sábado, 25 de agosto de 2007

Mónica Russomanno: Estarse en tiempo quieto

Hace siempre calor en este vestíbulo y esta gran sala. Los viejos están sentados en sus sillas, sillones o sillas de ruedas, alguno leyendo el diario con la lupa, otro con los brazos colgando inertes, la cabeza buscando el suelo.Hay dos que pasean del brazo, la más anciana recta, enhiesta como una flecha, y perdida detrás de los ojos. Alguna vez suplicará confusamente algo ininteligible sin modificar la expresión vacía. Mirando como si mirase más atrás o a otro interlocutor, quizás hablando con alguien que estuvo en otro lugar y otro tiempo, muy lejos, muy atrás. La otra saludará alegremente “hola, María”, y se extenderá en un discurso minimalista con una sola palabra, que es la que le quedó o la que le dejó la vida “la catarata, catarata, la catarata… ¿no?” Si, si, claro, adiós. Y seguirá caminando, sonriente, con el pantalón grande para la silueta que se ha reducido a las líneas de una delgadez tan lejana de los delgados cuerpos jóvenes. Las espaldas se encorvan aquí, desaparecen las cinturas, el cabello ralea y la tintura deja senderos blancos en las cabezas de coronillas calvas.Una anciana sentada espera el desayuno. Está de perfil, atenta al ruido de la cocina. La luz le dibuja el grosor de los párpados, los iris lechosos se hacen transparentes al trasluz, es muy bella así, las arrugas replegando en oleadas las facciones dulces.Un hombre de sombrero y saco negro pasa lentamente. Tiene cien años. Es hombre, y tiene cien años. Todavía las viejitas se tienen que cuidar de sus manos ávidas. Cuidado, cuidado que pasa.
En su mesa está la Leo. “Yo soy la Leo” aclara con una voz fuerte, la única voz alegre y estentórea. Se ríe la Leo, Leonor, se ríe excepto cuando recuerda a la mamá que estaba internada con ella y murió el año pasado, con el siglo recién cumplido. Ahora está solita, y entonces hace puchero y acerca la cabeza rizada a mi hombro y pide mimos. Pero generalmente es feliz. Tiene sus bolsas con lápices de colores y lapiceras negras, sus cuadernos, y algún cuentito o algún periódico para copiar palabras. Copia una palabra cien veces y pinta los renglones de colores. Trabaja la Leo. Se ceba mate y dice que está trabajando, cebar mate es toda una tarea y en esos ratos cierra el escritorio y no atiende a las visitas. Camina con pasitos bamboleantes, arrastrando las piernas hinchadas. Viene con cara picaresca y las manos escondidas. Se queda un rato disfrutando su broma, inmóvil, y luego hace aparecer alguna hojita garabateada para mi renovado asombro. “No se entienden estas palabras, Leo, están todas tachadas”. No, les hizo punto cruz, claro, lo dice y se ríe y cloquea y los ojitos pequeños y juntos se le achican más.
Una mujer se percata de que le presto atención, y aprovecha para contarme las mismas cosas que me contó ayer, y antes de ayer, y mañana. El tiempo está tan presente aquí, y sin embargo no existe. Su vida se ha reducido a algunas narraciones: cuarenta operaciones, la hija que se divorció pero nunca tuvo otro hombre, la delicadeza de su estómago. Otra viejita me mira y dice “mentiras, todas mentiras”.
La Tita es tan pequeñita que se diría que duerme en una caja de fósforos. Ella está aquí porque la sobrina tiene miedo de que si se queda sola le pase algo, pero explica que no pertenece a este lugar. Ella está bien. Supongo que todos piensan lo mismo. Ninguno pertenece a este lugar, están en tránsito, los otros son los que sí, los otros sí, tienen que estar en este lugar.No se prestan atención los viejos. Pocos hablan entre ellos, no se miran. Se desprecian con la misma intensidad con que los jóvenes los ignoran. Basta que alguien joven entre para que las miradas lo devoren. El hijo de la dueña jugaba con su autito en el suelo. Una viejita con alzheimer, atada a su sillón para que no se caiga, se dice a sí misma con alegría “un muchachito”.Las bocas desdentadas, las manos reumáticas, las mucamas cambiando las sábanas, los calefactores encendidos, las cucharas en las tazas donde se remojan los panes, los chales chalinas y gorritos de lana, el estarse, ese estar sin estar, el simple estarse ahí sentado sin esperar nada. La vida que se inclina y se va afinando y se pierde en una pared verde clarito, con flores alrededor de un reloj que funciona para nadie.

Mónica Russomanno
rusomannomonica@hotmail.com

1 comentario:

La Máquina de Escribir dijo...

Extraordinarios son tus ensayetes. El tiempo pasa pero la Mónica no se detiene. Creadora de climas y personajes envolventes, humanos, reales. Gracias por estar siempre con tus textos que no tienen desperdicio!...
Aníbal.