Robertito saltó de la cama en el instante que escuchó el ruido de la llaves, abriendo la puerta de la casa de Rosarito. Aturdido atinó a meterse debajo de la cama, abrazado a las ropas, que alcanzó a manotear en la desesperación.
La negra Rosario del Valle Rodríguez, se puso la bombacha y corrió a meterse en el baño. En un instante, los pasos seguros de las botas marrones que Roberto veía aterrado desde su incómodo lugar debajo de la cama, ingresaron a la pieza.
Se detuvo por un instante, junto al sillón ubicado en un rincón. Allí se dejó caer, el olor a cigarrillo dio cuenta del descanso momentáneo. Fumaba mientras la mujer terminaba de alistarse, para brindarle su cuerpo. Una costumbre sin sorpresas, ni entusiasmos.
Roberto tuvo un presentimiento, el latir del corazón retumbaba en la habitación. Creyó que semejante golpeteo lo iba a delatar. Al escuchar el saludo confirmó lo que la familiaridad de las botas anunciaba.
Su padre, Manuel Juárez, aguardaba a su amante para comenzar su faena, en la misma cama que acababan de calentar sus huesos. El, que hasta un instante antes cabalgaba sobre el cuerpo de ella, ahora sentía en carne propia el aturdimiento de escuchar a su padre en la misma misión. La situación no dejó de asombrarlo, de igual manera que le generó sentimientos encontrados.
Esta era sin embargo la parte más manejable de la situación. Estaba criado en una familia machista, desarrollada en un pueblo machista que hacía gala de su cultura. Su padre reafirmando su virilidad en otra cama, no era una preocupación. Solo que esta vez, estaba en entre las piernas de la joven, de la que estaba perdidamente enamorado. Padre e hijo zambullidos en el mismo cuerpo.
Rosario se mantenía con una peluquería armada en el living de su casa, muy concurrida por las mujeres del pueblo El Bañado, encalvado en plena pampa húmeda Tenía un Fiat 600 rojo, cero kilómetro, estrenado hacía poco tiempo, regalado por Manuel que decía más de dos años corría con todos los gastos..
La irrupción en la escena de Manuel Juárez, el acopiador de granos más importante de la zona, significó el infierno para Roberto. Ni la mujer quiso que suceda, ni pudo hacer algo para evitarlo. Manuel, el hombre que costeaba sus gastos y caprichos, entró imprevistamente en la casa y los acontecimientos se amontonaron a borbotones.
Mirada a la distancia la situación fue entre ridícula y graciosa. Uno debajo de la cama y el otro arriba, desfogándose compulsivamente en una hermosa joven 30 años menor, que acababa de recibir el mismo tributo de su hijo. Sin saber ella que se trataba de padre e hijo.
Manuel se incorporó, levantó el pantalón tirado al pie de la cama y se fue al baño. Su hijo lo observó desde su incómoda posición calzarse dificultosamente, las inimitables botas marrones. En pocos minutos tomó el saco, observó la campera negra con el detalle del cuello de pana de sus hijo Roberto colgando del respaldo de una silla y son decir palabra entendió todo. Quedó pensativo, bebió un café apurado y sonó el portazo.
Roberto salió debajo de la cama gateando, despacito sin saber que hacer ni que decir. Caminó hasta la puerta de entrada. Rosarito se tomó la cara y rompió en llanto. Le pidió disculpas y abrió la puerta. Roberto la cerró de un portazo, volvió y la empujó contra la mesada de la cocina. Hicieron el amor compulsivamente, entre desesperado, dolido y excitado. Después se largó a llorar.
Despertó en un sillón a las doce la noche. Ella no quiso hablar. Se fue sin el convencimiento de poner punto final a una historia que tenía a su padre en el medio. Rosario se enteró por boca de Roberto quienes eran. Se espantó, en la creencia que la perseguía el demonio. Semejante desventura no podía estarle pasando.
Rosario era para Manuel una simple amante joven, a la que mantenía porque aún conservaba lindo pechos y una hermosa figura. Treinta años más joven y a su disposición cuando le necesitaba,: Para ello no reparaba en gastos. Un cuerpo que se compra y un cuerpo que se da. No tenía afecto y no significaba nada en su vida.
Rosario comenzó la relación con el hijo, en esporádicos encuentros sexuales. La joven le confesó que tenía un amante, del que no pensaba desprenderse, sin saber que se trataba del padre.
No lo supo hasta aquel día en que saliendo debajo de la cama, balbuceó..
-Es mi viejo, Rosario, es mi viejo…., gritó con esa cara de extraviado que le duró una semana.
