Solo cinco minutos
“Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes…”
Julio Cortazar
Corrí por un pasillo angosto y asfixiante, de muros amarillos y pegajosos, que se iban cerrando a medida que avanzaba; mis pulmones jadeaban en busca de un hilo de aire que calme la agitación que produce el encierro, y mi mente volaba sin despegar. Al final del pasillo, una puerta no más grande que mi cuerpo me invitaba a pasar. Retorciéndome como una rata de huesos flexibles me sumergí en una habitación de enceguecedoras paredes blancas. Más bien parecía una pieza de hospital sin objetos que distraigan la vista. Sólo un botón negro se encontraba al costado de la puerta, y este decía subsuelo. Una vez bajo tierra, con un frío intenso y una humedad abrumadora, me senté en la única butaca que había y me dispuse a observar las imágenes en blanco y negro que al ritmo de un piano chaplinesco se proyectaba a mi alrededor formando un cubo casi perfecto. Representaciones de mi infancia aparecían como una sucesión de retratos felices y momentos anecdóticos. Primera comunión y abrazos paternos; mi primer gol en el baby-footbal y el festejo con amigos; el jardín, la escuela, el primer diez, la maestra que me ayudó a superar la separación de mis padres; amiguitos, primos, hermanos; la playa, la sierra, la nieve; inesperadamente las imágenes se desvanecieron, y la música mutó hacia las más tétricas melodías de Marilyn Manson. En cuestión de segundos me encontré en la nada, en un vacío capaz de inquietar al más solitario de los ermitaños. La butaca comenzó a moverse por un riel de interminables curvas iluminadas por luces de neón que en sus formas anunciaban el futuro. De a poco las vías llegaban a su fin. Terminaban. Se desvanecía. Ríos de lava avanzaban deshaciendo todo a su paso. Nada la paraba. Toda lucha en contra de su poder era inútil e insignificante. El calor era fastidioso. Con cada bocanada de aire entraba un vapor hirviendo por mi cuerpo; me quemaba vivo, me derretía, me pegoteaba. Cuando volví, como si un remolino me hubiese chupado y depositado en el presente, me encontré en una habitación lo bastante pequeña y arruinada como para sentirme ahogado; sillas desparramadas y desordenas por el piso, una mesa desvencijada, ropa por todos lados y restos de comida ya descompuesta era el único paisaje que se avistaba frente a mis ojos. La garganta y el pecho me arden como si estuvieran en llamas. Toso y escupo flema. Mi cuerpo no tiene la fuerza necesaria para incorporarse del sillón, y mi cabeza está que estalla. La bolsita que aún sostienen mis manos contiene restos de ran que ya no pega. Al mirar el reloj descubro que solo cinco minutos han pasado de la primera jalada.
Mariano Meiraldi (Campana, Buenos Aires)
kira_baleno@yahoo.com.ar
domingo, 10 de junio de 2007
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