Por Marta Dillon
Aunque parezca contradictorio, Estela Barnes de Carlotto tiene mala memoria. Lo asume frente a la foto de su hija Laura, cristalizada para siempre en una sonrisa de 18 años, el pelo negro, los ojos profundos, la alegría de una recién casada que ahora está ahí, aislada de la fiesta que fue en esa foto que su madre recortó y llevó mil veces sobre el pecho y en carteles, la misma que al principio de su búsqueda creyó que le iba a facilitar el encuentro con su nieto, Guido. Es que la memoria es un ejercicio que para esta mujer, necesariamente, se ancló en determinados hechos, determinadas frases, algunas pocas cotidianas, la mayoría dramáticas. Estela puede repetir sin equivocarse la frase que le dijo Reynaldo Bignone, el represor que se apropió de la presidencia de la república en el último tramo de la última dictadura militar argentina y que ahora, esta misma semana, por fin fue condenado por delitos de lesa humanidad a 25 años de prisión en una cárcel común. De esa frase se acuerda a fuerza de repetirla en juicios. Y también porque significaba la certeza de que no volvería a ver a su hija con vida. “Señora, usted ve lo que está pasando. Uno les dice que se entreguen voluntariamente, que se les reduce la pena porque ese lugar de rehabilitación que hemos inaugurado existe. Pero ellos se van del país y nos siguen fustigando o se quedan. Yo hace unos días he estado en Uruguay en las cárceles donde están los tupamaros, y le puedo asegurar que allí se fortalecen y hasta convencen a los guardiacárceles. Eso no queremos que pase aquí, señora; acá hay que hacerlo, hay que hacerlo...”. “Hacerlo” era la manera de nombrar el genocidio. “Hacerlo” fue, en el caso de Laura Carlotto, unos cuantos disparos, a la cabeza y en el vientre, tal vez con la idea de borrar las marcas del embarazo y el parto reciente. Pero los detalles nimios, esos que construyen la relación entre madres e hijas, esos retazos se le pierden en los laberintos de su memoria donde la ausencia gana terreno aunque no le quite voluntad. Ella es la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, la segunda después de que Chicha Mariani renunciara a ese lugar, la cara visible de un reclamo que excedió los límites de la militancia de Derechos Humanos y se coló en ficciones y canciones, en ciclos de teatro y en la conciencia de la mayoría. De alguna manera, la gestión de Estela Barnes de Carlotto, maestra, directora de escuela ahora jubilada, madre de cuatro hijos y abuela de una decena de nietos, logró ese efecto de gota que horada la piedra. Y no es sencillamente que el reclamo de las Abuelas apele a víctimas sin rasgos de dudas sobre su inocencia porque apenas habían nacido cuando fueron secuestrados, sino porque junto a sus compañeras lograron llenar de sentido ese reclamo e imponer la palabra “apropiación” por sobre la falsa adopción y los supuestos cuidados que las y los apropiadores brindaron a los secuestrados. Algo habrá tenido que ver su cuidado discurso, conciliador discurso, propio de una docente acostumbrada a reinar en el aula. Algo habrá tenido que ver su imagen invariable a lo largo de los años, el pelo de peluquería, los ojos maquillados, la elección de no lucir pañuelo y de entrevistarse con todos y cada unos de los presidentes que inauguraron la democracia que ya lleva 28 años sin interrumpirse, mientras la mayoría de los familiares de las víctimas del genocidio se negaban a tener relaciones diplomáticas con quienes aseguraban la impunidad de los victimarios. Curiosamente, al único presidente que no le pidieron audiencia fue a Néstor Kirchner. Y éste fue el único que las convocó por decisión propia, sellando una alianza que logró mellar de alguna manera su imagen impoluta. Ese acercamiento a la política institucional, su defensa de la gestión kirchnerista, una presidencia corta y conflictiva al frente de la Comisión Provincial de la Memoria —en la que fue acusada de mal manejo de los fondos públicos— además de un puesto de funcionario —titular de la Secretaría de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires durante la gestión de Felipe Solá— para su hijo menor, Remo, fueron cuestionamientos que soportó siempre con el