperara, que volvería pronto, que hágame la gauchada de no cerrar, que la cola había sido larga, muy larga, y no quisiera repetirla, ¿sabe?, dijo.
Vicente salió del edificio y dobló hacia la derecha, así le habían indicado, saliendo a la derecha, ahí nomás, antes del par de columnas. Sí, en efecto, tal como le había dicho el hombre de la ventanilla, allí estaban ubicados los dos locales tan iguales y que anunciaban el mismo servicio. Eligió uno y entró. Le causó una buena impresión. No había clientes a la vista, tan sólo los dos empleados detrás del mostrador. Vicente los miró y llegó rápidamente a la conclusión: sin dudas acá trabajan bien, se nota que tienen experiencia, que se dedican a esto desde siempre.
Los empleados no se movieron durante un buen rato, parecían estudiarlo, medirlo, pesarlo.
–Por favor, quédese quieto un momento. Sí, eso, eso, así está bien –le dijo uno, justo cuando Vicente empezaba a sentirse un tanto descompuesto.
Hubo una luz entonces, y un ruido.
El que había hablado, pareció anotar algo.
–Listo, quedaron muy bien, ya pueden irse –dijo el otro.


del libro"Piedras heridas", Ediciones Corregidor, año 2005.



Tarde y fastidio

De dónde le vendría esa idea, la tarde como un fastidio de sol, si la mañana había transcurrido en el departamento con aire acondicionado, la botella y el cenicero bien a mano, con algunas fotos sobre el sillón y otras desparramadas por el piso. Si allí adentro había mirado por primera vez en años esa película de vacaciones los tres, rescatada vaya a saber cómo y para qué. Y si recién había estacionado el auto flamante y sólo lo separaba una cuadra hasta llegar a la plaza y ahí nomás, cruzando. Pero al sol debía sumarle el humo de los escapes entrándole como si fuera una novedad arrastrándolo a toser sin reconocerse en la tos, como si el que tosiera fuese aquel perro yéndose quién sabe adónde, o esa estatua condenada a permanecer, o el árbol que ahora le sirve al perro y ensombrece una parte de la estatua. Tosía pues, y resultaba absurdo, como absurdos se le antojaban los pensamientos de los últimos tiempos mientras caminaba siempre tan elegante por fuera, tan traje de corte inglés y corbata de seda, la piel bronceada a propósito en sesiones de doce minutos sin fastidio. Pero qué hacer ahora y aquí con los recuerdos, a quién recurrir cuando se descubre la soledad adentro, si ya es tarde y los muertos no pueden oír lo que no quiso, y los padres se fueron y no les ha preguntado si el abuelo era bueno o jugador o borracho. O si la guerra los había hecho andar descalzos antes que uno, buen hijo que había hecho carrera, les pagara el mejor lugar para verlos poco en horas de visita cada vez menos. La calle se mostraba entonces como la tarde misma, se diluía en un fastidio de gente al sol y de vehículos que echaban humo a su paso y él llegaría con demora y no importaba, pues temprano sólo llegan los perdedores, los que bajan la vista cuando entra para ser insultado en silencio, pues así lo reciben aquellos sobre los cuales lo ignora todo, y si alguna vez les rescató por casualidad algún nombre lo olvidó al instante por un asunto urgente que reclamaba atención. Es así nomás. Uno entra al banco por costumbre o para huir de los fantasmas, porque desde hace, ¿cuánto?, ¿y antes?, cómo era antes que no era lo mismo que ahora, cuando despilfarra su indiferencia contra clientes y subordinados, a los que ve y les da la mano y cuando aprieta el puño no hay fuerza, hay apenas un gesto blando, tan blando como inútil. Y puesto a decidir en su puesto debería hacerlo todo de nuevo, repetir cada movimiento como la primera vez, aunque hoy los pensamientos absurdos intentan trabarlo. Pero no hay salida que valga, debe resignarse a recibir a esas damas o a esos