Estaba anocheciendo, aquel sábado de febrero. Yo acababa de volver de la cancha, contento porque Colón había ganado, cuando la radio interrumpió de pronto su transmisión deportiva para dar paso a un flash de la División Noticias. Ahí me enteré. "Falleció hoy en París, a la edad de 69 años, el escritor argentino Julio Cortázar", dijo la voz. Eso fue todo. Después, la radio siguió adelante con su previsible rutina de reportajes de vestuario y repetición de goles: Yo, ansioso por sacarme de encima el calor acumulado en la tribuna, me metí en la ducha y no pensé demasiado en el asunto. Eso fue todo, sí. Aquella tarde no supe que Cortázar me había hecho un favor enorme muriéndose antes de que llegara a conocerlo. No supe que su involuntario gesto, tan oportuno, me había evitado la tristeza.
En esos dias, yo andaba poseído por la infinita sed lectora que sólo se puede sentir a los 18 años, pero aún no tenía plena conciencia de lo que significaba la figura de Cortázar, ni de su dimensión gigantesca en el marco de la literatura latinoamericana. A decir verdad, antes de aquella tarde de febrero, sólo registraba en mi memoria dos episodios concretos vinculados a su nombre. Uno era la lectura escolar -en séptimo grado y "Compendio del Alumno" mediante- de un fragmento de "Los venenos", cuyo efecto más perdurable había consistido en revelarme la existencia de la palabra "tilbury". El otro, ya en tiempos de la secundaria, era el comentario tendencioso de un profesor de Formación Cívica que lo había involucrado en esa supuesta "campaña antiargentina en el exterior" que los militares del Proceso enarbolaban por entonces con patriótica paranoia. Fuera de eso, nada. Sabía, sí, que estaba radicado en Francia y que su libro más famoso se llamaba "Rayuela", pero no mucho más.
Fue justamente la catarata de homenajes periodísticos póstumos desatada por su muerte lo que me permitió el primer acercamiento a su vida y a su obra. Poco tiempo después, con la lectura de sus libros, llegaron la admiración, el asombro, la sana envidia, el cariño. Llegó el disfrute inigualable de sus cuentos magistrales. Llegaron el nudo en la garganta al terminar "La autopista del sur", y los ojos humedecidos al final de "Una flor amarilla". Y mi enamoramiento hacia un París ya inexistente que me hacía fantasear con la posibilidad de vivir en una buhardilla cercana al Sena, dedicado solamente a escribir. Y el increíble descubrimiento de que, sólo quince años atrás, una generación entera de jovencitas argentinas había soñado con ser la Maga. Y llegó también la necesidad casi compulsiva de devorar entrevistas para conocer qué pensaba, qué sentía, cómo trabajaba ese grandulón con cara de nene que amaba el jazz y el boxeo. Y las épicas búsquedas de naturaleza casi arqueológica en librerías de Buenos Aires, en pos de tesoros improbables como "Deshoras" u "Octaedro" (por aquel entonces, inhallables). Y la gloriosa felicidad de ese mediodía en que, mientras el cielo se derrumbaba sobre Santa Fe en forma de diluvio bíblico, caminé por la peatonal con un ejemplar de "Los premios" recién comprado bajo el brazo, saboreando por anticipado su inminente lectura en la siesta lluviosa. Y llegó aquel casete que traía su voz grave, y ese estremecimiento que provocaba escucharlo pronunciar "Rocamadour, bebé Rocamadour" con la erre afrancesada. Y la foto inmortal de Sara Facio, el retrato inoxidable del mayor de los cronopios. Y la alegría, claro, la inmensa alegría de haberme cruzado en el camino con ese niño grande fascinado por las palabras que, riéndose de la solemnidad ajena, se dedicó a abrir puertas para ir a jugar, y las encontró.
No tiene sentido, me parece, veinticinco años después, incurrir en la melancolía y experimentar con retroactividad el duelo que no viví. Tampoco me interesan demasiado ya los sesudos análisis académicos acerca de sus aportes técnicos y teóricos a la narrativa contemporánea. Prefiero apoyarme en mi perspectiva de lector y recordarlo con la gratitud que sólo puede despertar quien nos ha obsequiado el placer de páginas inolvidables. El mejor homenaje que se le puede rendir, creo, es seguir leyéndolo. Y, por supuesto, continuar siendo unos cronopios irredimibles, eternamente extranjeros en este mundo armado tan pero tan a la medida de los famas.
