A 24 años de su muerte lo recordamos con uno de sus textos:
Apocalipsis de Solentiname
Los ticos son siempre así, más bien calladitos pero llenos de
sorpresas, uno baja en San José de Costa Rica y ahí están esperándote
Carmen Naranjo y Samuel Rovinski y Sergio Ramírez (que es de Nicaragua
y no tico pero qué diferencia en el fondo si es lo mismo, qué
diferencia en que yo sea argentino aunque por gentileza debería decir
tino, y los otros nicas o ticos). Hacía uno de esos calores y para
peor todo empezaba enseguida, conferencia de prensa con lo de siempre,
¿por qué no vivís en tu patria, qué pasó que Blow-Up era tan distinto
de tu cuento, te parece que el escritor tiene que estar comprometido?
A esta altura de las cosas ya sé que la última entrevista me la harán
en las puertas del infierno y seguro que serán las mismas preguntas, y
si por caso es chez San Pedro la cosa no va a cambiar, ¿a usted no le
parece que allá abajo escribía demasiado hermético para el pueblo?
Después el hotel Europa y esa ducha que corona los viajes con un
largo monólogo de jabón y de silencio. Solamente que a las siete
cuando ya era hora de caminar por San José y ver si era sencillo y
parejito como me habían dicho, una mano se me prendió del saco y
detrás estaba Ernesto Cardenal y qué abrazo, poeta, qué bueno que
estuvieras ahí después del encuentro en Roma, de tantos encuentros
sobre el papel a lo largo de años. Siempre me sorprende, siempre me
conmueve que alguien como Ernesto venga a verme y a buscarme, vos
dirás que hiervo de falsa modestia pero decilo nomás viejo, el chacal
aúlla pero el ómnibus pasa, siempre seré un aficionado, alguien que
desde abajo quiere tanto a algunos que un día resulta que también lo
quieren, son cosas que me superan, mejor pasamos a la otra línea.
La otra línea era que Ernesto sabía que yo llegaba a Costa Rica y
dale, de su isla se había venido en avión porque el pajarito que le
lleva las noticias lo tenía informado de que los ticas me planeaban un
viaje a Solentiname y a él le parecía irresistible la idea de venir a
buscarme, con lo cual dos días después Sergio y Óscar y Ernesto y yo
colmábamos la demasiado colmable capacidad de una avioneta Piper
Aztec, cuyo nombre será siempre un enigma para mí pero que volaba
entre hipos y borborigmos ominosos mientras el rubio piloto
sintonizaba unos calipsos contrarrestantes y parecía por completo
indiferente a mi noción de que el azteca nos llevaba derecho a la
pirámide del sacrificio. No fue así, como puede verse, bajamos en Los
Chiles y de ahí un yip igualmente tambaleante nos puso en la finca del
poeta José Coronel Urteche, a quién más gente haría bien en leer y en
cuya casa descansamos hablando de tantos otros amigos poetas, de Roque
Dalton y de Gertrude Stein y de Carlos Martínez Rivas hasta que llegó
Luis Coronel y nos fuimos para Nicaragua en su yip y en su panga de
sobresaltadas velocidades. Pero antes hubo fotos de recuerdo con una
cámara de esas que dejan salir ahí nomás un papelito celeste que poco
a poco y maravillosamente y polaroid se va llenando de imágenes
paulatinas, primero ectoplasmas inquietantes y poco a poco una nariz,
un pelo crespo, la sonrisa de Ernesto con su vincha nazarena, doña
María y don José recortándose contra la veranda. A todos les parecía
muy normal eso porque desde luego estaban habituados a servirse de esa
cámara pero yo no, a mí ver salir de la nada, del cuadradito celeste
de la nada esas caras y esas sonrisas de despedida me llenaba de
asombro y se los dije, me acuerdo de haberle preguntado a Óscar qué
pasaría si alguna vez después de una foto de familia el papelito
celeste de la nada empezara a llenarse con Napoleón a caballo, y la
carcajada de don José Coronel que todo lo escuchaba como siempre, el
yip, vámonos ya para el lago.