- ¿ No puedo creerlo, perdoname, perdoname, creeme que no sabía nada…?, contestó incrédula la mujer.
Rosario desconocía la historia del joven. Ella simplemente quería en la cama un muchacho de su edad, nada más que eso. Todo quedó encerrado en la clandestinidad y se complicó el día que Manuel apareció sin aviso.
Ahora la ambivalencia de la situación la mortificaba. Le gustaba Roberto, pero estaba claro que sin el padre no podía con sus gastos y no era momento de ensanchar la cama, para meter una dinastía familiar entre sus sábanas. Estaba mal, se le notaba a lo lejos. Se habían enganchado sin pensarlo.
Roberto pensó que nada tenía solución. No podía digerir la presencia de su padre y tampoco ponerle un punto final a su pasión.
Tuvo la sensación de ser un perro que intenta vanamente de morderse la cola. Giraba sobre si mismo, sin encontrarle la salida al problema. La Mitad era gobierno de la razón y la otra del corazón. En definitiva estaba empantanado.
Con su padre no cruzó una sola palabra. Pareció por los silencios que cada uno sabía de que se trataba la distancia y las miradas esquivas.
Fueron seis meses de terror, en los que el amor y los reproches, incluyeron peleas y gritos por igual.
Manuel nunca más volvió a la cama de la joven, aunque rigurosamente pagó sus cuentas. La mujer sospechó que sabía de la presencia de su hijo. Tampoco lo hablaron. Ella desconocía de verdad quien era el joven apuesto y entrador que la sedujo en la barra del boliche Xanadú aquel otoño de 1966.
En la casa de los Juárez, la relación entre padre e hijo se alimentó de frío polar. Las palabras justas y necesarias, eran toda la comunicación.
La familia advirtió la distancia entre ellos y lo atribuyó a temas de dinero.
Robertito continuaba con su infierno a cuesta, cuando una mañana de mayo después de desayunar, decidió pasar por la casa de Rosario. Compró facturas en la panadería de la Gringa, y caminó por la avenida Lugones. Tocó el timbre con insistencia sin respuesta. Le pareció raro a esa hora, que Rosario no estuviera en la casa. Pensó que debía estar een el hospital. Esperó más de madia hora en la puerta fumando un cigarrillo.
Doña Lucía, la vecina de Rosario, lo encontró a la vuelta de las compras.
-Dicen que se fue anoche, ni se despidió… en un camión se llevó los muebles….le contó con un dejo de amargura. Le pareció cruel que se hubiera marchado sin darle un beso, justamente a ella que le abrió la puerta de su casa como a una hija.
Roberto quedó petrificado. Se había ido también de él y en la desgracia y el reproche se sintió más cerca de la anciana. Le tomó los bolsos y la acompañó hasta el patio de la casa. Decidió volver a su casa pero dos veces lo venció la tentación y subió la pared del frente para mirar al interior de la casa. Sintió la desolación de una casa vacía, en una mezcla de buenos y malos recuerdos.
Roberto la buscó por los pueblos cercanos durante dos años. Se dio por vencido, nadie le aportó jamás un dato. Tuvo la seguridad que la huida fue organizada por su padre.
Admitió que la amaba con locura y necesitaba encontrarla. Estaba dispuesto a partir a cualquier lugar para emprender la vida juntos.
Se repetía durante las noches, que ya no el importaba el pasado de Rosario con su padre, estaba dispuesto a un gesto inmenso de amor. Fue en vano. Nunca apareció, ni siquiera devolvió un llamado telefónico una noticia cualquiera, que tanto ansiaba. Roberto se fue convirtiendo con los años en un tipo taciturno. Lo invadió la tristeza definitivamente. Esa historia lo marcó para siempre.
Diez años más tarde, encontraron el cadáver de una mujer enterrado en el zanjón de la Buena Esperanza. El paso del tiempo lo degradó hasta convertirlo a esa altura, una osamenta carcomida por la naturaleza.
Unas pocas ropas, secuestradas por los policías despejaron las dudas de Roberto. Era Rosario, tirada boca abajo con dos agujeros en el cráneo compatibles con disparos de arma de fuego.
Roberto sospechó de su padre. Los muebles de la casa no aparecieron jamás, ni los efectos personales tampoco.
Manuel nunca fue molestado por la Policía a pesar de que un parroquiano del pueblo vecino de Las Higueras, contó con lujos de detalles haber estado bebiendo con cuatro forasteros, que realizaron un trabajo grande para don Juárez, enterrando una mujer. Según los tipos, cobraron mucho dinero y esa misma noche se fueron a la Capital Federal.
En el invierno siguiente, Roberto murió en la ruta cubierta de neblina. Le pegó de lleno con la camioneta a un tractor que cruzó la ruta.
