Por Victoria Rodríguez Irízar, Licenciada en Comunicación y narradora oral
¡Hola! Mi nombre es Victoria y soy narradora en México. Formo parte del grupo de Moisés Mendelewicz (*), Sol Azul, en el Centro Río Abierto en la Ciudad de México.
Cuento cuentos desde hace casi seis años y escribo cuentos desde muy pequeña. Hoy escribo estas líneas para compartir mi experiencia de contar cuentos “al paso” en las calles de la ciudad más grande del mundo, entre el tráfico y el ruido. He descubierto que contar cuentos en un escenario a un público que espera las historias es una buena experiencia, pero contar cuentos fuera de un escenario, a gente que no espera los cuentos ni ha escuchado nunca a un narrador, contar cuentos en los lugares inesperados y en condiciones que no son las mejores, para mí es una experiencia sumamente enriquecedora. A la gente le gustan los cuentos….porque los cuentos son un regalo que se ofrece desde el corazón. ¿Por qué no ofrecerlo al desconocido que me topo en la calle cada día? Yo también recibo grandes regalos con eso…..para mí contar cuentos no es un lujo, es una necesidad. Y, como necesidad, aprovecho cualquier oportunidad, cualquiera. Cuento cuentos en el metro, en el microbús, en la puerta de una tienda, en la sala de espera de un consultorio médico, frente a un puesto ambulante de comida o en un restaurant elegante. Cuento cuentos en una peluquería, en la cola de los pollos rostizados, en el área de comida rápida del aeropuerto, en un camellón en reconstrucción donde trabaja un grupo de albañiles, en el área de juegos infantiles de un parque, en el estacionamiento de la plaza comercial, en el mercado, en la caseta de una base de taxis donde los choferes esperan ser llamados…..cuento cuentos donde sea, “al paso”, cuento cuentos por el gusto de contar, por el gusto de compartir el camino y la vida.
Llevo más de tres años haciendo esto de manera regular, con bellísimas vivencias. Moisés me sugirió escribir algunas.
Empiezo con el tema de los cuentos en el transporte público... la gente en la Ciudad de México va apurada, la gente va con mala cara, la gente no se saluda, no se habla, apenas se mira unos segundos... Un cuento en el microbús rompe esa dinámica, esa rutina de indiferencia con quien está cerca y junto. Y es que además de los pasajeros, hay personas que se suben al microbús para vender alguna mercancía, para pedir dinero destinado a una casa-hogar de jóvenes drogadictos, o a pedir dinero para un enfermo o para ellos mismos. Yo me subo y les digo: “Mi nombre es Victoria y no vengo a pedirles dinero. Vengo a compartirles unos cuentos…”. La gente reacciona, reacciona siempre. Algunos con indiferencia, otros con respeto, otros con verdadero gusto, muchos agradecen al final. Lo más lindo es cuando un rostro serio sonríe... claro que para contar en el microbús deben cumplirse algunas condiciones: que el transporte no esté lleno a reventar, que el chofer acceda a bajar el volumen de su radio o a apagarlo mientras se narran los cuentos, que haya un mínimo de espacio para dar dos pasos y estar al frente para así poder mirar a cada uno, que calcule mi tiempo para que el cuento acabe antes de la parada en el crucero importante, porque ahí se baja la mitad de la gente. Los mejores días para contar en el microbús son los fines de semana, pues hay menos personas a bordo y vienen más relajadas. En el metro es un poco más difícil porque los vagones son grandes y en general hay más ruido, entonces hay que contar el cuento gritándolo... no puedo mirar a todos a los ojos, pero también ponen atención, sobre todo entre 10 y 12 de la noche, cuando la gente viene cansada de trabajar y quieren pensar en otra cosa, cuando ya no hay vendedores ambulantes que se suban a vender discos “pirata” o dulces o pilas o las mil cosas que venden durante el día... en el día es más difícil porque hay mucha “competencia” con los vendedores.