A Solentiname llegamos entrada la noche, allí esperaban Teresa y
William y un poeta gringo y los otros muchachos de la comunidad; nos
fuimos a dormir casi enseguida pero antes vi las pinturas en un
rincón, Ernesto hablaba con su gente y sacaba de una bolsa las
provisiones y regalos que traía de San José, alguien dormía en una
hamaca y yo vi las pinturas en un rincón, empecé a mirarlas. No me
acuerdo quién me explicó que eran trabajos de los campesinos de la
zona, ésta la pintó el Vicente, ésta es de la Ramona, algunas firmadas
y otras no pero todas tan hermosas, una vez más la visión primera del
mundo, la mirada limpia del que describe su entorno como un canto de
alabanza: vaquitas enanas en prados de amapola, la choza de azúcar de
donde va saliendo la gente como hormigas, el caballo de ojos verdes
contra un fondo de cañaverales, el bautismo en una iglesia que no cree
en la perspectiva y se trepa o se cae sobre sí misma, el lago con
botecitos como zapatos y en último plano un pez enorme que ríe con
labios de color turquesa. Entonces vino Ernesto a explicarme que la
venta de las pinturas ayudaba a tirar adelante, por la mañana me
mostraría trabajos en madera y piedra de los campesinos y también sus
propias esculturas; nos íbamos quedando dormidos pero yo seguí todavía
ojeando los cuadritos amontonados en un rincón, sacando las grandes
barajas de tela con las vaquitas y las flores y esa madre con dos
niños en las rodillas, uno de blanco y el otro de rojo, bajo un cielo
tan lleno de estrellas que la única nube quedaba como humillada en un
ángulo, apretándose contra la varilla del cuadro, saliéndose ya de la
tela de puro miedo.
Al otro día era domingo y misa de once, la misa de Solentiname en
la que los campesinos y Ernesto y los amigos de visita comentan juntos
un capítulo del evangelio que ese día era el arresto de Jesús en el
huerto, un tema que la gente de Solentiname trataba como si hablaran
de ellos mismos, de la amenaza de que les cayeran en la noche o en
pleno día, esa vida en permanente incertidumbre de las islas y de la
tierra firme y de toda Nicaragua y no solamente de toda Nicaragua sino
de casi toda América Latina, vida rodeada de miedo y de muerte, vida
de Guatemala y vida de El Salvador, vida de la Argentina y de Bolivia,
vida de Chile y de Santo Domingo, vida del Paraguay, vida de Brasil y
de Colombia.
Ya después hubo que pensar en volverse y fue entonces que pensé de
nuevo en los cuadros, fui a la sala de la comunidad y empecé a
mirarlos a la luz delirante de mediodía, los colores más altos, los
acrílicos o los óleos enfrentándose desde caballitos y girasoles y
fiestas en los prados y palmares simétricos. Me acordé que tenía un
rollo de color en la cámara y salí a la veranda con una brazada de
cuadros; Sergio que llegaba me ayudó a tenerlos parados en la buena
luz, y de uno en uno los fui fotografiando con cuidado, centrando de
manera que cada cuadro ocupara enteramente el visor. Las casualidades
son así: me quedaban tantas tomas como cuadros, ninguno se quedó
afuera y cuando vino Ernesto a decirnos que la panga estaba lista le
conté lo que había hecho y él se rió, ladrón de cuadros,
contrabandista de imágenes. Sí, le dije, me los llevo todos, allá los
proyectaré en mi pantalla y serán más grandes y más brillantes que
éstos, jodete.
