La Rueca
Ester estaba descalza y la desnudez le subía hasta los muslos donde se abría la campana de su pollera. Desde lejos, el doctor Cafure le acariciaba el cuerpo con las manos incorpóreas de la mirada y abrigaba en sus entrañas la ácida ingesta de la carne cruda. Ester colgaba los trapos de la miseria en la línea alambre que cruzaba su terraza con la sutil destreza que regala el hábito. Desde lejos, el doctor Cafure le subía la falda con su indetenible deseo transformado en viento. Ester pendía las prendas más secretas al paso de un aire secretísimo, prensaba los broches en las zonas más finas y no sentía el roce de los ojos traviesos del doctor Cafure, que se saturaba el seso con la sensación de la sed. Ester sospechó de la ventana que apenas se abría a la luz y se quitó la blusa frente a los impávidos ojos porcinos del espía. Encendió la radio, buscó la cadencia y tramó la danza que enfermó al fisgón. Ester bailaba, y los duendes bailaban y entraban a la pieza del doctor Cafure con los vaporosos enigmas que rebasan la esperanza, con la incertidumbre impiadosa de los impulsos, con la impúdica impresión de la impureza. Ester dejó que la campana de su pollera cayera, que su intimidad de raso rojo trazara un suspiro de asombro en la garganta del doctor Cafure, que el contorno de su piel flameara como una lenta víbora escondida en un manzano y contagiara la célula ardiente del hombre irresoluto que no negaba el fuego de aquel juego. A medio camino de la demencia, el doctor Cafure entreabrió un poco más las celosías de un deseo con los poros enfermos de su instinto rancio. Creyó sonreír cuando ella lo vio con la epidemia caliente que abrigaba el desquicio. Ester recordó el fraude funesto de su familia, su sangre repleta de infortunio, el virus cuántico de su desgracia y el largo vaivén de la melancolía. El doctor Cafure traspuso la ventana, cruzó la terraza y llegó hasta ella hastiado de enhebrar pedazos descosidos. Entró en su cuerpo como si fuera suyo y salió de él como si fuera otro. Al día siguiente, Ester, que estaba descalza y la desnudez le subía hasta los muslos donde se abría la campana de su pollera, pensaba que la muerte del doctor Cafure le dejaría el camino libre hacia el más chico de los Cervera que entreabría su ventana para verla bailar. Aún más lejos, los gatos dormían, las aves cantaban y la providencia mantenía su eterna ebriedad.
Primera vez
Tenía quince pero el primero la había trepado a los doce. Ahora se acercaba al hombre del
fondín para sacarlo del trago. Lo invitó a la calle, lo llevó a su puerta y luego lo subió al
cobertizo de su caseta. En el umbral de la ebriedad, el hombre la miró con el postrado
gesto del desaliento, con la borrosa maceración de sus míseras desgracias. La niña le
prohibió la pena, le enjuagó la escarcha, le sacó la ropa; luego, soltó amarras, se quitó las
bridas, los arneses, y atracó de proa en el borde de la cama para esperar la dicha.
Inútil era creer en el idioma idiota del idilio, pensó él. Nalgosa y bucéfala, la niña endureció
las ancas ante el enviste y simuló suspiros, fingió gemidos, falseó grititos. El entusiasmo
del hombre urgió el trámite tenaz de la tinta en los papeles, y la niña rió. La noche
pareció sospechosa repasando la realidad de aquella risa. Ni el roce de la razón ni el ruido
del azar; era inútil creer en el idioma idiota del idilio. Sin dejarla, supuso que el peligro de
esas grupas crecería con las caricias. Ella giró apenas y un mentido gesto de gusto le
germinó en las mejillas de su cara de pancarta, pastenca y prosaica. Sin soltarla, él pensó
que luego tendría tos, fiebre, ladillas, y estaba hastiado de hospitales y de hospicios,
de enfermeras enfermas; harto del crimen y del hurto. Era inútil continuar en aquel ritmo
sin término, inútil creer que la niña, por carne que tuviera, fuese capaz de llevarlo a la explosión,
a la consecuencia, al químico desenlace de tanta sacudida. Después de una hora, la joven
suspiraba en serio, gemía de verdad, lanzaba grititos ciertos que priorizaban la primicia de
su estreno. Pese a su frondosa historia de catres y escondrijos, era su primera vez en el
remate del goce. El duelo nunca deja de doler, pensó él, cuando dedujo que ella iba en serio;
inútil era creer en el idioma idiota del idilio. Otra hora continuaron. Por fin, decidido a la
desidia o al fracaso, bastó que la niña dijera basta, para salirse y pagar.
Ricardo Rubio
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2 comentarios:
El voltaje de "La rueca" es intenso, sutilmente alcanzado; extraordinaria, además, la vuelta metafórica que hace Rubio, y que desarroja desde el puro Sentido Instintual para colocar a su Lector en el sentido de la pura Significación.
Salto Cualitativo que sólo una Pluma Oficio e Inspiración consigue.
Un viaje breve, rotundo, que recorre piel y pensamiento, sin concesiones y "tocando".
Estimados amigos: les agradezco la buena voluntad de difundir estos trabajos extraños y de regalarme las palabras de aliento tan necesarias. Gracias Aníbal, gracias Virginia.
Eicardo Rubio
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