Por Manuela Fingueret
En todos los países del mundo nos dicen que los taxistas son un pueblo parte. En el nuestro también. Y habla quien los consume desde hace cuarenta años.
Excepto en la época de la crisis en la que de pronto me topaba con alguien que además de Radio 10 tenía puesta música clásica, FM Tango o la Rock & Pop, todo ha vuelto a la normalidad. Quiere decir que debo soportar que traten de formularme presguntas que no me interesan, que el sonido del micrófono de la base me triture los tímpanos, que me harten con chamamés y chacareras de una radio a la que debieran darle el título de folkloricida. Siempre espero encontrar a alguien calladito y respetuosso para que pueda pensar en silencio o simplemente gozar del viaje por las callecitas de mi ciudad. Pero es casi imposible. Opté entonces, desde hace un tiempo, por no contestar o responder con monosílabos cada vez que dan alguna opción o intentan entablar un diálogo. Pero no se dan por vencidos. Los taxistas, además, son obstinados como los peluqueros o los dentistas y necesitan hablar de cualquier cosa, aunque más no sea para escucharse que aún existen en este caso, dentro de un tránsito que los devora.
Me han querido vender desde religiones, artesanías hachas por la mujer y animalitos escondidos debajo del asiento, hasta mantelitos bordados y muñequitos fabricados con miga de pan. En fin, changuitas que le dicen para ganarse unos pesos, pero que no forman parte de un viaje público relajado. también he soportado los comentarios más soeces, inapropiados o fascistas que una se puede imaginar. En esos casos, soy terminante: pido que pare, pago y desciendo sin ninguna explicación, aunque detrás hay una voz que me insulte porque es evidente que se sienten con derecho adquirido a decir lo que se les antoja. Y para esto, no hay puntaje que quite el registro de la impunidad.
Manuela Fingueret
Escritora
Fuente: Revista "Caras y Caretas", Buenos Aires, Argentina, Enero de 2008.
En todos los países del mundo nos dicen que los taxistas son un pueblo parte. En el nuestro también. Y habla quien los consume desde hace cuarenta años.
Excepto en la época de la crisis en la que de pronto me topaba con alguien que además de Radio 10 tenía puesta música clásica, FM Tango o la Rock & Pop, todo ha vuelto a la normalidad. Quiere decir que debo soportar que traten de formularme presguntas que no me interesan, que el sonido del micrófono de la base me triture los tímpanos, que me harten con chamamés y chacareras de una radio a la que debieran darle el título de folkloricida. Siempre espero encontrar a alguien calladito y respetuosso para que pueda pensar en silencio o simplemente gozar del viaje por las callecitas de mi ciudad. Pero es casi imposible. Opté entonces, desde hace un tiempo, por no contestar o responder con monosílabos cada vez que dan alguna opción o intentan entablar un diálogo. Pero no se dan por vencidos. Los taxistas, además, son obstinados como los peluqueros o los dentistas y necesitan hablar de cualquier cosa, aunque más no sea para escucharse que aún existen en este caso, dentro de un tránsito que los devora.
Me han querido vender desde religiones, artesanías hachas por la mujer y animalitos escondidos debajo del asiento, hasta mantelitos bordados y muñequitos fabricados con miga de pan. En fin, changuitas que le dicen para ganarse unos pesos, pero que no forman parte de un viaje público relajado. también he soportado los comentarios más soeces, inapropiados o fascistas que una se puede imaginar. En esos casos, soy terminante: pido que pare, pago y desciendo sin ninguna explicación, aunque detrás hay una voz que me insulte porque es evidente que se sienten con derecho adquirido a decir lo que se les antoja. Y para esto, no hay puntaje que quite el registro de la impunidad.
Manuela Fingueret
Escritora
Fuente: Revista "Caras y Caretas", Buenos Aires, Argentina, Enero de 2008.
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