Volví a San José, estuve en La Habana y anduve por ahí haciendo
cosas, de vuelta a París con un cansancio lleno de nostalgia, Claudine
calladita esperándome en Orly, otra vez la vida de reloj pulsera y
merci monsieur, bonjour madame, los comités, los cines, el vino tinto
y Claudine, los cuartetos de Mozart y Claudine. Entre tanta cosa que
los sapos maletas habían escupido sobre la cama y la alfombra,
revistas, recortes, pañuelos y libros de poetas centroamericanos, los
tubos de plástico gris con los rollos de películas, tanta cosa a lo
largo de dos meses, la secuencia de la Escuela Lenin de La Habana, las
calles de Trinidad, los perfiles del volcán Irazú y su cubeta de agua
hirviente verde donde Samuel y yo y Sarita habíamos imaginado patos ya
asados flotando entre gasas de humo azufrado. Claudine llevó los
rollos a revelar, una tarde andando por el barrio latino me acordé y
como tenía la boleta en el bolsillo los recogí y eran ocho, pensé
enseguida en los cuadritos de Solentiname y cuando estuve en mi casa
busqué en las cajas y fui mirando el primer diapositivo de cada serie,
me acordaba que antes de fotografiar los cuadritos había estado
sacando la misa de Ernesto, unos niños jugando entre las palmeras
igualitos a las pinturas, niños y palmeras y vacas contra un fondo
violentamente azul de cielo y de lago apenas un poco más verde, o a lo
mejor al revés, ya no lo tenía claro. Puse en el cargador la caja de
los niños y la misa, sabía que después empezaban las pinturas hasta el
final del rollo.
Anochecía y yo estaba solo, Claudine vendría al salir del trabajo
para escuchar música y quedarse conmigo; armé la pantalla y un ron con
mucho hielo, el proyector con su cargador listo y su botón de
telecomando; no hacía falta correr las cortinas, la noche servicial ya
estaba ahí encendiendo las lámparas y el perfume del ron; era grato
pensar que todo volvería a darse poco a poco, después de los cuadritos
de Solentiname empezaría a pasar las cajas con las fotos cubanas, pero
por qué los cuadritos primero, por qué la deformación profesional, el
arte antes que la vida, y por qué no, le dijo el otro a éste en su
eterno indesarmable diálogo fraterno y rencoroso, por qué no mirar
primero las pinturas de Solentiname si también son la vida, si todo es
lo mismo.
Pasaron las fotos de la misa, más bien malas por errores de
exposición, los niños en cambio jugaban a plena luz y dientes tan
blancos. Apretaba sin ganas el botón de cambio, me hubiera quedado
tanto rato mirando cada foto pegajosa de recuerdo, pequeño mundo
frágil de Solentiname rodeado de agua y de esbirros como estaba
rodeado el muchacho que miré sin comprender, yo había apretado el
botón y el muchacho estaba ahí en un segundo plano clarísimo, una cara
ancha y lisa como llena de incrédula sorpresa mientras su cuerpo se
vencía hacia adelante, el agujero nítido en mitad de la frente, la
pistola del oficial marcando todavía la trayectoria de la bala, los
otros a los lados con las metralletas, un fondo confuso de casas y de
árboles.
Se piensa lo que se piensa, eso llega siempre antes que uno mismo y
lo deja tan atrás; estúpidamente me dije que se habrían equivocado en
la óptica, que me habían dado las fotos de otro cliente; pero entonces
la misa, los niños jugando en el prado, entonces cómo. Tampoco mi mano
obedecía cuando apretó el botón y fue un salitral interminable a
mediodía con dos o tres cobertizos de chapas herrumbradas, gente
amontonada a la izquierda mirando los cuerpos tendidos boca arriba,
sus brazos abiertos contra un cielo desnudo y gris; había que fijarse
mucho para distinguir en el fondo al grupo uniformado de espaldas y
yéndose, el yip que esperaba en lo alto de una loma.
