Las dunas de sus ojos
Teresa se levantó de la mesa, recogió las tazas con los residuos del chocolate que habíamos bebido. La seguí con la vista. Se deslizaba como gacela, su estrecha figura acentuaba sus formas, sus muslos sostenían la tempestad de sus anhelos y sus caderas atendían la cadencia de su paso.
Despareció por un momento de la escena. Al volver crispó sus cabellos y tomó asiento en el viejo diván. Quitó sus zapatos Dior, sus pies descalzos ondulaban por el aire como una bandera en días de fiesta. Un leve temor me impidió tomarlos y besarlos hasta desbordarme por la senda del olvido.
Sus manos delicadas hicieron una señal que reclamaban mi cercanía. Me senté junto a ella. Teresa me miraba insinuante y provocativa. Con su gesto comprobé que había perdido el himen de su temprana timidez.
Sus ojos de descaro coincidieron con los míos. Advertí que las dunas de sus ojos eran más subterráneas y rosadas a pesar de la aridez de los años. Nos miramos profusamente. El silencio lo decía todo. La deseaba igual que la primera vez. Recordé los instantes del viejo bar en el momento que, súbitamente, la atraje hacia mí y le planté el primer y único beso. Al acariciarla sentí sus labios tibios y su nariz fría como huellas indelebles del pasado.
Una voz infantil me trajo de regreso. La pequeña asomó su carita, al tiempo que le decía a Teresa: -Mami, tengo miedo, no puedo dormir. Ven conmigo, ¿me cuentas un cuento?-
Teresa la tomó en su regazo. Al darse cuenta de mi presencia, la chiquilla frunció el seño.
En un gesto de cordialidad Teresa le dijo a su hija: –María, él es Carlos mi amigo de juventud. Salúdalo y despídete. Vamos a dormir. Para que no tengas miedo, te contaré un cuento de hadas y princesas–.
En una actitud de rebeldía María escondió sus manos por detrás y perdió su rostro en los senos de Teresa. A pesar de ello, descubrí que la chiquilla también tenía las prominentes dunas bajo sus ojos que me evocaban los años juveniles de su madre.
Teresa se disculpó por la descortesía de María y se levantó para atender su petición. En el quicio de la recámara me dijo con voz suplicante: – ¡Quédate, no te vayas todavía!–.
Mientras Teresa intentaba dormir a la cría, recorrí la estancia de su piso. Tuve la sensación que todo había cambiado: las banderas rojas, los días teñidos de rojo, las ideas rojas y los libros rojos. Me atrajo la fotografía que colgaba al centro de la pared, en el fondo se dibujaba el auto rojo y al frente posábamos Ángel, Teresa y yo con los brazos entrelazados. Sonreíamos a la posteridad. Me vino a la memoria la película Nos amábamos tanto, y en un segundo supe que eran cosas del ayer.
No escuché sus pisadas cuando Teresa descansó su barbilla sobre mi hombro anunciando su llegada. Tenía en su rostro una sonrisa triunfal por la batalla enfrentada con los fantasmas y dragones de su hija. Di un giro, sin detenerme, la tomé en mis brazos y acaricié sus labios y sus dunas.
Teresa se retiró a unos cuantos metros. Para mi sorpresa su cuello lo envolvía con aquella bufanda roja que le había regalado en el antaño. Despojó lentamente las ropas y los encajes. Sin perderla de vista observaba sus pechos erguidos por la espera, el perfecto contorno de su espalda, la brevedad de su cintura y el misterio de su sexo. Los olores se desprendieron de su trémula piel y llenaron aquel minúsculo espacio. Nuevamente se acercó susurrándome al oído: – ¡Te he esperado tanto!–.
Teresa se deshojaba a pedazos. Me seducía a gotas con las lágrimas que rodaban de sus dunas. Nuevamente pobló de esperanza mis días nublados por la soledad y el dolor de su ausencia.
Desabrochó con gran maestría mi saco Hugo Boss, lo tiró al suelo. Desprendió mi camisa y todas mis ropas para llegar a mí. Quedamos desnudos al calor de nuestra pasión.
Entre abrazos y caricias mutuas, el sonido de mi celular nos volvió a la realidad. Resolví no contestar, sin embargo Teresa acercó el pantalón, sacó el teléfono del bolsillo y determinante me dijo: – ¡Contesta por favor!–.
En mi confusión respondí al llamado. Escuché la voz nítida de Yolanda. Su timbre era dulce, afable y femenino. Inesperadamente el silencio, pese a la distancia, nos habitó a los tres.
Yolanda tomó ventaja: – ¡Por Dios! ¿Pasa algo? ¿Tienes algún problema?–, me dijo.
–No, nada. Todo está en su sitio–.
Yolanda agregó: – ¿Me amas?, necesito escucharlo. Te espero para cenar y festejar este día tan especial para nosotros. Compré un regalo para ti. Me gustó tanto la bufanda roja que me obsequiaste que ya la traigo puesta. Los niños no están en casa y la noche es nuestra. ¿Sabes?, en la estufa reposa el chocolate que preparé para calentarnos del frío invierno. Gracias por darme los mejores años–.
Al colgar, Teresa me miró como una gata desvalida y entre uno y otro parpadeo quedé suspendido en la adversidad de sus hermosas dunas.
Lady López Zepeda
De "Las dunas de sus ojos y otros relatos", México, 2006.
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domingo, 28 de enero de 2007
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