La voz de Arantza, aguda y gozosa, atraviesa la mar y repiquetea en el teléfono. Dice Arantza que ha ido a una exposición de fotografías en Pasajes (Pasaia Antxo) allá en Euskadi, dice Arantza que ha visto fotografías de hace tiempos, de hace años acumulados, que las fotografías sepia blanquinegras, que las fotografías agrandadas en los muros mostraban las mujeres detenidas en un momento de pequeña eternidad. Las fotografías agrandadas de mujeres quietas, de ojos grandes, de vestimentas que ya han fenecido en fogatas o hechas trapo para limpiar la tierra de los muebles, pero entonces vestimentas de fiesta, entonces adorno de mujeres engalanadas y airosas.
Y Arantza dice que se detuvo frente a la imagen de una niña en baile, y le ha dicho al marido "Quién es esta, José Felipe", y José Felipe le ha respondido "pues Margari". Así, sin dudarlo, José Felipe le ha respondido pues Margari.
Y Margari tendría once años entonces, y bailaba, y aún no se había vuelto indiana, le faltaba haber cruzado el mar, ser más infeliz que feliz en esta tierra, engendrar y soñar con lo perdido. Margari bailaba allí en la foto hace sesenta años, en esa modesta inmortalidad del papel, en la mínima quietud que nos otorga la ilusión de lo imperecedero, que no nos pertenece en nuestra irrenunciable fugacidad.
Margari bailaba allá en la fiesta y ni habrá notado el lente que la fijaba en esa actitud, en ese gesto, en ese paso entre los pasos que detuvo la película. Y el fotógrafo no podía saber que esa imagen entre las miles de imágenes sería escogida para una exposición siendo él ya muerto, ni sabía que la niña perdería su mar y sus montañas, que dejaría en años y kilómetros y vida los helechos y los montes, el euskera y el txistu, los cencerros resonando detrás de los caseríos.
Vemos una fotografía y hablamos de inmortalidad, como la ingenua lápida que asegura "vivirás eternamente en la memoria de tus hijos". Olvida la lápida que los hijos no son eternos. Olvidamos que los planetas y los soles tienen sus historias inabarcables mientras nuestras vidas y civilizaciones se desvanecen en meras chispas que brincan en la oscuridad.
Sin embargo, Margari bailaba en Pasaia, y sigue bailando en una imagen detenida, y José Felipe, que no la conoció de niña, pudo ver esa niña y ver en sus rasgos la frente, la postura, lo inequívocamente personal que trasciende años y nudos marinos y monstruos oceánicos. Margari continúa el baile que comenzó entre la mar y los montes. Bailará menos deprisa, estará un poco cansada, se detendrá a tomar aliento. Pero sigue, Margari, danzando.
Mónica Russomanno
russomannomonica@hotmail.com
Y Arantza dice que se detuvo frente a la imagen de una niña en baile, y le ha dicho al marido "Quién es esta, José Felipe", y José Felipe le ha respondido "pues Margari". Así, sin dudarlo, José Felipe le ha respondido pues Margari.
Y Margari tendría once años entonces, y bailaba, y aún no se había vuelto indiana, le faltaba haber cruzado el mar, ser más infeliz que feliz en esta tierra, engendrar y soñar con lo perdido. Margari bailaba allí en la foto hace sesenta años, en esa modesta inmortalidad del papel, en la mínima quietud que nos otorga la ilusión de lo imperecedero, que no nos pertenece en nuestra irrenunciable fugacidad.
Margari bailaba allá en la fiesta y ni habrá notado el lente que la fijaba en esa actitud, en ese gesto, en ese paso entre los pasos que detuvo la película. Y el fotógrafo no podía saber que esa imagen entre las miles de imágenes sería escogida para una exposición siendo él ya muerto, ni sabía que la niña perdería su mar y sus montañas, que dejaría en años y kilómetros y vida los helechos y los montes, el euskera y el txistu, los cencerros resonando detrás de los caseríos.
Vemos una fotografía y hablamos de inmortalidad, como la ingenua lápida que asegura "vivirás eternamente en la memoria de tus hijos". Olvida la lápida que los hijos no son eternos. Olvidamos que los planetas y los soles tienen sus historias inabarcables mientras nuestras vidas y civilizaciones se desvanecen en meras chispas que brincan en la oscuridad.
Sin embargo, Margari bailaba en Pasaia, y sigue bailando en una imagen detenida, y José Felipe, que no la conoció de niña, pudo ver esa niña y ver en sus rasgos la frente, la postura, lo inequívocamente personal que trasciende años y nudos marinos y monstruos oceánicos. Margari continúa el baile que comenzó entre la mar y los montes. Bailará menos deprisa, estará un poco cansada, se detendrá a tomar aliento. Pero sigue, Margari, danzando.
Mónica Russomanno
russomannomonica@hotmail.com
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