Sé que seguí; frente a eso que se resistía a toda cordura lo único
posible era seguir apretando el botón, mirando la esquina de
Corrientes y San Martín y el auto negro con los cuatro tipos apuntando
a la vereda donde alguien corría con una camisa blanca y zapatillas,
dos mujeres queriendo refugiarse detrás de un camión estacionado,
alguien mirando de frente, una cara de incredulidad horrorizada,
llevándose una mano al mentón como para tocarse y sentirse todavía
vivo, y de golpe la pieza casi a oscuras, una sucia luz cayendo de la
alta ventanilla enrejada, la mesa con la muchacha desnuda boca arriba
y el pelo colgándole hasta el suelo, la sombra de espaldas metiéndole
un cable entre las piernas abiertas, los dos tipos de frente hablando
entre ellos, una corbata azul y un pull-over verde. Nunca supe si
seguía apretando o no el botón, vi un claro de selva, una cabaña con
techo de paja y árboles en primer plano, contra el tronco del más
próximo un muchacho flaco mirando hacia la izquierda donde un grupo
confuso, cinco o seis muy juntos le apuntaban con fusiles y pistolas;
el muchacho de cara larga y un mechón cayéndole en la frente morena
los miraba, una mano alzada a medias, la otra a lo mejor en el
bolsillo del pantalón, era como si les estuviera diciendo algo sin
apuro, casi displicentemente, y aunque la foto era borrosa yo sentí y
supe y vi que el muchacho era Roque Dalton, y entonces sí apreté el
botón como si con eso pudiera salvarlo de la infamia de esa muerte y
alcancé a ver un auto que volaba en pedazos en pleno centro de una
ciudad que podía ser Buenos Aires o São Paulo, seguí apretando y
apretando entre ráfagas de caras ensangrentadas y pedazos de cuerpos y
carreras de mujeres y de niños por una ladera boliviana o
guatemalteca, de golpe la pantalla se llenó de mercurio y de nada y
también de Claudine que entraba silenciosa volcando su sombra en la
pantalla antes de inclinarse y besarme en el pelo y preguntar si eran
lindas, si estaba contento de las fotos, si se las quería mostrar.
Corrí el cargador y volví a ponerlo en cero, uno no sabe cómo ni
por qué hace las cosas cuando ha cruzado un límite que tampoco sabe.
Sin mirarla, porque hubiera comprendido o simplemente tenido miedo de
eso que debía ser mi cara, sin explicarle nada porque todo era un solo
nudo desde la garganta hasta las uñas de los pies, me levanté y
despacio la senté en mi sillón y algo debí decir de que iba a buscarle
un trago y que mirara, que mirara ella mientras yo iba a buscarle un
trago. En el baño creo que vomité, o solamente lloré y después vomité
o no hice nada y solamente estuve sentado en el borde de la bañera
dejando pasar el tiempo hasta que pude ir a la cocina y prepararle a
Claudine su bebida preferida, llenársela de hielo y entonces sentir el
silencio, darme cuenta de que Claudine no gritaba ni venía corriendo a
preguntarme, el silencio nada más y por momentos el bolero azucarado
que se filtraba desde el departamento de al lado. No sé cuánto tardé
en recorrer lo que iba de la cocina al salón, ver la parte de atrás de
la pantalla justo cuando ella llegaba al final y la pieza se llenaba
con el reflejo del mercurio instantáneo y después la penumbra,
Claudine apagando el proyector y echándose atrás en el sillón para
tomar el vaso y sonreírme despacito, feliz y gata y tan contenta.
-Qué bonitas te salieron, esa del pescado que se ríe y la madre con
los dos niños y las vaquitas en el campo; espera, y esa otra del
bautismo en la iglesia, decime quién los pintó, no se ven las firmas.
Sentado en el suelo, sin mirarla, busqué mi vaso y lo bebí de un
trago. No le iba a decir nada, qué le podía decir ahora, pero me
acuerdo que pensé vagamente en preguntarle una idiotez, preguntarle si
en algún momento no había visto una foto de Napoleón a caballo. Pero
no se lo pregunté, claro.
San José, La Habana, abril de 1976
De "Alguien que anda por ahí"
Cortázar, Julio; Cuentos completos 2, Buenos Aires, Alfaguara, 1996
Apocalipsis de Solentiname
Los ticos son siempre así, más bien calladitos pero llenos de
sorpresas, uno baja en San José de Costa Rica y ahí están esperándote
Carmen Naranjo y Samuel Rovinski y Sergio Ramírez (que es de Nicaragua
y no tico pero qué diferencia en el fondo si es lo mismo, qué
diferencia en que yo sea argentino aunque por gentileza debería decir
tino, y los otros nicas o ticos). Hacía uno de esos calores y para
peor todo empezaba enseguida, conferencia de prensa con lo de siempre,
¿por qué no vivís en tu patria, qué pasó que Blow-Up era tan distinto
de tu cuento, te parece que el escritor tiene que estar comprometido?