Una vez en el microbús iba una señora con un ramo de flores olorosas. Yo me subí y le dije: “¡Qué bonitas sus flores!” y me senté. Al rato vi que había mucho tráfico y la gente se estaba desesperando. Entonces me paré, canté la canción de “El vendedor”, de Mocedades y conté dos cuentos. El tráfico seguía. Yo terminé, les dije “gracias por su atención” y me volví a sentar. Entonces la señora de las flores sacó dos rosas de su enorme ramo y me las dio con una sonrisota diciendo: “¡Qué lindos cuentos! Muchas gracias” . Otro día, en el metro, había sentado en el piso del vagón un joven de apariencia descuidada, sucio y mal vestido, con la mirada extraviada. Yo pensé que iba drogado. Conté mi cuento y, como había un asiento desocupado cerca del joven del piso, me senté allí. El muchacho me tocó una pierna y, con dificultad, empezó a decirme casi a señas, con palabras sueltas y entrecortadas, que estaba muy emocionado. Ponía una mano en el pecho, como indicando “yo, yo….me fui a sentar al suelo con él a ver si podía descifrar lo que decía. Finalmente entendí. El chico estaba emocionado porque él se llamaba José, como el niño de mi cuento.
Otro día entré a una peluquería. Había tres hombres cortándose el cabello y otros dos sentados, esperando. Al principio se desconcertaron, pero luego no me querían dejar ir, querían más cuentos. Otra vez, en la noche, en un pasillo adentro del metro, mientras la mamá recogía el tendido de su puesto ambulante, conté un cuento a dos niñas de 6 y 8 años que me miraban con los ojos muy abiertos. En otra ocasión salí del trabajo a medio día a comer mi lunch al parque y le conté un cuento a una señorita muy bien vestida que también estaba saboreando su lunch. La gente pasaba por detrás de mí, pero ella no se distraía. Otro día teníamos que esperar más de una hora con unos invitados en la terminal de autobuses, por lo que improvisé una función en la sala de espera. A la gente que estaba allí le gustó mucho.
Una anécdota que recuerdo con cariño fue en la sala de espera de un consultorio médico. Ya no había pacientes, pero la enfermera debía quedarse de guardia una hora más. Yo me paré frente al mostrador y en el momento en que estaba empezando el cuento, un policía entró por la puerta principal y atravesó la sala de espera para entrar al baño. Mi cuento duró 18 minutos. Cuando terminé, el policía salió del baño y se fue. ¡Se había quedado allí adentro sólo para escuchar el cuento!
En otra ocasión estaba en una boda dentro del salón de fiestas de un hotel muy elegante. Yo venía de bailar cuando vi que mi sobrino, de 13 años, se aburría. No estaba ni con los niños ni con los adultos. Lo invité a salir del salón. Afuera había una mesa donde había estado la edecán recibiendo nuestros boletos . Le dije a mi sobrino que se sentara en la silla de la edecán (ahora desocupada) porque le tenía una sorpresa. Era un lugar de lo más inapropiado. Los meseros pasaban y pasaban por detrás de mí con sus charolas, y algunos invitados que salían al baño nos miraban extrañados.
Para mi sorpresa, el chico no parpadeó ni volteó para nada durante los 40 minutos que duramos allí.
Hablando de hoteles, otro día había ido a la clausura de un evento en un salón de recepción dentro del hotel donde pernoctaría. Era una reunión pequeña, había tres mesas con 12 personas cada una. Un grupo de cuatro músicos amenizaba la reunión. .Uno de los invitados improvisó una canción que gustó mucho. ¡Yo tenía tantas ganas de contar allí! Mientras le aplaudían al muchacho, me acerqué con la organizadora a preguntarle si podía contar. Me dijo que no, que no se le hacía oportuno. Cuando terminó el evento y los últimos invitados salían, yo me quedé en el salón. Después de todo no tenía prisa, dormiría en el hotel. Entonces, mientras los meseros recogían platos, manteles y demás les conté mis cuentos a ellos, y no me quedé con las ganas de narrar en ese lugar.
