Por Eduardo González Viaña
Desde el lunes, en Oregón, los trabajadores inmigrantes sin visa no pueden manejar un vehículo. El gobernador demócrata de este estado les ha negado la licencia de conducir, que es el único documento de identidad. Sin ese requisito, legalmente no podrán casarse, ni estudiar, ni procrear, ni inscribir a sus hijos, ni nacer, ni vivir, ni morir, ni mucho menos trabajar y, si lo hacen, lo tendrán que hacer escondidos, explotados y humillados en "el país de la oportunidad y las oportunidades."
En homenaje de ellos y de los inmigrantes del mundo, he escrito mi novela EL CORRIDO DE DANTE, (Alfaqueque Ediciones 2008) que presentaré en la Casa de América de Madrid el 25 de marzo, acto al que todos están invitados. Va aquí un fragmento de la novela que, por supuesto, cuenta parte de la odisea de Beatriz Celestino quien, después de diecisiete intentos, entró en los Estados Unidos.
EL CORRIDO DE DANTE
Por Eduardo González Viaña
—¿Y adónde piensa ir cuando salga de esto? —quiso saber el coyote.
Beatriz miró la corriente de aguas. El río desaguaba en el horizonte.
—¿Hay fondo en este lado del río? ¿Cree que saldremos de esto?
—No ha respondido a mi pregunta. Le pregunto que adonde piensa ir, si se puede saber —insistió el coyote. Ella no respondió, o quizás lo hizo para sí misma porque nadie más que ella tenía que saberlo. Lo que pensaba era que cualquier lugar de los Estados Unidos sería aceptable, excepto aquel en el que más le hubiera gustado estar, Oregon. No quería que Dante volviera a verla. Era mejor que la creyera muerta. Es increíble que se pueda herir tanto a quien se ama, pensó.
Como si hubiera amanecido, de repente las ondas del río adquirieron la luz de un sol esplendoroso porque allá abajo, en el horizonte, había comenzado a crecer y a rodar una luna gigantesca.
—Ya es hora de que pasemos —dijo y miró con tristeza a la mujer.
Ya le había advertido que aquello no era para mujeres, que tal vez debería buscar otro sitio para entrar, y no precisamente el río, pero ella había insistido con una determinación tan grande que parecía haber nacido caminando hacia el norte.
—Por aquí hay un paso. Yo voy a ir delante de ustedes, y todos deben tomarse de la soga.
Otra vez el agua del río se encendió y un ramalazo de luz cayó sobre ellos como una estrella zambulléndose en el agua. Después, todos comenzaron a pasar en fila india sosteniéndose en la soga como el coyote indicaba. El agua estaba calma y ni siquiera chapoteó cuando comenzaron a hundirse en ella talones, rodillas, cinturas, pechos, manos asustadas. No duró mucho tiempo, pues un momento después que ningún reloj podría medir, ya estaban en el otro lado. El sol, que había empezado a nacer, se revolcaba por debajo de ellos.
La historia no había terminado allí. Cuando los viajeros daban saltos para secarse, se escuchó un estruendo de sirenas policiales y una voz por altoparlante:
—Escuchen, por favor. Están detenidos. No traten de escapar. No hagan resistencia porque sería peor. Somos agentes del Servicio de Inmigración de los Estados Unidos —les informó la voz en perfecto castellano.
Beatriz había oído hablar de una mujer con poderes sobrenaturales que en esas circunstancias volaba para burlar a la migra, y de otra que se enterraba y se convertía en topo o en hormiga, pero ella no había aprendido esas habilidades, y un momento más tarde, de nuevo estaba en la otra orilla.
Sin embargo, no entendía cómo podían haber sido divisados si nunca habían divisado un helicóptero sobre sus cabezas. Se atrevió a preguntarlo.
—Por el reflejo —le respondió un guardia amistoso.
—¿El reflejo? ¿Qué reflejo?
—Estábamos muy lejos de ustedes, detrás de esos bosques, y sin embargo los vimos así como los estamos viendo en estos momentos. Entonces, yo que soy nuevo, pensé que era un espejismo, pero mi jefe me dijo que no era así. Que la gente que ha comido ilusiones generalmente despide reflejos.
Eduardo González Viaña
(Enviado por Jorge "pollo" Daffra)
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