A esta altura de las cosas ya sé que la última entrevista me la harán
en las puertas del infierno y seguro que serán las mismas preguntas, y
si por caso es chez San Pedro la cosa no va a cambiar, ¿a usted no le
parece que allá abajo escribía demasiado hermético para el pueblo?
Después el hotel Europa y esa ducha que corona los viajes con un
largo monólogo de jabón y de silencio. Solamente que a las siete
cuando ya era hora de caminar por San José y ver si era sencillo y
parejito como me habían dicho, una mano se me prendió del saco y
detrás estaba Ernesto Cardenal y qué abrazo, poeta, qué bueno que
estuvieras ahí después del encuentro en Roma, de tantos encuentros
sobre el papel a lo largo de años. Siempre me sorprende, siempre me
conmueve que alguien como Ernesto venga a verme y a buscarme, vos
dirás que hiervo de falsa modestia pero decilo nomás viejo, el chacal
aúlla pero el ómnibus pasa, siempre seré un aficionado, alguien que
desde abajo quiere tanto a algunos que un día resulta que también lo
quieren, son cosas que me superan, mejor pasamos a la otra línea.
La otra línea era que Ernesto sabía que yo llegaba a Costa Rica y
dale, de su isla se había venido en avión porque el pajarito que le
lleva las noticias lo tenía informado de que los ticas me planeaban un
viaje a Solentiname y a él le parecía irresistible la idea de venir a
buscarme, con lo cual dos días después Sergio y Óscar y Ernesto y yo
colmábamos la demasiado colmable capacidad de una avioneta Piper
Aztec, cuyo nombre será siempre un enigma para mí pero que volaba
entre hipos y borborigmos ominosos mientras el rubio piloto
sintonizaba unos calipsos contrarrestantes y parecía por completo
indiferente a mi noción de que el azteca nos llevaba derecho a la
pirámide del sacrificio. No fue así, como puede verse, bajamos en Los
Chiles y de ahí un yip igualmente tambaleante nos puso en la finca del
poeta José Coronel Urteche, a quién más gente haría bien en leer y en
cuya casa descansamos hablando de tantos otros amigos poetas, de Roque
Dalton y de Gertrude Stein y de Carlos Martínez Rivas hasta que llegó
Luis Coronel y nos fuimos para Nicaragua en su yip y en su panga de
sobresaltadas velocidades. Pero antes hubo fotos de recuerdo con una
cámara de esas que dejan salir ahí nomás un papelito celeste que poco
a poco y maravillosamente y polaroid se va llenando de imágenes
paulatinas, primero ectoplasmas inquietantes y poco a poco una nariz,
un pelo crespo, la sonrisa de Ernesto con su vincha nazarena, doña
María y don José recortándose contra la veranda. A todos les parecía
muy normal eso porque desde luego estaban habituados a servirse de esa
cámara pero yo no, a mí ver salir de la nada, del cuadradito celeste
de la nada esas caras y esas sonrisas de despedida me llenaba de
asombro y se los dije, me acuerdo de haberle preguntado a Óscar qué
pasaría si alguna vez después de una foto de familia el papelito
celeste de la nada empezara a llenarse con Napoleón a caballo, y la
carcajada de don José Coronel que todo lo escuchaba como siempre, el
yip, vámonos ya para el lago.