caballeros que lo tratan con cortesía, pues lo saben portador de las llaves del banco, aunque ya está cansado de lo que tanto le gustaba, cuando le pasaban un sobre blanco o gris o qué diferencia hay, si servía para comprar la felicidad a largo plazo y bajos intereses. Los señores gerentes son poderosos en ese instante, cuando negocian un expediente y lo firman o no, y si lo firman estampan sello y sonrisa y apretón de manos. Pero por qué maldición le toca atender justo hoy, con estos recuerdos como animales infatigables, a la señora que ya ve venir, con joyas hasta en las piernas para impresionarlo y chico rubio a su lado, y un velo se descorre en alguna parte e imagina que a lo mejor el chico podría parecerse, y se pregunta por qué no le aceptó esa vez la invitación para jugar al dominó y le dijo no al hijo, si el cansancio derivaba apenas de unas copas o de alguna secretaria a deshoras. Y por qué se negó a mirar cada día el cuaderno de clase e ignoró los dibujos en las paredes, y cuando los quiso mirar no encontró los cuadernos y las paredes se habían desmoronado, y ya no existía el hijo, existe quizá un ser desconocido, con barba y anteojos le pareció una vez a lo lejos, cuando no se atrevió a cruzar la calle. Entonces el hijo es un milagro crecido sin él, cómo ha podido ser sin él y ahora es sin él no sabe dónde. Y no hay remedio, se inclina y firma la solicitud de señora enjoyada con chico rubio y piensa que todo es lo mismo, la vida no tiene garantía y pase el que sigue, y si no sigue nadie mejor, porque alguien se acerca con bandeja y un café no pedido y lo saluda, cómo le va, señor, y él no adivina si ya le ha respondido algo o si acaso debe contestarle con la seriedad de antes pero no de ahora, cuando los recuerdos vuelven y lo llevan a una escena de allá lejos en el tiempo, te acordás Irene, en una mesa en un bar en una mañana con fastidio de sol en las mejillas de ella que dice no comprender cuando él le ha dicho ya es muy tarde, cómo tarde, te resistís Irene, y uno inventa algo para justificar palabras que se le descuelgan de la boca, fatales y huecas, como si un eco repitiera lo que no hubiera debido decir. Pero ya es la hora, el tiempo se ha cumplido y corresponde irse, aunque antes se impone la impostergable reunión para darles oportunidad a dos o tres de los que más lo odian de que le rindan cuenta y pleitesía y le recuerden que defienden con su honra y dedicación los intereses del banco. Ellos no saben de su desinterés de hoy por los intereses y tampoco que sólo le importan ahora las deudas contraídas en su vida y de las cuales no acierta a distinguir la caja para pagar. Y después existe de nuevo la calle, donde ya no asoma el sol y donde el humo ya no lo hace toser aunque el fastidio sigue firme adentro del que camina entre la gente, y la gente lo empuja a mirar una iglesia y a pensar si Dios alguna vez amenazó con decirle algo y Él tampoco tuvo tiempo. Entonces la tarde casi noche es una larga caminata hacia el bajo, rumbo al puerto, para qué. Y cuando llega la vida es un embrollo y hay una brisa y un barco alejándose, e imagina que quizás un rato antes y ese barco le hubiera servido aunque tal vez aún, porque ve sus luces yéndose y la memoria es un fastidio sobre el escalón que parece no acabarse y es un abismo de padres que se fueron antes de y de hijo que creció sin y de amor de Irene abandonada en una y el murallón es sólo un salto y entonces ya no es más ni la brisa ni el grito.


Cuento incluido en el libro “El futuro es un tropel absurdo”
Año 1999.

Mario Capasso
http://www.textos-en-escombros.com.ar/

1 comentario:

Silvia Loustau dijo...

Ambos cuentos son excelentes, pero la tensión escritual del segundo deja sin aliento.
Con todo afecto,


Silvia Loustau