Alfredo Di Bernardo
http://cronicasdelhombrealto.blogspot.com/
(De Crónicas del Hombre Alto -Crónica Nº 47- Marzo de 2009)
En esos dias, yo andaba poseído por la infinita sed lectora que sólo se puede sentir a los 18 años, pero aún no tenía plena conciencia de lo que significaba la figura de Cortázar, ni de su dimensión gigantesca en el marco de la literatura latinoamericana. A decir verdad, antes de aquella tarde de febrero, sólo registraba en mi memoria dos episodios concretos vinculados a su nombre. Uno era la lectura escolar -en séptimo grado y "Compendio del Alumno" mediante- de un fragmento de "Los venenos", cuyo efecto más perdurable había consistido en revelarme la existencia de la palabra "tilbury". El otro, ya en tiempos de la secundaria, era el comentario tendencioso de un profesor de Formación Cívica que lo había involucrado en esa supuesta "campaña antiargentina en el exterior" que los militares del Proceso enarbolaban por entonces con patriótica paranoia. Fuera de eso, nada. Sabía, sí, que estaba radicado en Francia y que su libro más famoso se llamaba "Rayuela", pero no mucho más.
Fue justamente la catarata de homenajes periodísticos póstumos desatada por su muerte lo que me permitió el primer acercamiento a su vida y a su obra. Poco tiempo después, con la lectura de sus libros, llegaron la admiración, el asombro, la sana envidia, el cariño. Llegó el disfrute inigualable de sus cuentos magistrales. Llegaron el nudo en la garganta al terminar "La autopista del sur", y los ojos humedecidos al final de "Una flor amarilla". Y mi enamoramiento hacia un París ya inexistente que me hacía fantasear con la posibilidad de vivir en una buhardilla cercana al Sena, dedicado solamente a escribir. Y el increíble descubrimiento de que, sólo quince años atrás, una generación entera de jovencitas argentinas había soñado con ser la Maga. Y llegó también la necesidad casi compulsiva de devorar entrevistas para conocer qué pensaba, qué sentía, cómo trabajaba ese grandulón con cara de nene que amaba el jazz y el boxeo. Y las épicas búsquedas de naturaleza casi arqueológica en librerías de Buenos Aires, en pos de tesoros improbables como "Deshoras" u "Octaedro" (por aquel entonces, inhallables). Y la gloriosa felicidad de ese mediodía en que, mientras el cielo se derrumbaba sobre Santa Fe en forma de diluvio bíblico, caminé por la peatonal con un ejemplar de "Los premios" recién comprado bajo el brazo, saboreando por anticipado su inminente lectura en la siesta lluviosa. Y llegó aquel casete que traía su voz grave, y ese estremecimiento que provocaba escucharlo pronunciar "Rocamadour, bebé Rocamadour" con la erre afrancesada. Y la foto inmortal de Sara Facio, el retrato inoxidable del mayor de los cronopios. Y la alegría, claro, la inmensa alegría de haberme cruzado en el camino con ese niño grande fascinado por las palabras que, riéndose de la solemnidad ajena, se dedicó a abrir puertas para ir a jugar, y las encontró.
No tiene sentido, me parece, veinticinco años después, incurrir en la melancolía y experimentar con retroactividad el duelo que no viví. Tampoco me interesan demasiado ya los sesudos análisis académicos acerca de sus aportes técnicos y teóricos a la narrativa contemporánea. Prefiero apoyarme en mi perspectiva de lector y recordarlo con la gratitud que sólo puede despertar quien nos ha obsequiado el placer de páginas inolvidables. El mejor homenaje que se le puede rendir, creo, es seguir leyéndolo. Y, por supuesto, continuar siendo unos cronopios irredimibles, eternamente extranjeros en este mundo armado tan pero tan a la medida de los famas.
Alfredo Di Bernardo
http://cronicasdelhombrealto.blogspot.com/
(De Crónicas del Hombre Alto -Crónica Nº 47- Marzo de 2009)
2 comentarios:
¡Comparto plenamente! Excelente. Un abrazo. Mercedes
Lo has dicho tan bellamente como puede decirse lo almático (Cortazismo), sólo pertenecemos a aquellas hechos que se nos han metido bajo la piel. Él, acostumbraba meterse tan dentro del lector que a uno se le antojaba propio todo su decir. Tal vez por ser tan coherentemente Julio,tan de muchos lugares y tan nuestro. Es cierto, para los que los que leímos sin pausa, fue próximo, fue un nombre propio más que un apellido célebre.
Hermoso tu homenaje, Cronopio.
abrazo,
d.
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