A Solentiname llegamos entrada la noche, allí esperaban Teresa y
William y un poeta gringo y los otros muchachos de la comunidad; nos
fuimos a dormir casi enseguida pero antes vi las pinturas en un
rincón, Ernesto hablaba con su gente y sacaba de una bolsa las
provisiones y regalos que traía de San José, alguien dormía en una
hamaca y yo vi las pinturas en un rincón, empecé a mirarlas. No me
acuerdo quién me explicó que eran trabajos de los campesinos de la
zona, ésta la pintó el Vicente, ésta es de la Ramona, algunas firmadas
y otras no pero todas tan hermosas, una vez más la visión primera del
mundo, la mirada limpia del que describe su entorno como un canto de
alabanza: vaquitas enanas en prados de amapola, la choza de azúcar de
donde va saliendo la gente como hormigas, el caballo de ojos verdes
contra un fondo de cañaverales, el bautismo en una iglesia que no cree
en la perspectiva y se trepa o se cae sobre sí misma, el lago con
botecitos como zapatos y en último plano un pez enorme que ríe con
labios de color turquesa. Entonces vino Ernesto a explicarme que la
venta de las pinturas ayudaba a tirar adelante, por la mañana me
mostraría trabajos en madera y piedra de los campesinos y también sus
propias esculturas; nos íbamos quedando dormidos pero yo seguí todavía
ojeando los cuadritos amontonados en un rincón, sacando las grandes
barajas de tela con las vaquitas y las flores y esa madre con dos
niños en las rodillas, uno de blanco y el otro de rojo, bajo un cielo
tan lleno de estrellas que la única nube quedaba como humillada en un
ángulo, apretándose contra la varilla del cuadro, saliéndose ya de la
tela de puro miedo.
Al otro día era domingo y misa de once, la misa de Solentiname en
la que los campesinos y Ernesto y los amigos de visita comentan juntos
un capítulo del evangelio que ese día era el arresto de Jesús en el
huerto, un tema que la gente de Solentiname trataba como si hablaran
de ellos mismos, de la amenaza de que les cayeran en la noche o en
pleno día, esa vida en permanente incertidumbre de las islas y de la
tierra firme y de toda Nicaragua y no solamente de toda Nicaragua sino
de casi toda América Latina, vida rodeada de miedo y de muerte, vida
de Guatemala y vida de El Salvador, vida de la Argentina y de Bolivia,
vida de Chile y de Santo Domingo, vida del Paraguay, vida de Brasil y
de Colombia.
Ya después hubo que pensar en volverse y fue entonces que pensé de
nuevo en los cuadros, fui a la sala de la comunidad y empecé a
mirarlos a la luz delirante de mediodía, los colores más altos, los
acrílicos o los óleos enfrentándose desde caballitos y girasoles y
fiestas en los prados y palmares simétricos. Me acordé que tenía un
rollo de color en la cámara y salí a la veranda con una brazada de
cuadros; Sergio que llegaba me ayudó a tenerlos parados en la buena
luz, y de uno en uno los fui fotografiando con cuidado, centrando de
manera que cada cuadro ocupara enteramente el visor. Las casualidades
son así: me quedaban tantas tomas como cuadros, ninguno se quedó
afuera y cuando vino Ernesto a decirnos que la panga estaba lista le
conté lo que había hecho y él se rió, ladrón de cuadros,
contrabandista de imágenes. Sí, le dije, me los llevo todos, allá los
proyectaré en mi pantalla y serán más grandes y más brillantes que
éstos, jodete.
Volví a San José, estuve en La Habana y anduve por ahí haciendo
cosas, de vuelta a París con un cansancio lleno de nostalgia, Claudine
calladita esperándome en Orly, otra vez la vida de reloj pulsera y
merci monsieur, bonjour madame, los comités, los cines, el vino tinto
y Claudine, los cuartetos de Mozart y Claudine. Entre tanta cosa que
los sapos maletas habían escupido sobre la cama y la alfombra,
revistas, recortes, pañuelos y libros de poetas centroamericanos, los
tubos de plástico gris con los rollos de películas, tanta cosa a lo
largo de dos meses, la secuencia de la Escuela Lenin de La Habana, las
calles de Trinidad, los perfiles del volcán Irazú y su cubeta de agua
hirviente verde donde Samuel y yo y Sarita habíamos imaginado patos ya
asados flotando entre gasas de humo azufrado. Claudine llevó los
rollos a revelar, una tarde andando por el barrio latino me acordé y
como tenía la boleta en el bolsillo los recogí y eran ocho, pensé
enseguida en los cuadritos de Solentiname y cuando estuve en mi casa
busqué en las cajas y fui mirando el primer diapositivo de cada serie,
me acordaba que antes de fotografiar los cuadritos había estado
sacando la misa de Ernesto, unos niños jugando entre las palmeras
igualitos a las pinturas, niños y palmeras y vacas contra un fondo
violentamente azul de cielo y de lago apenas un poco más verde, o a lo
mejor al revés, ya no lo tenía claro. Puse en el cargador la caja de
los niños y la misa, sabía que después empezaban las pinturas hasta el
final del rollo.
