Las que entornan el deseo
[pasto pequeño, naciendo con su placenta de
hojas de bosque
[dejan marcas como un terciopelo
cortado en finas hebras, se vuelcan, se enredan
se encaminan a
la noche
[se abren a las manos , se entornan, conmueven. Pasean por la piel de animales
felinos asperamene
dulces, sanan la tristeza
Son lo que falta
Lo que no se puede mirar.
Un revuelo de pestañas para el mercado de
flores, otro para la mesa servida por Babette.
Caminan túneles, pozos, el
organismo vivo de las palabras
nos
salvan
de la mirada desnuda.
Pasaje
Pasar por el ojo de la aguja,
los camellos,
sentados en un mar amarillo, hacen lugar.
Del otro lado de la mirada
de las pestañas
conocedoras de la contraseña.
Cavar en el reino de los espejos,
mariposa de viento,
Del otro lado siempre.
Entrar en las antípodas del mar.
Apenas un cielo agujereado en los ojos del nombre.
Cabeza de medusa
Asomada con mi enorme cabellera a la ventana del mar.
Entre las transparencias del agua y del aire veo subir un pájaro.
Nos amamos en el templo.
Siempre hacen los cuerpos un templo del sitio del abrazo
donde se vuelve a ligar lo desligado.
Él se enredaba en mi como en una interminable serpentina de algas.
Yo resbalaba en él hasta llegar al hueco del deseo
Después lo de siempre,
Poseidón me entregó indefensa.
Sembraron de serpientes mi cabeza.
No pude mirar sin volver de piedra lo que miraba.
Al final como la de tantas mujeres rodó mi cabeza.
Con un sueño de redes en el pelo.
Una mirada propia de luz que no se baja.
Y un abrazo de agua para la hoguera de las
OTRAS, de resplandecientes, estremecedoras...
Cabelleras inadaptadas.
Puente roto sobre el Danubio
Marcela me pidió que la acompañara a la audición que hacía para ver si la contrataban como cantante en un bar que terminaban de reformar.
Mi presencia debía ser casi invisible pero contenedora, una verdadera red, para los demás el agujero, para ella el hilo.
Quedaba en el barrio de mi infancia pero no me dio la dirección exacta.
Recién al llegar me di cuenta que era la casa de Alicia donde yo, casi, vivía
La piel del frente ya no estaba lastimada por corazones, cartelera de romances deseados o reales.
La remodelación era una máscara perfecta.
Cuando entramos me ubiqué en un rincón de lo que había sido el living, después de tantos años, frente a los ventanales, reviví las tardes amplias de tiempo, esos juegos para ensayar la vida.
Como flechas de sentidos multiformes empezaron a dispararse imágenes de los hombres más hermosos del mundo de nombres tan extraños como su lengua.
Refugiados de un país lejano, sólo nos unían miradas y sonidos.
Invitábamos al espectáculo a primas y amigas de Villa Luro , Floresta, Ramos Mejía. Las de Flores no éramos egoístas. Y el público nunca se quejó, ni una sola vez dijo que habíamos exagerado en las promociones.
A lo mejor por eso Yugoeslavia quedó para mí como un reinado de bellos príncipes, por la efusión hormonal del principiar adolescente, por el misterio de las voces, quizás por eso, más tarde me enamoré de sus cuadros naives, donde los campesinos caminan al borde de la fiesta y las casas parecen salidas de las láminas del arte vivo de los pueblos.
En las imágenes del éxodo de esta guerra hay pocos hombres, se estarán disparando entre sí o estarán muertos o esperan en la noche proteger los puentes sobre el Danubio de la lluvia de fuego.
Siento un desamparo de belleza.
Me pregunto si el amor por ese país (que ya no existe) tiene que ver con mis recuerdos underground, con los relatos de los viajeros, con el deseo de conocer Dubrovnic, con la lucha fiera contra los nazis o el intento de un socialismo más vital.
No se a que etnía pertenecían los espiados hombres de mi adolescencia, mezclas, costuras, uniones rotas.
Deseo recuperar un puzzle que ya no volverá a ser. Una hermosa región desorbitada, entre todos los males y bienes del siglo que termina.
Mi amiga me mira, dejo la película de guerra, y se me junta el tango que ella canta con la ingenuidad del la lámina en que dos novios se buscan en un océano de flores de una pintura yugoeslava.
Entre la barbarie y la inocencia, le regalo una sonrisa estimulante.