Recuerdo que una vez fui a una plaza comercial del sur de la Ciudad de México (Plaza Loreto). Iba sola. Atravesé los locales comerciales y el área de comidas para ir a la oficina telefónica a arreglar mi celular. Cuando salía, pasé por un foro al aire libre que está en medio de la plaza. Había gente sentada esperando el espectáculo, pero cuando miré el cartel, ¡faltaban 30 minutos para que empezara! Miré otra vez. Había unas 50 personas sentadas, algunas conversando y otras mirando al infinito. Muchos niños. Esperaban unos bailes folklóricos. Respiré hondo para agarrar valor y me paré al centro del foro y grité: “¡Hola, yo no soy el espectáculo que ustedes esperan. Pero yo soy narradora de cuentos y se me ocurrió que, mientras empieza, compartirles unos cuentos. ¿Les gustan los cuentos? “ Al oír la palabra “cuentos”, los niños y los adultos se acomodaron en sus lugares y me pusieron toda la atención. Yo narré durante 25 minutos y el público estaba encantado, me aplaudieron muchísimo. El único que estaba nervioso era el muchacho que manejaba el sonido, nervioso y desconcertado. Quizá fui grosera, pero no le dije nada a ese muchacho. Me despedí, me salí del foro a tiempo y punto.
El cuento que más he gozado contar en la vida fue en un puesto ambulante de comida en una avenida transitada. Mientras compraba una quesadilla, observé que la mujer del puesto, de unos 25 años, traía mala cara. “¿Y si le cuento un cuento le cambiará la mala cara? Después de pagar, empecé a contar, pero la chica me escuchó los primeros tres minutos y luego se fue al puesto de junto y tardó en regresar y entonces no me puso atención, tampoco le cambió la cara. Sólo la pareja que atendía el puesto de jugos parecía algo interesada, la demás gente pasaba y me miraba como una loca. “¡Ni modo! –pensé- esta vez no salió bien”. Y ya me iba cuando entre los puestos y la gente de la calle, apareció una abuelita que traía de la mano a un niño de cinco años y venían corriendo muy apurados. “¿Aquí es donde están contando cuentos?” Yo estaba muy decepcionada y le dije: “¡Ya acabé señora, ya me voy!” La señora, con sorpresa, gritó: “¡Cómo! ¿Ya no va a haber cuentos? Y el niñito se encogió. A mí se me partió el corazón de ver a ese niño triste y le dije: “Sí, señora, le voy a contar un cuento al niño”. “¡Qué bien!” respondió ella con una sonrisa de oreja a oreja. Los del puesto de jugos, que estaban escuchando, salieron de su puesto y apilaron unas cajas de madera donde se empaca la fruta y encima de tres cajas sentaron al niñito. Yo conté el cuento de “Rapunzel”. El niñito parecía indígena, tenía unos ojazos negros, grandes y brillantes, y me escuchaba embelesado. Nunca, en mis casi seis años de narradora, ningún niño me ha escuchado con la expectación y el gozo con la que me escuchó ese niño sentado en tres cajas junto a un puesto de jugos…para mí fue mágico, una experiencia inolvidable para guardarla en el corazón como un tesoro….
Sí, un tesoro en el corazón, así son mis experiencias de mis cuentos al paso…he descubierto que, fuera de un escenario, en la situación más inesperada para narrar algo y en las condiciones más adversas, la gente siempre disfruta los cuentos (en el 95% de las veces) y pide escuchar más cuentos…..vale la pena intentarlo.
Victoria Rodríguez Irízar
Narradora del grupo de Moisés Mendelewicz (*), Sol Azul.
(*) Moisés Mendelewicz nació en Costa Rica y actualmente reside en México, donde se dedica a las artes escénicas como narrador, actor y ejecutante de danza teatro, con una trayectoria de tres décadas.