Anochecía y yo estaba solo, Claudine vendría al salir del trabajo
para escuchar música y quedarse conmigo; armé la pantalla y un ron con
mucho hielo, el proyector con su cargador listo y su botón de
telecomando; no hacía falta correr las cortinas, la noche servicial ya
estaba ahí encendiendo las lámparas y el perfume del ron; era grato
pensar que todo volvería a darse poco a poco, después de los cuadritos
de Solentiname empezaría a pasar las cajas con las fotos cubanas, pero
por qué los cuadritos primero, por qué la deformación profesional, el
arte antes que la vida, y por qué no, le dijo el otro a éste en su
eterno indesarmable diálogo fraterno y rencoroso, por qué no mirar
primero las pinturas de Solentiname si también son la vida, si todo es
lo mismo.
Pasaron las fotos de la misa, más bien malas por errores de
exposición, los niños en cambio jugaban a plena luz y dientes tan
blancos. Apretaba sin ganas el botón de cambio, me hubiera quedado
tanto rato mirando cada foto pegajosa de recuerdo, pequeño mundo
frágil de Solentiname rodeado de agua y de esbirros como estaba
rodeado el muchacho que miré sin comprender, yo había apretado el
botón y el muchacho estaba ahí en un segundo plano clarísimo, una cara
ancha y lisa como llena de incrédula sorpresa mientras su cuerpo se
vencía hacia adelante, el agujero nítido en mitad de la frente, la
pistola del oficial marcando todavía la trayectoria de la bala, los
otros a los lados con las metralletas, un fondo confuso de casas y de
árboles.
Se piensa lo que se piensa, eso llega siempre antes que uno mismo y
lo deja tan atrás; estúpidamente me dije que se habrían equivocado en
la óptica, que me habían dado las fotos de otro cliente; pero entonces
la misa, los niños jugando en el prado, entonces cómo. Tampoco mi mano
obedecía cuando apretó el botón y fue un salitral interminable a
mediodía con dos o tres cobertizos de chapas herrumbradas, gente
amontonada a la izquierda mirando los cuerpos tendidos boca arriba,
sus brazos abiertos contra un cielo desnudo y gris; había que fijarse
mucho para distinguir en el fondo al grupo uniformado de espaldas y
yéndose, el yip que esperaba en lo alto de una loma.
Sé que seguí; frente a eso que se resistía a toda cordura lo único
posible era seguir apretando el botón, mirando la esquina de
Corrientes y San Martín y el auto negro con los cuatro tipos apuntando
a la vereda donde alguien corría con una camisa blanca y zapatillas,
dos mujeres queriendo refugiarse detrás de un camión estacionado,
alguien mirando de frente, una cara de incredulidad horrorizada,
llevándose una mano al mentón como para tocarse y sentirse todavía
vivo, y de golpe la pieza casi a oscuras, una sucia luz cayendo de la
alta ventanilla enrejada, la mesa con la muchacha desnuda boca arriba
y el pelo colgándole hasta el suelo, la sombra de espaldas metiéndole
un cable entre las piernas abiertas, los dos tipos de frente hablando
entre ellos, una corbata azul y un pull-over verde. Nunca supe si
seguía apretando o no el botón, vi un claro de selva, una cabaña con
techo de paja y árboles en primer plano, contra el tronco del más
próximo un muchacho flaco mirando hacia la izquierda donde un grupo
confuso, cinco o seis muy juntos le apuntaban con fusiles y pistolas;
el muchacho de cara larga y un mechón cayéndole en la frente morena
los miraba, una mano alzada a medias, la otra a lo mejor en el
bolsillo del pantalón, era como si les estuviera diciendo algo sin
apuro, casi displicentemente, y aunque la foto era borrosa yo sentí y
supe y vi que el muchacho era Roque Dalton, y entonces sí apreté el
botón como si con eso pudiera salvarlo de la infamia de esa muerte y
alcancé a ver un auto que volaba en pedazos en pleno centro de una
ciudad que podía ser Buenos Aires o São Paulo, seguí apretando y
apretando entre ráfagas de caras ensangrentadas y pedazos de cuerpos y
carreras de mujeres y de niños por una ladera boliviana o
guatemalteca, de golpe la pantalla se llenó de mercurio y de nada y
también de Claudine que entraba silenciosa volcando su sombra en la
pantalla antes de inclinarse y besarme en el pelo y preguntar si eran
lindas, si estaba contento de las fotos, si se las quería mostrar.
