VUELTA POR ESO
Cuando se vuelve de las vacaciones, es la belleza de los paisajes, la dulzura de las colinas o el oleaje eterno lo que queda disperso en el espíritu, adormeciéndonos detrás de las ventanillas.Se retorna pero aún no se arribó. Es el estado de gracia de quien reposa y decanta.Los campos se suceden repitiéndose, caballos idénticos, vacas simétricas, postes hipnóticos. La vida se encuentra detenida, como ausente. Se está sin estar, en ese territorio de lo que está en tránsito y no tiene ubicación real.Es necesario preguntarse sobre las ajenas vidas de las gentes invisibles que transcurren en esas casas semiocultas por árboles. Pero la pregunta es como la canción que se oye a lo lejos, sin prestar atención a las palabras. Modorra y sueño de ojos abiertos.Y así viene una en gracia de dios, sonriendo para adentro, cuando la ciudad salta hacia delante y ocurre crudamente. No se avanza a través de los boulevares ajedrezados por las sombras, ni se adentra una por la costanera de sol alegrada por las familias tomadoras de mate.Son las circunvalaciones, las bolsas blancas enredadas en las ramas, las botellas plásticas, los techos de chapa que hieren la vista con el brillo enceguecedor de inclemencias veraniegas e invernales, infernal habitáculo de semejantes tan poco semejantes allá afuera, tan ocupados en basurales y remiendos. Tan ocupados ellos en sobrevivir.Y el golpe en el estómago cuando el colectivo se detiene en el semáforo, y ese nene de ocho o nueve años se acerca a limpiar el parabrisas. No debiera darme este vértigo que el conductor le alcance dos de las bandejas del almuerzo, ni debiera cerrárseme la garganta cuando el chico se aleje despacio, y ponga las bandejas a la sombra.Por qué acude el llanto por el gesto de dejar las bandejas a la sombra. Es lo correcto, lo lógico, dejar la comida a la sombra.El nene camina sin apuro, mirando los sándwiches, girando el paquete sellado.Yo a los nueve años no hubiese sabido dejar mi vianda a la sombra. Para eso estaba mamá. Quizás será por eso el llanto. Será por eso.
CERRO LEONES
Está Cerca de Bariloche el cerro, y más que un león yacente parece un cachorro de San Bernardo, y nunca hubo leones sino pumas, pero el sacerdote que lo descubrió para los que acabarían con los tehuelches vio un león. Así ocurrieron las cosas en esta extensa y bella América, renombrada y transformada por los recién venidos, que daban en descubrir lo que fue ocupado siglos por razas morenas, y en nombrar las cosas según lo que sus europeos ojos podían hallar en semejanza. Fue un cerro entonces una campana, otro una catedral, y las palabras nativas se enterraron debajo de vocablos lejanos, así como en el litoral contó el poeta que los ojos marrones retrocedieron expulsados por el lino, que multiplicaba en flores celestes los ojos azules de los que bajaban de los barcos.Pero allá arriba, en el cerro donde moran las águilas y sobrevuelan los jotes, podemos asomarnos con el espíritu sobrecogido a las cuevas que fueron taller de fabricación de armas para la caza del guanaco y de los pequeños ciervos que alimentaban a hombres de dos metros de altura, y mujeres de un metro setenta. Envueltos en pieles los tehuelches, con obsidiana tallaban la piedra para sus flechas. Nunca condescendieron a la sedentaria agricultura ni a la cría de ganado. Lo harían los mapuches, llegados porque el hombre blanco los empujaba desde arriba, desde el norte que iban ocupando sin resquicio pese a los inmensos campos vacíos.Allí arriba están las cuevas, allá desde donde se puede ver el amplio horizonte y el cielo más amplio aún, dos infinitudes inabarcables. Las montañas lejanas, los lagos espejando el alma y calmando el viento en azul.Podemos admirar las plantitas empeñosas en florecer entre las piedras, esas piedras que se rompen como papel, como hojaldre colorido, con sus vetas rojas de hierro y amarillas de azufre, y ese piso impalpable de polvo volcánico.Y podemos tratar de hallar las pinturas rupestres, apenas una huella imperceptible, como imperceptible es la huella de los antiguos moradores, muertos ya, desaparecidos de esta Patagonia que los vio retroceder a las sombras de un tiempo que se confunde con el Tiempo, con la Historia, con la vergüenza de las masacres, la sífilis, el alcohol que les destrozó lo sagrado que habitaba en ellos. No entendían lo que propiedad privada significa, y cuando los blancos les mermaron el guanaco, cazaron entonces esos bichitos blancos que también servían para comer. Eran ovejas, no pertenecían a la tierra como todos los animales le pertenecen, tenían dueños de extraña lengua y extraña vestimenta, y más extraña aún concepción de lo que el mundo es y de cómo está ordenado el universo. Los blancos los cazaron a ellos como ladrones.Podemos entonces mirar las cuevas. Somos intrusos, lo sabemos. No nos llevamos nada. Quizás, con suerte, aprendemos algo.Y después nos internamos en el volcán. Porque así nació esta elevación, con fuego, con el encrespamiento de la tierra que escribe sin letras pero deja los signos que narran una saga de milenios sobre el lomo del planeta.Nos metemos en el volcán como quien nace. Volvemos al útero de la madre Tierra por una abertura estrecha que nos obliga a acuclillarnos primero y a reptar después, cuerpo extendido hacia la obscuridad profunda de las profundas entrañas de lo obscuro.Otra caverna. La luz del guía, un reflector conectado endeblemente a una batería, que recorre las paredes de ángulos geométricos, picos y quebradas, y muestra un lago de agua helada y limpia, absolutamente calmo, ajeno al afuera, ignorante del viento, abrazado a sí mismo; un lago transparente, frío, un ojo de agua que nos devuelve la mirada, indiferente.Y es la experiencia de lo subterráneo, de la semilla que aguarda, de las raíces, de las ciudades de los muertos. Apagar la luz, sentir la obscuridad y el silencio sin atenuantes. Cada uno de nosotros está solo, es pequeño. Cada uno de nosotros es un punto de frágil sangre, de mínima carne dentro de las entrañas de la tierra que crece a nuestro alrededor con forma de animal yacente.Estamos solos allí. Cada uno. Por un momento los sentidos nos cortan los puentes con el afuera. Dentro del volcán. Dentro de nuestros cuerpos. Estamos solos allí, como siempre, pero ahora lo notamos.Cuando bajo sorteando piedras recupero el cielo, veo las águilas, los jotes, siento el viento. Ellos se quedan. Los tehuelches se quedan también. Aunque no los haya visto también se quedan.Sigue acostado el león, el puma. Sigue dormido el animal yacente. Pero escucho el rugido, todavía escucho el rugido.
Mónica Russomanno
russomannomonica@hotmail.com
domingo, 4 de febrero de 2007
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