Luis Barud
luisebarud@hotmail.com
La negra Rosario del Valle Rodríguez, se puso la bombacha y corrió a meterse en el baño. En un instante, los pasos seguros de las botas marrones que Roberto veía aterrado desde su incómodo lugar debajo de la cama, ingresaron a la pieza.
Se detuvo por un instante, junto al sillón ubicado en un rincón. Allí se dejó caer, el olor a cigarrillo dio cuenta del descanso momentáneo. Fumaba mientras la mujer terminaba de alistarse, para brindarle su cuerpo. Una costumbre sin sorpresas, ni entusiasmos.
Roberto tuvo un presentimiento, el latir del corazón retumbaba en la habitación. Creyó que semejante golpeteo lo iba a delatar. Al escuchar el saludo confirmó lo que la familiaridad de las botas anunciaba.
Su padre, Manuel Juárez, aguardaba a su amante para comenzar su faena, en la misma cama que acababan de calentar sus huesos. El, que hasta un instante antes cabalgaba sobre el cuerpo de ella, ahora sentía en carne propia el aturdimiento de escuchar a su padre en la misma misión. La situación no dejó de asombrarlo, de igual manera que le generó sentimientos encontrados.
Esta era sin embargo la parte más manejable de la situación. Estaba criado en una familia machista, desarrollada en un pueblo machista que hacía gala de su cultura. Su padre reafirmando su virilidad en otra cama, no era una preocupación. Solo que esta vez, estaba en entre las piernas de la joven, de la que estaba perdidamente enamorado. Padre e hijo zambullidos en el mismo cuerpo.
Rosario se mantenía con una peluquería armada en el living de su casa, muy concurrida por las mujeres del pueblo El Bañado, encalvado en plena pampa húmeda Tenía un Fiat 600 rojo, cero kilómetro, estrenado hacía poco tiempo, regalado por Manuel que decía más de dos años corría con todos los gastos..
La irrupción en la escena de Manuel Juárez, el acopiador de granos más importante de la zona, significó el infierno para Roberto. Ni la mujer quiso que suceda, ni pudo hacer algo para evitarlo. Manuel, el hombre que costeaba sus gastos y caprichos, entró imprevistamente en la casa y los acontecimientos se amontonaron a borbotones.
Mirada a la distancia la situación fue entre ridícula y graciosa. Uno debajo de la cama y el otro arriba, desfogándose compulsivamente en una hermosa joven 30 años menor, que acababa de recibir el mismo tributo de su hijo. Sin saber ella que se trataba de padre e hijo.
Manuel se incorporó, levantó el pantalón tirado al pie de la cama y se fue al baño. Su hijo lo observó desde su incómoda posición calzarse dificultosamente, las inimitables botas marrones. En pocos minutos tomó el saco, observó la campera negra con el detalle del cuello de pana de sus hijo Roberto colgando del respaldo de una silla y son decir palabra entendió todo. Quedó pensativo, bebió un café apurado y sonó el portazo.
Roberto salió debajo de la cama gateando, despacito sin saber que hacer ni que decir. Caminó hasta la puerta de entrada. Rosarito se tomó la cara y rompió en llanto. Le pidió disculpas y abrió la puerta. Roberto la cerró de un portazo, volvió y la empujó contra la mesada de la cocina. Hicieron el amor compulsivamente, entre desesperado, dolido y excitado. Después se largó a llorar.
Despertó en un sillón a las doce la noche. Ella no quiso hablar. Se fue sin el convencimiento de poner punto final a una historia que tenía a su padre en el medio. Rosario se enteró por boca de Roberto quienes eran. Se espantó, en la creencia que la perseguía el demonio. Semejante desventura no podía estarle pasando.
Rosario era para Manuel una simple amante joven, a la que mantenía porque aún conservaba lindo pechos y una hermosa figura. Treinta años más joven y a su disposición cuando le necesitaba,: Para ello no reparaba en gastos. Un cuerpo que se compra y un cuerpo que se da. No tenía afecto y no significaba nada en su vida.
Rosario comenzó la relación con el hijo, en esporádicos encuentros sexuales. La joven le confesó que tenía un amante, del que no pensaba desprenderse, sin saber que se trataba del padre.
No lo supo hasta aquel día en que saliendo debajo de la cama, balbuceó..
-Es mi viejo, Rosario, es mi viejo…., gritó con esa cara de extraviado que le duró una semana.
- ¿ No puedo creerlo, perdoname, perdoname, creeme que no sabía nada…?, contestó incrédula la mujer.