Corrí el cargador y volví a ponerlo en cero, uno no sabe cómo ni
por qué hace las cosas cuando ha cruzado un límite que tampoco sabe.
Sin mirarla, porque hubiera comprendido o simplemente tenido miedo de
eso que debía ser mi cara, sin explicarle nada porque todo era un solo
nudo desde la garganta hasta las uñas de los pies, me levanté y
despacio la senté en mi sillón y algo debí decir de que iba a buscarle
un trago y que mirara, que mirara ella mientras yo iba a buscarle un
trago. En el baño creo que vomité, o solamente lloré y después vomité
o no hice nada y solamente estuve sentado en el borde de la bañera
dejando pasar el tiempo hasta que pude ir a la cocina y prepararle a
Claudine su bebida preferida, llenársela de hielo y entonces sentir el
silencio, darme cuenta de que Claudine no gritaba ni venía corriendo a
preguntarme, el silencio nada más y por momentos el bolero azucarado
que se filtraba desde el departamento de al lado. No sé cuánto tardé
en recorrer lo que iba de la cocina al salón, ver la parte de atrás de
la pantalla justo cuando ella llegaba al final y la pieza se llenaba
con el reflejo del mercurio instantáneo y después la penumbra,
Claudine apagando el proyector y echándose atrás en el sillón para
tomar el vaso y sonreírme despacito, feliz y gata y tan contenta.
-Qué bonitas te salieron, esa del pescado que se ríe y la madre con
los dos niños y las vaquitas en el campo; espera, y esa otra del
bautismo en la iglesia, decime quién los pintó, no se ven las firmas.
Sentado en el suelo, sin mirarla, busqué mi vaso y lo bebí de un
trago. No le iba a decir nada, qué le podía decir ahora, pero me
acuerdo que pensé vagamente en preguntarle una idiotez, preguntarle si
en algún momento no había visto una foto de Napoleón a caballo. Pero
no se lo pregunté, claro.
San José, La Habana, abril de 1976
De "Alguien que anda por ahí"
Cortázar, Julio; Cuentos completos 2, Buenos Aires, Alfaguara, 1996
V SEMANA CORTÁZAR
Organizada por la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo
La Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo invita a participar de la V Semana Cortázar, que se realizará del lunes 11 al viernes 15 en la sede de la entidad, Hipólito Yrigoyen 1584, ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Como ya ha sucedido en las ediciones anteriores, durante esos días habrá cine, teatro, poesía, música, política, psicodrama, debates y la voz de Julio Cortázar.
"Volvemos a Cortázar como al lugar del amor, del juego y la complicidad. Allí crecemos en mundos interiores y en lazos fraternos. Y no se nos olvida el Chaco, la cara de los ángeles, ni Fuentealba ni Julio López ni todo lo que urge cambiar. Volvemos a Cortázar porque literatura y realidad se interpenetran y se transforman, y uno, una que lee, que escribe, que actúa en la ardua cotidianidad. Desde la Universidad Popular, vamos transitando cinco años de encuentros multidisciplinarios, experimentales, creativos, comprometidos, absortos, con el guiño de Cortázar abriéndonos puertas, construyendo otras miradas sobre lo tantas veces visto. Y dando cauce a lo que ansiamos ver, palpitante, en la literatura y en la realidad.", dice la convocatoria.
3 comentarios:
Hermoso texto para leer cuando una esta en contacto con sus sentimientos.
besos desde mi alma
Maravilloso texto...cada palabras llena mi alma de luz...
Cariños
Very
Cortázar, siempre Cortázar. Jamás me cansaré de leerlo. Gracias por traerlo.
Alicia Perrig
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