mismo tono. El tono medido que usó, también, para defender a Aníbal Ibarra cuando la tragedia de Cromañón terminó con su destitución; aunque se le haya ido un tanto la boca cuando acusó a los padres de las víctimas de ese incendio de delincuentes. Nada de eso, sin embargo, logra empañar la gestión de las Abuelas, así en plural, aunque ella sea su cara más visible, ni tampoco su figura de señora de clase media que sabe que tiene que hablar en los códigos de su clase para ser entendida por la mayoría, para que el reclamo de recuperación de la identidad de los ahora jóvenes apropiados sea un reclamo común, una causa del más estricto sentido común, lo más puro de los Derechos Humanos. Más de cien jóvenes saben ahora cuál es su verdadera historia gracias al trabajo constante de estas mujeres. Muchos más todavía esperan recuperar su historia aunque eso ni siquiera cuente aún en la lista de sus deseos. Es ese trabajo el que consigue ahora mismo poner en jaque al monopolio de Ernestina Herrera de Noble más que ninguna otra cosa por la sospecha de que los jóvenes anotados fraudulentamente como sus hijos sean hijos de desaparecidos. Es que las Abuelas, con Carlotto como presidenta, han trazado una línea que no se puede cruzar. Han hecho comprensible para la mayoría cuál es el valor de la verdad. En la misma semana en que ese hombre que le advirtió que el destino de su hija era la muerte para entregarle graciosamente el cuerpo masacrado de Laura era condenado, las Abuelas recibieron la noticia de que eran candidatas para el Premio Nobel de la Paz. Tal vez eso no quiera decir demasiado, tal vez sólo signifique el desahogo económico para seguir en su lucha; no deja de ser un reconocimiento. Aunque el premio real sean esos 101 nombres que ahora se inscriben con la tinta indeleble de la verdad. 101 nombres que no sólo alientan a las Abuelas sino también a quienes aún no han logrado resolver qué hacer con esas dudas que cuestionan no sólo la identidad personal sino la de toda una generación
Marta Dillon
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/
Aunque parezca contradictorio, Estela Barnes de Carlotto tiene mala memoria. Lo asume frente a la foto de su hija Laura, cristalizada para siempre en una sonrisa de 18 años, el pelo negro, los ojos profundos, la alegría de una recién casada que ahora está ahí, aislada de la fiesta que fue en esa foto que su madre recortó y llevó mil veces sobre el pecho y en carteles, la misma que al principio de su búsqueda creyó que le iba a facilitar el encuentro con su nieto, Guido. Es que la memoria es un ejercicio que para esta mujer, necesariamente, se ancló en determinados hechos, determinadas frases, algunas pocas cotidianas, la mayoría dramáticas. Estela puede repetir sin equivocarse la frase que le dijo Reynaldo Bignone, el represor que se apropió de la presidencia de la república en el último tramo de la última dictadura militar argentina y que ahora, esta misma semana, por fin fue condenado por delitos de lesa humanidad a 25 años de prisión en una cárcel común. De esa frase se acuerda a fuerza de repetirla en juicios. Y también porque significaba la certeza de que no volvería a ver a su hija con vida. “Señora, usted ve lo que está pasando. Uno les dice que se entreguen voluntariamente, que se les reduce la pena porque ese lugar de rehabilitación que hemos inaugurado existe. Pero ellos se van del país y nos siguen fustigando o se quedan. Yo hace unos días he estado en Uruguay en las cárceles donde están los tupamaros, y le puedo asegurar que allí se fortalecen y hasta convencen a los guardiacárceles. Eso no queremos que pase aquí, señora; acá hay que hacerlo, hay que hacerlo...”