Fuente: Cuentos al Día, Número 118 / agosto 2009 / Año 12
cuentosaldia@cuentosaldia.com
http://www.cuentosaldia.com/
¡Hola! Mi nombre es Victoria y soy narradora en México. Formo parte del grupo de Moisés Mendelewicz (*), Sol Azul, en el Centro Río Abierto en la Ciudad de México.
Cuento cuentos desde hace casi seis años y escribo cuentos desde muy pequeña. Hoy escribo estas líneas para compartir mi experiencia de contar cuentos “al paso” en las calles de la ciudad más grande del mundo, entre el tráfico y el ruido. He descubierto que contar cuentos en un escenario a un público que espera las historias es una buena experiencia, pero contar cuentos fuera de un escenario, a gente que no espera los cuentos ni ha escuchado nunca a un narrador, contar cuentos en los lugares inesperados y en condiciones que no son las mejores, para mí es una experiencia sumamente enriquecedora. A la gente le gustan los cuentos….porque los cuentos son un regalo que se ofrece desde el corazón. ¿Por qué no ofrecerlo al desconocido que me topo en la calle cada día? Yo también recibo grandes regalos con eso…..para mí contar cuentos no es un lujo, es una necesidad. Y, como necesidad, aprovecho cualquier oportunidad, cualquiera. Cuento cuentos en el metro, en el microbús, en la puerta de una tienda, en la sala de espera de un consultorio médico, frente a un puesto ambulante de comida o en un restaurant elegante. Cuento cuentos en una peluquería, en la cola de los pollos rostizados, en el área de comida rápida del aeropuerto, en un camellón en reconstrucción donde trabaja un grupo de albañiles, en el área de juegos infantiles de un parque, en el estacionamiento de la plaza comercial, en el mercado, en la caseta de una base de taxis donde los choferes esperan ser llamados…..cuento cuentos donde sea, “al paso”, cuento cuentos por el gusto de contar, por el gusto de compartir el camino y la vida.
Llevo más de tres años haciendo esto de manera regular, con bellísimas vivencias. Moisés me sugirió escribir algunas.
Empiezo con el tema de los cuentos en el transporte público... la gente en la Ciudad de México va apurada, la gente va con mala cara, la gente no se saluda, no se habla, apenas se mira unos segundos... Un cuento en el microbús rompe esa dinámica, esa rutina de indiferencia con quien está cerca y junto. Y es que además de los pasajeros, hay personas que se suben al microbús para vender alguna mercancía, para pedir dinero destinado a una casa-hogar de jóvenes drogadictos, o a pedir dinero para un enfermo o para ellos mismos. Yo me subo y les digo: “Mi nombre es Victoria y no vengo a pedirles dinero. Vengo a compartirles unos cuentos…”. La gente reacciona, reacciona siempre. Algunos con indiferencia, otros con respeto, otros con verdadero gusto, muchos agradecen al final. Lo más lindo es cuando un rostro serio sonríe... claro que para contar en el microbús deben cumplirse algunas condiciones: que el transporte no esté lleno a reventar, que el chofer acceda a bajar el volumen de su radio o a apagarlo mientras se narran los cuentos, que haya un mínimo de espacio para dar dos pasos y estar al frente para así poder mirar a cada uno, que calcule mi tiempo para que el cuento acabe antes de la parada en el crucero importante, porque ahí se baja la mitad de la gente. Los mejores días para contar en el microbús son los fines de semana, pues hay menos personas a bordo y vienen más relajadas. En el metro es un poco más difícil porque los vagones son grandes y en general hay más ruido, entonces hay que contar el cuento gritándolo... no puedo mirar a todos a los ojos, pero también ponen atención, sobre todo entre 10 y 12 de la noche, cuando la gente viene cansada de trabajar y quieren pensar en otra cosa, cuando ya no hay vendedores ambulantes que se suban a vender discos “pirata” o dulces o pilas o las mil cosas que venden durante el día... en el día es más difícil porque hay mucha “competencia” con los vendedores.