Rosario desconocía la historia del joven. Ella simplemente quería en la cama un muchacho de su edad, nada más que eso. Todo quedó encerrado en la clandestinidad y se complicó el día que Manuel apareció sin aviso.
Ahora la ambivalencia de la situación la mortificaba. Le gustaba Roberto, pero estaba claro que sin el padre no podía con sus gastos y no era momento de ensanchar la cama, para meter una dinastía familiar entre sus sábanas. Estaba mal, se le notaba a lo lejos. Se habían enganchado sin pensarlo.
Roberto pensó que nada tenía solución. No podía digerir la presencia de su padre y tampoco ponerle un punto final a su pasión.
Tuvo la sensación de ser un perro que intenta vanamente de morderse la cola. Giraba sobre si mismo, sin encontrarle la salida al problema. La Mitad era gobierno de la razón y la otra del corazón. En definitiva estaba empantanado.
Con su padre no cruzó una sola palabra. Pareció por los silencios que cada uno sabía de que se trataba la distancia y las miradas esquivas.
Fueron seis meses de terror, en los que el amor y los reproches, incluyeron peleas y gritos por igual.
Manuel nunca más volvió a la cama de la joven, aunque rigurosamente pagó sus cuentas. La mujer sospechó que sabía de la presencia de su hijo. Tampoco lo hablaron. Ella desconocía de verdad quien era el joven apuesto y entrador que la sedujo en la barra del boliche Xanadú aquel otoño de 1966.
En la casa de los Juárez, la relación entre padre e hijo se alimentó de frío polar. Las palabras justas y necesarias, eran toda la comunicación.
La familia advirtió la distancia entre ellos y lo atribuyó a temas de dinero.
Robertito continuaba con su infierno a cuesta, cuando una mañana de mayo después de desayunar, decidió pasar por la casa de Rosario. Compró facturas en la panadería de la Gringa, y caminó por la avenida Lugones. Tocó el timbre con insistencia sin respuesta. Le pareció raro a esa hora, que Rosario no estuviera en la casa. Pensó que debía estar een el hospital. Esperó más de madia hora en la puerta fumando un cigarrillo.
Doña Lucía, la vecina de Rosario, lo encontró a la vuelta de las compras.
-Dicen que se fue anoche, ni se despidió… en un camión se llevó los muebles….le contó con un dejo de amargura. Le pareció cruel que se hubiera marchado sin darle un beso, justamente a ella que le abrió la puerta de su casa como a una hija.
Roberto quedó petrificado. Se había ido también de él y en la desgracia y el reproche se sintió más cerca de la anciana. Le tomó los bolsos y la acompañó hasta el patio de la casa. Decidió volver a su casa pero dos veces lo venció la tentación y subió la pared del frente para mirar al interior de la casa. Sintió la desolación de una casa vacía, en una mezcla de buenos y malos recuerdos.
Roberto la buscó por los pueblos cercanos durante dos años. Se dio por vencido, nadie le aportó jamás un dato. Tuvo la seguridad que la huida fue organizada por su padre.
Admitió que la amaba con locura y necesitaba encontrarla. Estaba dispuesto a partir a cualquier lugar para emprender la vida juntos.
Se repetía durante las noches, que ya no el importaba el pasado de Rosario con su padre, estaba dispuesto a un gesto inmenso de amor. Fue en vano. Nunca apareció, ni siquiera devolvió un llamado telefónico una noticia cualquiera, que tanto ansiaba. Roberto se fue convirtiendo con los años en un tipo taciturno. Lo invadió la tristeza definitivamente. Esa historia lo marcó para siempre.
Diez años más tarde, encontraron el cadáver de una mujer enterrado en el zanjón de la Buena Esperanza. El paso del tiempo lo degradó hasta convertirlo a esa altura, una osamenta carcomida por la naturaleza.
Unas pocas ropas, secuestradas por los policías despejaron las dudas de Roberto. Era Rosario, tirada boca abajo con dos agujeros en el cráneo compatibles con disparos de arma de fuego.
Roberto sospechó de su padre. Los muebles de la casa no aparecieron jamás, ni los efectos personales tampoco.
Manuel nunca fue molestado por la Policía a pesar de que un parroquiano del pueblo vecino de Las Higueras, contó con lujos de detalles haber estado bebiendo con cuatro forasteros, que realizaron un trabajo grande para don Juárez, enterrando una mujer. Según los tipos, cobraron mucho dinero y esa misma noche se fueron a la Capital Federal.
En el invierno siguiente, Roberto murió en la ruta cubierta de neblina. Le pegó de lleno con la camioneta a un tractor que cruzó la ruta.
Luis Barud
luisebarud@hotmail.com
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