. “Hacerlo” era la manera de nombrar el genocidio. “Hacerlo” fue, en el caso de Laura Carlotto, unos cuantos disparos, a la cabeza y en el vientre, tal vez con la idea de borrar las marcas del embarazo y el parto reciente. Pero los detalles nimios, esos que construyen la relación entre madres e hijas, esos retazos se le pierden en los laberintos de su memoria donde la ausencia gana terreno aunque no le quite voluntad. Ella es la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, la segunda después de que Chicha Mariani renunciara a ese lugar, la cara visible de un reclamo que excedió los límites de la militancia de Derechos Humanos y se coló en ficciones y canciones, en ciclos de teatro y en la conciencia de la mayoría. De alguna manera, la gestión de Estela Barnes de Carlotto, maestra, directora de escuela ahora jubilada, madre de cuatro hijos y abuela de una decena de nietos, logró ese efecto de gota que horada la piedra. Y no es sencillamente que el reclamo de las Abuelas apele a víctimas sin rasgos de dudas sobre su inocencia porque apenas habían nacido cuando fueron secuestrados, sino porque junto a sus compañeras lograron llenar de sentido ese reclamo e imponer la palabra “apropiación” por sobre la falsa adopción y los supuestos cuidados que las y los apropiadores brindaron a los secuestrados. Algo habrá tenido que ver su cuidado discurso, conciliador discurso, propio de una docente acostumbrada a reinar en el aula. Algo habrá tenido que ver su imagen invariable a lo largo de los años, el pelo de peluquería, los ojos maquillados, la elección de no lucir pañuelo y de entrevistarse con todos y cada unos de los presidentes que inauguraron la democracia que ya lleva 28 años sin interrumpirse, mientras la mayoría de los familiares de las víctimas del genocidio se negaban a tener relaciones diplomáticas con quienes aseguraban la impunidad de los victimarios. Curiosamente, al único presidente que no le pidieron audiencia fue a Néstor Kirchner. Y éste fue el único que las convocó por decisión propia, sellando una alianza que logró mellar de alguna manera su imagen impoluta. Ese acercamiento a la política institucional, su defensa de la gestión kirchnerista, una presidencia corta y conflictiva al frente de la Comisión Provincial de la Memoria —en la que fue acusada de mal manejo de los fondos públicos— además de un puesto de funcionario —titular de la Secretaría de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires durante la gestión de Felipe Solá— para su hijo menor, Remo, fueron cuestionamientos que soportó siempre con el mismo tono. El tono medido que usó, también, para defender a Aníbal Ibarra cuando la tragedia de Cromañón terminó con su destitución; aunque se le haya ido un tanto la boca cuando acusó a los padres de las víctimas de ese incendio de delincuentes. Nada de eso, sin embargo, logra empañar la gestión de las Abuelas, así en plural, aunque ella sea su cara más visible, ni tampoco su figura de señora de clase media que sabe que tiene que hablar en los códigos de su clase para ser entendida por la mayoría, para que el reclamo de recuperación de la identidad de los ahora jóvenes apropiados sea un reclamo común, una causa del más estricto sentido común, lo más puro de los Derechos Humanos. Más de cien jóvenes saben ahora cuál es su verdadera historia gracias al trabajo constante de estas mujeres. Muchos más todavía esperan recuperar su historia aunque eso ni siquiera cuente aún en la lista de sus deseos. Es ese trabajo el que consigue ahora mismo poner en jaque al monopolio de Ernestina Herrera de Noble más que ninguna otra cosa por la sospecha de que los jóvenes anotados fraudulentamente como sus hijos sean hijos de desaparecidos. Es que las Abuelas, con Carlotto como presidenta, han trazado una línea que no se puede cruzar. Han hecho comprensible para la mayoría cuál es el valor de la verdad. En la misma semana en que ese hombre que le advirtió que el destino de su hija era la muerte para entregarle graciosamente el cuerpo masacrado de Laura era condenado, las Abuelas recibieron la noticia de que eran candidatas para el Premio Nobel de la Paz. Tal vez eso no quiera decir demasiado, tal vez sólo signifique el desahogo económico para seguir en su lucha; no deja de ser un reconocimiento. Aunque el premio real sean esos 101 nombres que ahora se inscriben con la tinta indeleble de la verdad. 101 nombres que no sólo alientan a las Abuelas sino también a quienes aún no han logrado resolver qué hacer con esas dudas que cuestionan no sólo la identidad personal sino la de toda una generación
Marta Dillon
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/
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