Una vez en el microbús iba una señora con un ramo de flores olorosas. Yo me subí y le dije: “¡Qué bonitas sus flores!” y me senté. Al rato vi que había mucho tráfico y la gente se estaba desesperando. Entonces me paré, canté la canción de “El vendedor”, de Mocedades y conté dos cuentos. El tráfico seguía. Yo terminé, les dije “gracias por su atención” y me volví a sentar. Entonces la señora de las flores sacó dos rosas de su enorme ramo y me las dio con una sonrisota diciendo: “¡Qué lindos cuentos! Muchas gracias” . Otro día, en el metro, había sentado en el piso del vagón un joven de apariencia descuidada, sucio y mal vestido, con la mirada extraviada. Yo pensé que iba drogado. Conté mi cuento y, como había un asiento desocupado cerca del joven del piso, me senté allí. El muchacho me tocó una pierna y, con dificultad, empezó a decirme casi a señas, con palabras sueltas y entrecortadas, que estaba muy emocionado. Ponía una mano en el pecho, como indicando “yo, yo….me fui a sentar al suelo con él a ver si podía descifrar lo que decía. Finalmente entendí. El chico estaba emocionado porque él se llamaba José, como el niño de mi cuento.
Otro día entré a una peluquería. Había tres hombres cortándose el cabello y otros dos sentados, esperando. Al principio se desconcertaron, pero luego no me querían dejar ir, querían más cuentos. Otra vez, en la noche, en un pasillo adentro del metro, mientras la mamá recogía el tendido de su puesto ambulante, conté un cuento a dos niñas de 6 y 8 años que me miraban con los ojos muy abiertos. En otra ocasión salí del trabajo a medio día a comer mi lunch al parque y le conté un cuento a una señorita muy bien vestida que también estaba saboreando su lunch. La gente pasaba por detrás de mí, pero ella no se distraía. Otro día teníamos que esperar más de una hora con unos invitados en la terminal de autobuses, por lo que improvisé una función en la sala de espera. A la gente que estaba allí le gustó mucho.
Una anécdota que recuerdo con cariño fue en la sala de espera de un consultorio médico. Ya no había pacientes, pero la enfermera debía quedarse de guardia una hora más. Yo me paré frente al mostrador y en el momento en que estaba empezando el cuento, un policía entró por la puerta principal y atravesó la sala de espera para entrar al baño. Mi cuento duró 18 minutos. Cuando terminé, el policía salió del baño y se fue. ¡Se había quedado allí adentro sólo para escuchar el cuento!
En otra ocasión estaba en una boda dentro del salón de fiestas de un hotel muy elegante. Yo venía de bailar cuando vi que mi sobrino, de 13 años, se aburría. No estaba ni con los niños ni con los adultos. Lo invité a salir del salón. Afuera había una mesa donde había estado la edecán recibiendo nuestros boletos . Le dije a mi sobrino que se sentara en la silla de la edecán (ahora desocupada) porque le tenía una sorpresa. Era un lugar de lo más inapropiado. Los meseros pasaban y pasaban por detrás de mí con sus charolas, y algunos invitados que salían al baño nos miraban extrañados.
Para mi sorpresa, el chico no parpadeó ni volteó para nada durante los 40 minutos que duramos allí.
Hablando de hoteles, otro día había ido a la clausura de un evento en un salón de recepción dentro del hotel donde pernoctaría. Era una reunión pequeña, había tres mesas con 12 personas cada una. Un grupo de cuatro músicos amenizaba la reunión. .Uno de los invitados improvisó una canción que gustó mucho. ¡Yo tenía tantas ganas de contar allí! Mientras le aplaudían al muchacho, me acerqué con la organizadora a preguntarle si podía contar. Me dijo que no, que no se le hacía oportuno. Cuando terminó el evento y los últimos invitados salían, yo me quedé en el salón. Después de todo no tenía prisa, dormiría en el hotel. Entonces, mientras los meseros recogían platos, manteles y demás les conté mis cuentos a ellos, y no me quedé con las ganas de narrar en ese lugar.