Cristina Villanueva
libera@arnet.com.ar
[pasto pequeño, naciendo con su placenta de
hojas de bosque
[dejan marcas como un terciopelo
cortado en finas hebras, se vuelcan, se enredan
se encaminan a
la noche
[se abren a las manos , se entornan, conmueven. Pasean por la piel de animales
felinos asperamene
dulces, sanan la tristeza
Son lo que falta
Lo que no se puede mirar.
Un revuelo de pestañas para el mercado de
flores, otro para la mesa servida por Babette.
Caminan túneles, pozos, el
organismo vivo de las palabras
nos
salvan
de la mirada desnuda.
Pasaje
Pasar por el ojo de la aguja,
los camellos,
sentados en un mar amarillo, hacen lugar.
Del otro lado de la mirada
de las pestañas
conocedoras de la contraseña.
Cavar en el reino de los espejos,
mariposa de viento,
Del otro lado siempre.
Entrar en las antípodas del mar.
Apenas un cielo agujereado en los ojos del nombre.
Cabeza de medusa
Asomada con mi enorme cabellera a la ventana del mar.
Entre las transparencias del agua y del aire veo subir un pájaro.
Nos amamos en el templo.
Siempre hacen los cuerpos un templo del sitio del abrazo
donde se vuelve a ligar lo desligado.
Él se enredaba en mi como en una interminable serpentina de algas.
Yo resbalaba en él hasta llegar al hueco del deseo
Después lo de siempre,
Poseidón me entregó indefensa.
Sembraron de serpientes mi cabeza.
No pude mirar sin volver de piedra lo que miraba.
Al final como la de tantas mujeres rodó mi cabeza.
Con un sueño de redes en el pelo.
Una mirada propia de luz que no se baja.
Y un abrazo de agua para la hoguera de las
OTRAS, de resplandecientes, estremecedoras...
Cabelleras inadaptadas.
Puente roto sobre el Danubio
Marcela me pidió que la acompañara a la audición que hacía para ver si la contrataban como cantante en un bar que terminaban de reformar.
Mi presencia debía ser casi invisible pero contenedora, una verdadera red, para los demás el agujero, para ella el hilo.
Quedaba en el barrio de mi infancia pero no me dio la dirección exacta.
Recién al llegar me di cuenta que era la casa de Alicia donde yo, casi, vivía
La piel del frente ya no estaba lastimada por corazones, cartelera de romances deseados o reales.
La remodelación era una máscara perfecta.
Cuando entramos me ubiqué en un rincón de lo que había sido el living, después de tantos años, frente a los ventanales, reviví las tardes amplias de tiempo, esos juegos para ensayar la vida.
Como flechas de sentidos multiformes empezaron a dispararse imágenes de los hombres más hermosos del mundo de nombres tan extraños como su lengua.
Refugiados de un país lejano, sólo nos unían miradas y sonidos.
Invitábamos al espectáculo a primas y amigas de Villa Luro , Floresta, Ramos Mejía. Las de Flores no éramos egoístas. Y el público nunca se quejó, ni una sola vez dijo que habíamos exagerado en las promociones.
A lo mejor por eso Yugoeslavia quedó para mí como un reinado de bellos príncipes, por la efusión hormonal del principiar adolescente, por el misterio de las voces, quizás por eso, más tarde me enamoré de sus cuadros naives, donde los campesinos caminan al borde de la fiesta y las casas parecen salidas de las láminas del arte vivo de los pueblos.
En las imágenes del éxodo de esta guerra hay pocos hombres, se estarán disparando entre sí o estarán muertos o esperan en la noche proteger los puentes sobre el Danubio de la lluvia de fuego.
Siento un desamparo de belleza.
Me pregunto si el amor por ese país (que ya no existe) tiene que ver con mis recuerdos underground, con los relatos de los viajeros, con el deseo de conocer Dubrovnic, con la lucha fiera contra los nazis o el intento de un socialismo más vital.
No se a que etnía pertenecían los espiados hombres de mi adolescencia, mezclas, costuras, uniones rotas.
Deseo recuperar un puzzle que ya no volverá a ser. Una hermosa región desorbitada, entre todos los males y bienes del siglo que termina.
Mi amiga me mira, dejo la película de guerra, y se me junta el tango que ella canta con la ingenuidad del la lámina en que dos novios se buscan en un océano de flores de una pintura yugoeslava.
Entre la barbarie y la inocencia, le regalo una sonrisa estimulante.
Cristina Villanueva
libera@arnet.com.ar
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