domingo, 10 de junio de 2007

Alfredo Di Bernardo: ¿Para quién canto yo, entonces?


¿PARA QUIÉN CANTO YO, ENTONCES?

En su libro "Homo videns (la sociedad teledirigida)", Giovanni Sartori expone una teoría alarmante: el "homo sapiens", caracterizado por su capacidad de desarrollar una inteligencia abstracta mediante el complejo aprendizaje de un lenguaje simbólico (el de la palabra escrita), estaría siendo reemplazado por un "homo videns", individuo que, al ser formado desde niño bajo el imperio de la imagen, no logra desarrollar su inteligencia abstracta y, por lo tanto, llega a la adultez sin poder comprender conceptos, transformado en un ser pasivo y acrítico que mira sin ver, y ve sin entender.


Por supuesto, resulta imposible aventurar desde la mirada inevitablemente miope de la contemporaneidad si las conclusiones a las que arriba Sartori son sólo una exageración apocalíptica o si, por el contrario, estamos en presencia de una notable muestra de lucidez respecto del futuro que nos aguarda como especie. Sin embargo, aún si se estimara que su pronóstico es descabellado, parece innegable que su diagnóstico sobre el presente no lo es. Cualquier docente que se haya parado al frente de un aula en los últimos tiempos puede dar fe de algunos de los síntomas preocupantes descriptos en el libro. Y no hace falta recurrir a minuciosos cuadros estadísticos para comprobar cuántas horas diarias dedican los "video-niños" a la televisión y/o a Internet, ni para constatar su escaso apego a la saludable gimnasia de abordar textos escritos.


Es cierto, se ha teorizado hasta el cansancio acerca de las consecuencias perjudiciales que trae aparejada (a los individuos pero también a las sociedades) la ausencia del hábito de la ectura. Pero Sartori va una vuelta de tuerca más allá de lo habitual y lleva la cuestión desde lo sociológico hacia un plano antropológico. Ya no se trataría simplemente de una costumbre que ha caído en desuso, sino de un comportamiento que genera una modificación estructural en el desarrollo intelectual de las personas y, con ella, una manera nueva -y notablemente empobrecida- de percibir la realidad.


¿Exagera Sartori? Puede ser. ¿Es sólo un recurso retórico al que echa mano para llamar la atención sobre el problema, (o sobre sí mismo)? También puede ser. Pero ¿cómo no sentirnos profundamente descorazonados frente a un niño de 12 años que nos pregunta, con pragmático escepticismo, cuál es la gracia de imaginarse cosas? Y es que ahí radica justamente la gravedad del asunto: el problema no es que a la mayoría de los niños y adolescentes actuales no les guste leer; \nel problema es que, directamente, esa mayoría no consigue ya captar qué sentido tiene el hecho mismo de la lectura. El universo de los libros les resulta antinatural, lo observan con extrañeza pero sin curiosidad. Pueden prescindir perfectamente de él y no sienten culpa o vergüenza alguna por ello.


En un mundo regido por la primacía de lo audiovisual, dedicarse a producir textos suena a despropósito. Sartori no se detiene a explorar esta problemática de los escritores pero, dado el contexto tan adverso que describe, resulta evidente el incómodo lugar al que hemos quedado relegados. "A esta sociedad anestesiada le sobran los escritores", se quejaba cáusticamente Camilo José Cela en su prólogo "La colmena". Quizás pueda discutirse la falta de matices de tamaña aseveración, pero es imposible desconocer la dosis de verdad que la misma contiene. Convengamos que el mundo no sufriría ningún descalabro si un buen día se decretara un paro general de poetas.

En la Argentina, para que un libro sea considerado un éxito editorial, debe vender unos cincuenta mil ejemplares, fenómeno éste que no constituye, por cierto, el resultado usual alcanzado por la mayoría de los títulos editados en nuestro país (a no ser, claro, que uno haya tenido el buen tino de convertirse en figura mediática y recién después ponerse a escribir).
Téngase en cuenta que muchos de estos libros salen a la luz costeados por sus propios autores, en ediciones pequeñas que no superan los 500 ejemplares, los cuales -por añadidura- suelen no encontrar demasiados lectores dispuestos a comprarlos. Y si bien es cierto que cincuenta mil lectores, puestos todos juntos, llenarían la cancha de Boca, la importancia de esa cifra se relativiza si se piensa que, en el mundo de la televisión, cincuenta mil personas equivalen a menos de un punto de rating, y que una audiencia semejante representa un rotundo fracaso comparada con los tres o cuatro millones de entusiastas seguidores con que cuentan los programas más exitosos de la pantalla. Por otra parte, no hay que olvidar que vivimos en un país que tiene cuarenta millones de habitantes; es decir que un libro es considerado un suceso cuando lo compra algo más del 0,12 % de la población nacional, porcentaje éste -dicho sea de paso- con el cual un partido político no lograría jamás colocar un diputado en el Congreso. No se puede reducir el problema a una mera cuestión de cifras, por supuesto, pero éstas vienen bien para comprender dónde estamos parados los que escribimos.".

No creo, a pesar de todo, que los escritores seamos una especie en vías de extinción. Sea por idealismo, fatalidad o insensatez, siempre habrá, estimo, quienes nazcan con esta inefable vocación de ordenar y combinar palabras para plasmar con ellas ideas y sentimientos. El problema no está dado por saber si vamos a sobrevivir, sino por dilucidar en qué condiciones vamos a seguir ejerciendo este don que nos ha tocado en suerte. Porque es altamente probable que, en una sociedad de "homo videns", lo que mejor sabemos hacer en la vida termine por no importarle a casi nadie. De ser así, los escritores nos volveremos sujetos irreversiblemente anacrónicos y más antifuncionales que nunca, seremos como expertos en glaciares viviendo en el Sahara o especialistas en filosofía presocrática intentando trabajar en Wall Street. ¿Qué sentido tendrá entonces nuestra tarea? ¿Acabaremos acaso transformados en una secta estrafalaria, con códigos inteligibles sólo para iniciados? ¿Le daremos a nuestra obstinación un matiz de heroísmo romántico que nadie, excepto nosotros mismos y nuestros pocos pares, será capaz de apreciar?

¿Nos aferraremos a la ilusión de ser adalides de una resistencia fantasmal que, en términos globales, pasará completamente inadvertida?

No sabemos, claro, si las profecías de Sartori habrán de cumplirse o no, pero es indudable que ciertas manifestaciones de ese porvenir hipotético laten ya en nuestro presente. Por las dudas, deberíamos empezar hoy mismo a preguntarnos, como en aquella canción de Sui Generis, "¿para quién canto yo, entonces?". Y tratar de contestarnos honestamente, sin apelar a los seductores artilugios de la poesía.

No sea cosa que el futuro nos tome desprevenidos.

Alfredo Di Bernardo

alfdibernardo@ciudad.com.ar
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