Recuerdo que una vez fui a una plaza comercial del sur de la Ciudad de México (Plaza Loreto). Iba sola. Atravesé los locales comerciales y el área de comidas para ir a la oficina telefónica a arreglar mi celular. Cuando salía, pasé por un foro al aire libre que está en medio de la plaza. Había gente sentada esperando el espectáculo, pero cuando miré el cartel, ¡faltaban 30 minutos para que empezara! Miré otra vez. Había unas 50 personas sentadas, algunas conversando y otras mirando al infinito. Muchos niños. Esperaban unos bailes folklóricos. Respiré hondo para agarrar valor y me paré al centro del foro y grité: “¡Hola, yo no soy el espectáculo que ustedes esperan. Pero yo soy narradora de cuentos y se me ocurrió que, mientras empieza, compartirles unos cuentos. ¿Les gustan los cuentos? “ Al oír la palabra “cuentos”, los niños y los adultos se acomodaron en sus lugares y me pusieron toda la atención. Yo narré durante 25 minutos y el público estaba encantado, me aplaudieron muchísimo. El único que estaba nervioso era el muchacho que manejaba el sonido, nervioso y desconcertado. Quizá fui grosera, pero no le dije nada a ese muchacho. Me despedí, me salí del foro a tiempo y punto.
El cuento que más he gozado contar en la vida fue en un puesto ambulante de comida en una avenida transitada. Mientras compraba una quesadilla, observé que la mujer del puesto, de unos 25 años, traía mala cara. “¿Y si le cuento un cuento le cambiará la mala cara? Después de pagar, empecé a contar, pero la chica me escuchó los primeros tres minutos y luego se fue al puesto de junto y tardó en regresar y entonces no me puso atención, tampoco le cambió la cara. Sólo la pareja que atendía el puesto de jugos parecía algo interesada, la demás gente pasaba y me miraba como una loca. “¡Ni modo! –pensé- esta vez no salió bien”. Y ya me iba cuando entre los puestos y la gente de la calle, apareció una abuelita que traía de la mano a un niño de cinco años y venían corriendo muy apurados. “¿Aquí es donde están contando cuentos?” Yo estaba muy decepcionada y le dije: “¡Ya acabé señora, ya me voy!” La señora, con sorpresa, gritó: “¡Cómo! ¿Ya no va a haber cuentos? Y el niñito se encogió. A mí se me partió el corazón de ver a ese niño triste y le dije: “Sí, señora, le voy a contar un cuento al niño”. “¡Qué bien!” respondió ella con una sonrisa de oreja a oreja. Los del puesto de jugos, que estaban escuchando, salieron de su puesto y apilaron unas cajas de madera donde se empaca la fruta y encima de tres cajas sentaron al niñito. Yo conté el cuento de “Rapunzel”. El niñito parecía indígena, tenía unos ojazos negros, grandes y brillantes, y me escuchaba embelesado. Nunca, en mis casi seis años de narradora, ningún niño me ha escuchado con la expectación y el gozo con la que me escuchó ese niño sentado en tres cajas junto a un puesto de jugos…para mí fue mágico, una experiencia inolvidable para guardarla en el corazón como un tesoro….
Sí, un tesoro en el corazón, así son mis experiencias de mis cuentos al paso…he descubierto que, fuera de un escenario, en la situación más inesperada para narrar algo y en las condiciones más adversas, la gente siempre disfruta los cuentos (en el 95% de las veces) y pide escuchar más cuentos…..vale la pena intentarlo.
Victoria Rodríguez Irízar
Narradora del grupo de Moisés Mendelewicz (*), Sol Azul.
(*) Moisés Mendelewicz nació en Costa Rica y actualmente reside en México, donde se dedica a las artes escénicas como narrador, actor y ejecutante de danza teatro, con una trayectoria de tres décadas.
Fuente: Cuentos al Día, Número 118 / agosto 2009 / Año 12
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